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Separadas por la guerra y unidas por la danza: las bailarinas de Odesa resisten

Margarita, refugiada ucraniana de nueve años, estira después de finalizar su clase de ballet.

Gabriela Sánchez

Enviada especial a Moldavia —

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Dos mantas de colores se extienden en el suelo del salón de un agradable complejo turístico ubicado a la orilla del lago de Costesti (Moldavia). Margarita y Eliz permanecen tumbadas, mientras estiran y tensan sus pies al ritmo de las acompasadas indicaciones procedentes de una tableta apoyada, algo inestable, en un gran rollo de papel colocado estratégicamente sobre una silla blanca. 

“Un, dos, tres, retiré”, dice una voz desde el centro de la pantalla, a través de una videollamada. Otras cuatro alumnas, desde distintos países, siguen las directrices de la mujer, que observa cada movimiento con atención y corrige los errores con firmeza. Margarita, de nueve años, alarga su pierna y se esfuerza en cumplir cada corrección de su abuela y profesora de ballet, Svetlana Antipova, quien hace décadas fue primera bailarina del Ballet de Odesa.

Estamos en una clase en línea de danza del Estudio Svetlana Antipova, la prestigiosa escuela de la abuela de Margarita, cuyo repertorio forma parte de la programación del Teatro de Odesa, el histórico edificio rodeado ahora de barricadas formadas por decenas de sacos de arena para evitar un hipotético avance de las tropas rusas.

El escenario sobre el que cada semana bailaban Margarita y Eliz en un espectáculo infantil acumula polvo desde el inicio de la invasión rusa, mientras su población mantiene su fortificación. Pero estas niñas bailarinas, refugiadas en Moldavia, no han dejado de formarse.

Desde su casa en Odesa, Svetlana Antipova mantiene dos clases a la semana para evitar que sus alumnas, muchas desplazadas por el conflicto, pierdan el nivel alcanzado tras años de entrenamiento diario. Margarita y su prima Eliz, de 15 años, siguen los ejercicios desde Costesti, un pueblo ubicado a unos 30 kilómetros de la capital moldava, al que llegaron acompañadas de sus madres el 1 de marzo tras abandonar su casa para protegerse de los bombardeos rusos lanzados desde el mar. 

“Empezamos a sentir las bombas y nos daba mucho miedo. Tenemos una casa pequeña, en la costa. Todo empezaba a temblar”, cuenta la madre de Margarita, Veronika Popova, estilista y diseñadora de trajes relacionados con el mundo de la danza. “Esperamos, no queríamos irnos, pero decidimos hacerlo por ellos”, dice señalando a la niña, vestida de rosa y peinada con dos moños en lo alto de la cabeza. “Echa mucho de menos su vida en Odesa, anoche lloraba y me decía que quiere volver a casa”.

La pequeña la mira e intenta entender con cara de extrañeza las palabras en inglés de su madre. “Allí daba clases de danza cinco días a la semana y el fin de semana actuaba en el Teatro de Odesa. Aquí, le cuesta seguir sus clases en línea del colegio, pero para las de danza no tengo que estar encima… Echa de menos a sus amigos y la sensación de subirse en el escenario”. 

Cuando Popova cuenta que Margot, como la llaman, empezó a bailar con tres años, ella corrige a su madre: “Con dos, mamá”. Es tímida, pero a la mínima oportunidad empieza a bailar y hacer piruetas en el gran salón con vistas al lago del complejo turístico de Costiesti, un hotel cerrado por la pandemia durante meses y abierto solo unos días antes de la guerra. El 24 de febrero, el hotel decidió cancelar las primeras reservas de sus clientes ante la llegada a Moldavia de decenas de miles de personas ucranianas para acogerlas de forma gratuita en sus instalaciones. 

La niña sigue su clase de danza en mallas y calcetines. No pudo traer consigo su ropa ni zapatillas de ballet: “Todo el maletero lo reservamos para la gasolina, no sabíamos cuánto necesitaríamos para salir de allí, y solo nos trajimos una mochila cada una”. Una silla alta donde antes se sentaban los clientes del hotel se convierte ahora en su particular barra de ballet. Le queda un poco alta para su pequeña estatura, pero Margot apenas se queja y sonríe cuando su abuela la felicita desde Odesa en uno de sus ejercicios. “No puedo más”, se le escapa en uno de los breves descansos.

“Como abuela, ella es muy buena. En ballet es muy estricta, pero porque tiene que ser así para que mejore”, cuenta la pequeña bailarina. Su madre se ríe cuando se le pregunta si su abuela y profesora está orgullosa de su hija: “En casa es su abuela, pero en clase es su profesora. Y es una profesora muy dura”. 

Desde Odesa, la ciudad estratégica para Moscú donde los combates terrestres no han llegado debido a la resistencia del ejército ucraniano en la región vecina de Mikolaiv, la profesora no quita los ojos de la pantalla y logra corregir sus errores a pesar de la distancia: “Ponte de otra manera, Margot, no veo tus pies”, grita en un momento en el que la cámara no llega a recoger la parte inferior de la pequeña. Quiere asegurarse de que su colocación es la adecuada y sus talones se despegan lo suficiente del suelo. No quiere que sus alumnas bajen su nivel por culpa de la guerra.

“Es muy difícil mantener las clases de ballet en este momento. Muchos están en diferentes países, en situaciones difíciles, a veces no pueden conectarse...”, cuenta la profesora y abuela de Margot a través de Whatsapp desde la ciudad ucraniana. “La conexión a veces no es muy buena, por lo que es todo muy diferente”.

Lejos de la familia

Svetlana Antipova se negó a irse a Moldavia junto a su nuera y sus nietos. “Le dije que viniera conmigo y me respondió tajante: 'No'. No quiere irse de su casa, quiere quedarse con sus hijos y su marido -también bailarín-”, explica la madre de Margot. Su suegra, desde Ucrania, reconoce que a veces pasa miedo pero que prefiere permanecer en su país junto a su familia. Uno de sus hijos sirve en la Guardia de Defensa Territorial.

 “La situación de Odesa es mejor que en otras ciudades, pero estoy asustada porque no sé lo que pasará mañana. Siempre estás esperando a qué será lo siguiente”, añade Antipova. “Echo mucho de menos a mis nietos. Ojalá se calmen las cosas y puedan venir muy pronto”.

Entre los hijos de reconocida bailarina se encuentra el marido de Popova, quien sigue residiendo en la casa próxima al mar, en la que retumbaba cada bombardeo lanzado desde barcos rusos. Le llaman varias veces al día para comprobar que todo va bien. Ella le pide que no salga mucho de casa. Teme que las autoridades lo llamen para alistarse en el Ejército: “Es un hombre de negocios, no tiene experiencia...”.

“Es muy duro estar separados. No queremos ir a otro país. Preferimos esperar cerca de casa. Él alguna vez me pregunta si no es mejor ir a otro lugar, pero yo le respondo: ‘No puedo empezar un proyecto de cero sin ti. Podemos hacerlo, pero si estamos toda la familia junta”, dice la mujer, de larga melena pelirroja.

Popova agradece la calidad de las condiciones de acogida recibidas en el hotel, que alberga a un centenar de personas sin financiación estatal y dista mucho de otros centros donde son alojados los refugiados ucranianos en diversos puntos del suelo moldavo.

Por este país, el tercero más pobre de Europa, han pasado 387.151 refugiados de Ucrania desde el inicio de la guerra. El pequeño Estado extracomunitario se vio desbordado por el flujo migratorio en los primeros días, pero a la ralentización de las llegadas se ha sumado la apertura de un pasillo humanitario con la Unión Europea a través de Rumanía, por lo que el país se ha consolidado como un punto de paso para la mayoría de los desplazados. El Gobierno moldavo estima, sin embargo, que cerca de 100.000 refugiados permanecen en su territorio. Muchas refugiadas, como Veronika y tantas otras, evitan distanciarse de la frontera del país al que ansían regresar.

Eliz, la prima de Margarita, descansa un rato en el sofá mientras la clase continúa. Aprovecha la imposibilidad de las clases presenciales para salir del rango de visión de la cámara de la tableta y respirar.

“Estas clases me sirven para sentirme bien, mantener mi cuerpo y no pensar tanto en todo lo que está pasando en Ucrania… pero lo que más me hace olvidar y sentir es encerrarme en mi cuarto y ponerme a bailar libremente”, confiesa la quinceañera. A veces envía sus coreografías a sus amigos y, dice, intenta expresar sus emociones a través de la danza contemporánea: “Es mi terapia”. 

Son las 19:30 y la profesora grita a través de la pantalla: “¡Poneos las puntas! [calzado de ballet que permite subirse sobre la punta de los pies]”. Pero las niñas, con las caras rojas por el esfuerzo, respiran fatigadas, se ponen sus zapatillas de estar en casa y apagan la tableta. La clase no ha finalizado, pero para ellas sí. 

Sus puntas, como toda la ropa de ballet, se quedaron en Odesa.

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