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Julen Iturbe-Ormaetxe

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Santiago de Compostela, 24 de julio de 2013, víspera de la festividad del patrón. Un tren Alvia que hace la ruta Madrid-Ferrol toma a 191 kilómetros por hora una curva en la que la velocidad máxima es de 80, descarrila y, en consecuencia, 80 personas fallecen y 144 resultan heridas. 

Aquel 24 de julio yo pedaleaba entre Tineo y Grandas de Salime; cumplía quizá la etapa más bella de las que recorrí en aquel viaje a Santiago por el Camino del Norte primero y el Camino Primitivo después. Allí, en Grandas de Salime, un pequeño pueblo que, entre otras cosas, cuenta con un encantador museo etnográfico, supe del accidente. Me quedaban tres etapas hasta la tumba del apóstol. Pero ya veis que en Santiago no solo me esperaba la tumba del apóstol. El destino a veces te reserva curiosas sorpresas. El corazón se me encogió.

Fue aquel un viaje casi improvisado. De repente, como sin querer, me encontré con una 'ventana' de diez días para pedalear. Terminaba el mes de julio y semejante regalo no se podía desaprovechar. Santiago de Compostela es un destino al que se puede llegar por muchos y diversos caminos. La casualidad ha querido que uno de ellos pase por aquí, por Bilbao, la ciudad donde vivo. Y, claro, como quiera que todos esos caminos, si de algo pueden presumir, es de señalización, allá que nos fuimos con la bici de monte. Todo consistía en seguir las flechas amarillas. Así de fácil. No había pérdida.

Eso sí, de Bilbao a Santiago de Compostela, si sigues el Camino del Norte, te enfrentarás a una gran decisión. ¿Por Gijón o por Oviedo? ¿Sigo por el Camino del Norte junto al mar o abandono la línea de costa y tomo el Camino Primitivo, que por Tineo lleva hacia el Camino Francés? La pregunta es innecesaria porque el título de este artículo ya te ha dado la respuesta antes de tiempo, ¿verdad? Somos primitivos.

Me encanta partir de viaje desde casa. Nada de meter la bici en el coche, tren, autobús ni avión. Nada de nada. Solo hay que bajar a la calle y dar pedales. Ya ha comenzado el viaje. Qué placer.

El Camino del Norte (o de la Costa) va pegado al Cantábrico y entra en la península Ibérica por Irún. Desde Bilbao me salieron diez etapas con finales en la playa de Berria (junto a Santoña), Santillana del Mar, Llanes, Villaviciosa, Oviedo, Tineo, Grandas de Salime, Lugo, Sobrado dos Monxes y, finalmente, Santiago de Compostela. Me lo tomé con calma. Solo llevaba encima la mochila y una riñonera,  sin alforjas ni transportín. De hecho, fue mi primera ruta solo con mochila. Desde entonces todas han sido así.

Salir de casa significa recorrer terreno conocido. Como buen peregrino, llevaba mi credencial, pero tampoco fui constante sellándola. No me hospedaba en albergues y mi fe religiosa hace tiempo que huyó a no se sabe dónde. Total, que no soy de los que hacen cola para sellar la Compostela. Pero, eso sí, seguir las flechas amarillas se me da bastante bien. Siempre que sea pedaleando.

La primera etapa me llevó hasta Berria. Primera etapa y primer incidente: tuve que cambiar una de las dos cubiertas en una tienda de bicis de Santoña porque el calor le había provocado unos abombamientos con muy mala pinta. La tarde me dejó pasear por la playa de Berria. Al lado, el penal de El Dueso. Vacaciones al sol y vacaciones a la sombra. Una paredón tremendo separa los dos ambientes. Porque no, no son vacaciones equiparables.

Para llegar a Santoña hay que coger un barquito desde Laredo. Para llegar a Santander hay que coger un barquito desde Somo. Dos etapas, dos trayectos en barco. Cosas del Camino del Norte. Ir pegado al mar tiene estas cosas. Azul a la derecha y montes a la izquierda. Un pedaleo tranquilo, aunque la marabunta de peregrinos a pie se deja notar. Bueno, tanto como marabunta puede que no, pero en Pobeña, por ejemplo, me contaba la hospitalera que había alojado a cuarenta peregrinos cuando el espacio teórico era para veinte. Milagros, haberlos haylos, ¿verdad?

En Santander, segunda etapa, ya veo que el pretibial anterior de mi pierna derecha está avisando. Bueno, un farmacéutico me vende ibuprofeno en 'roll-on' y de paso me somete a terapia motivacional. No tengo duda: llegaré a Santiago. Porque, si no, como me pille este hombre, me muele a golpes. Cómo se ha puesto. Vale, vale, que ya llego a Santiago, no se enfade.

En un abrir y cerrar de ojos estamos en Santillana del Mar. Yo y otros tres o cuatro millones de turistas. A mayor gloria de su arquitectura tradicional y su sucedáneo de cuevas. El baño de multitudes es glorioso. Me prometo a mí mismo elegir mejor los finales de etapa.

El día siguiente me lleva hasta Llanes. No se ven tres en un burro. Amanece con una niebla que justifica la inversión en GPS. Loada sea la tecnología. Eso sí, el paisaje resulta fantasmal y encantador. Los elegantes edificios de indianos se adivinan entre la bruma. Un buen espectáculo. Hasta llegar a Comillas. El mar, otra vez el mar. Y repechos. Y el mar. Alguna que otra playa. Y repechos. Sube y baja. Las veces que haga falta. No veo gente en bici. ¿Por qué van todos andando? Otro repecho. Otro más.

Se deja Llanes atrás y la cuarta etapa nos regala otro tramo embrujado al llegar a Celoriu. Pisamos su playa. Tomamos la carreterita que nos conduce a la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, en Niembru. Magia pura. Luego dejamos la línea de costa hasta llegar a Ribadesella. Pero la retina se empeña en no olvidar ciertos tramos. Por algo será.

Ribadesella nos obsequia de nuevo con el mar. Está aquí al lado. Senderos y caminos bucólicos se empeñan en animarte, porque el día se ha cerrado y amenaza lluvia. ¿Cuál es el problema? Esto es el Cantábrico. Aquí llueve, ya lo sabía. Sigo camino hacia Villaviciosa. Orbayu del bueno. O sea, calabobos. Fin de etapa y empapado hasta los huesos. 

Toca decir adiós al Camino del Norte y encarar el Camino Primitivo. Le hago las reverencias oportunas para despedirme con educación. Tampoco es cosa de alargarlo porque otra vez —sí, otra vez— me estoy calando. Enfilo hacia Oviedo. Tengo que pasar por el bar de los padres de un amigo. Hay que saludar y, de paso, comer una tortilla de patata que es canela en rama. Solo por este pequeño placer merece la pena el viaje. Iván, va por ti. Ah, y me dio tiempo también para quedar con otro amigo cicloviajero. Dios los cría y ellos se juntan.

La costa queda en el olvido camino de Tineo. Por fin llegamos a lo mejor. Tomo la Ruta de los Hospitales, un camino que deja ver alguna que otra ruina de los antiguos hospitales de peregrinos. El paisaje impone. Subimos hasta los 1.200 metros de altitud. Soledad, cumbres peladas, ganado suelto. Soledad. Conmigo mismo. Mucha piedra. Es cuestión de pedalear. O de andar a pie. Soledad. El día, cómo no, con nubarrones. Apenas si veo un alma. ¿Por qué pedaleo? Entonces llega una bajada inmensa hasta el embalse de Salime. Prácticamente mil metros de descenso continuo.

Hago noche en Grandas de Salime. Entonces descarrila el tren y mi viaje adquiere otra dimensión. Me queda una etapa más, hasta Lugo, con varios pinchazos de por medio. ¿Por qué? Y luego otra, la penúltima, hasta el monasterio de Sobrado dos Monxes. Todo son comentarios sobre el accidente. Solo me queda llegar a la plaza del Obradoiro. En Melide me uno al peregrinaje que llega por el Camino Francés, la vía más oficial, la más transitada. Ultreia! Los muertos esperan homenaje. Qué extraña meta para este viaje en bici.

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