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¿Bien atado o desatado?

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La celebración del cincuentenario de la muerte del dictador, con múltiples y variados actos, se produce en un momento de clara controversia en la sociedad española. Por un lado, una amplia mayoría -al menos, de momento- considera superada la legendaria frase de Franco (“Todo está atado y bien atado”) cuando celebraba la continuidad del régimen más allá de su propia vida. Por otro, parece que crece de forma continuada un grupo que se siente cercano y por momentos, entusiasmado, con ese periodo negro de la historia reciente de España que duró casi cuarenta años

Y es que cada día aparecen datos que abren dudas del compromiso ciudadano con la democracia vigente actualmente en este país: el auge de la extrema derecha (su presencia institucional en administraciones públicas con discursos negacionistas y xenófobos), la desconfianza social de gran parte de la población hacia la situación actual (hastiada de una clase política aparentemente más preocupada del ataque personal que de la solución de los problemas cotidianos), o la indiferencia, en el mejor de los casos, de una juventud alejada de la historia española de hace 50 años (pero inmersa en las dificultades de una vida difícilmente independiente y autónoma) son algunas de las cuestiones que contradicen esa primera idea de tener superada la continuidad franquista.

Me centraré en este último aspecto; en concreto, en el preocupante dato que señala que uno de cada cuatro jóvenes españoles entre los 18 y 26 años prefiere gobiernos autoritarios a los democráticos. ¿Es posible que ocurra cuando la mayoría de este colectivo vive entre familiares que han conocido -y sufrido- la dictadura pasada? ¿Acaso estamos ante la victoria del llamado franquismo sociológico que edulcora las atrocidades del régimen (falta de libertades democráticas, persecución indiscriminada de cualquier oposición política y sindical, exaltación del machismo, patriarcado y autoritarismo, etc) sustituidas por un exacerbado desarrollismo económico, la moral católica y el conformismo de una mayoría silenciosa, vigilante de cualquier medida represiva? ¿Es, quizás, que ese tono autocomplaciente asignado a la Transición por una buena parte del pensamiento oficial pasado y actual no ha generado suficientes puntos de ruptura con la etapa más amarga de la dictadura franquista? ¿Se puede echar de menos figuras políticas en pleno siglo XXI que renueven el protagonismo que pudieron tener el rey emérito o Adolfo Suárez, en busca de nuevos “padres de la Patria”? ¿Debe seguir citándose en notas al margen o estudios sin difusión el enorme papel jugado por sindicatos, movimientos vecinales, sociedades culturales y grupos humanos a la hora de traer definitivamente al país los derechos y libertades democráticas tras la dictadura franquista?

Sea como fuere, el colectivo docente, obligado por el currículo escolar a trasladar la realidad de esta época histórica, especialmente los últimos setenta-ochenta años de la Historia reciente, debe sentirse concernido… por esta anomalía educativa. No es de recibo que los datos indiquen que la juventud española posea más conocimiento sobre la situación de la Alemania nazi que de la España republicana; de las dos guerras mundiales, que de la Guerra Civil; de la Guerra Fría, que del Franquismo y la Transición española. Algo se ha hecho mal. Algo se sigue haciendo mal y hay que buscar soluciones que cambien esta situación.

Es cierto que la aprobación de la actual Ley de Memoria Democrática de 2022 (sustituyendo a la anterior Ley de Memoria Histórica, de 2007, del gobierno de Zapatero) ha dado un impulso sustancial a iniciativas de plataformas privadas no gubernamentales y equipos docentes universitarios que ya habían iniciado con evidente falta de medios esta recuperación de parte de la Historia reciente olvidada. Es necesario perseverar en el desarrollo legislativo para que continúen desarrollándose todo tipo de actos reivindicativos de un pasado común demasiado tiempo olvidado.

Pero no es menos cierto que la enseñanza obligatoria ordinaria, organizada a través de la LOMLOE, sigue dejando demasiado espacio de reincidencia en los errores cometidos en leyes anteriores: currículos excesivamente amplios y mala programación temporal de ciertos temas actuales, que, en el mejor de los casos, son citados para que sólo el alumnado despierto, con afán detectivesco, profundice por su propia cuenta.

Es urgente revisar los contenidos y primar aquellos que adquieran protagonismo en el desarrollo personal, crítico y solidario del alumnado, lo que significa ser conscientes de que hay que seleccionar y buscar el objetivo final de la educación y no el reparto equitativo de disciplinas para la satisfacción de sus especialistas docentes respectivos.

Los innumerables estudios sobre la juventud también manifiestan con claridad que la educación no es sino una parte -y no precisamente la mayor- de su caudal formativo. La sociedad, a través de sus múltiples formas de comunicación, participa en ese proceso. De unos años a esta parte, el papel de la familia es cada vez más reducido en beneficio del que ocupan las redes sociales. Los estudios más benévolos cifran el uso de estas últimas entre dos y cuatro horas diarias, pero cada vez son más las insinuaciones de que este marco está ampliamente rebasado, a la vez que desciende la edad de los/as usuarios/as online.

No es este el espacio para centrarse en las redes sociales como fuente de comunicación/conocimiento, pero si es pertinente insistir en aconsejar sobre la necesaria verificación de la información así recibida (una mentira, repetida un millón de veces, sigue siendo una mentira) y del discernimiento entre ocio/diversión y aprendizaje.

Si es un aserto defendido por la mayoría política que la mejor forma de gobierno justa y conveniente para vivir en armonía es la democracia, pongamos las herramientas disponibles en manos de nuestra juventud para que la conozca, disfrute, critique y acabe apoyando.

Desatar el prieto nudo en que el dictador creía haber dejado el futuro del país no será cuestión de ensoñaciones utópicas, de nuevos cultos caudillistas, ni de nostalgias familiares. Desatarlo, requerirá de la mejor disposición de administraciones públicas, partidos políticos y colectivos partidarios de la democracia. Pero, principalmente, exigirá una ciudadanía que desee seguir apostando por conocer su pasado para no repetirlo.