Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
El PSOE convierte su Comité Federal en un acto de aclamación a Pedro Sánchez
Las generaciones sin 'colchón' inmobiliario ni ahorros
Opinión - El extraño regreso de unas manos muy sucias. Por Pere Rusiñol

Ander Izaguirre

7

Etiquetas

Edorta Loma trabajaba en una de las fábricas más antiguas del mundo: las salinas de Añana, activas durante los últimos siete mil años, desde los albores del Neolítico. Y creyó que le iba a tocar a él, justo a él, asistir a la extinción del oficio. Cuando nació, en 1959, el valle aún hervía con la actividad de docenas de familias que producían sal en más de 5.600 eras, pero a finales del siglo XX ya solo quedaban un par de salineros: Andrés Angulo y él: “El valle estaba hundido, las eras desmoronadas, mucha gente se había marchado a Vitoria, a Bilbao, a trabajar en las fábricas. El pueblo se vaciaba y a mí eso me dolía en el alma –dice Loma–. Tenía la sensación de que se iba todo al carajo”. 

El valle de Añana parece una colmena: 120.000 m2 de terrazas, canales, pozos y caminos, una inmensa obra construida sin un solo clavo, todo un encaje prodigioso de piedra, madera y arcilla. Parece obra de insectos, también porque la arquitectura revela una trama social: durante siglos, las familias salineras dependieron unas de otras, organizaron las tareas comunales de mantenimiento, se repartieron el caudal de agua salada con horarios minuciosos, la dejadez de uno perjudicaba a todos, el trabajo bien acompasado multiplicaba la producción. Este puzle de eras es el sedimento arquitectónico que dejaron generaciones de salineros con su trabajo. Hace 20 años, estaba a punto de desaparecer.

Loma es un maestro salinero de 62 años, con los ojos achinados de quien se ha pasado la vida entre las reverberaciones de la salina, nariz fina y larga, sonrisa irónica, siempre una pulla rápida para tomar el pelo a sus colegas, siempre aliñada con cariño.

Habla de sus mayores con admiración y de los jóvenes con entusiasmo. Y es emotivo hasta el temblor cuando recuerda la recuperación de su valle, de su historia, de su oficio: “El otro día vino Mari Gor, una compañera mía en las salinas desde que yo era niño. Ahora tiene 92 años, pero cómo está, si me pega una paliza me deja seco. Iba por ahí mirándolo todo. Me decía: '¡Eduardito, quién trabaja en esta era!'. Cogía el trabuquete, lo examinaba, ”esta lata no está bien, es cuadrada y tiene que ser redonda. Se me ponían los pelos como escarpias. Alguna lagrimilla ya se me escapó“.

Resurgir de las cenizas 

A las tres y media de la tarde, cuando los visitantes de agosto recorren las salinas con parasoles blancos y alguno se desmaya por el calor, Edorta pasa el rodillo por la era con la agilidad de un chaval, para remover la sal húmeda y que no se rechine, que no se pegue al suelo.

Viste como todos los salineros con camiseta blanca, pantalón blanco, botas de goma blancas y sombrero de paja. Hacia 1999 pensó que Andrés y él serían los últimos, que, en cuanto metieran las manos en los bolsillos, desaparecería un oficio de siete mil años. Quizá por eso sigue pasando el rodillo con ese garbo, porque aún le dura la alegría inesperada: “En aquellos años yo me iba por las mañanas a Nanclares, a trabajar en una empresa de depuradoras, y por las tardes volvía a las salinas. Ni daban dinero ni tenían futuro, pero yo no quería dejarlas”.

Loma quería salvar las salinas y revitalizar el pueblo. Por eso fue alcalde entre 1995 y 1999. “Metimos mucha, mucha caña. Creamos la sociedad Gatzagak para agrupar a los propietarios de las granjas salineras, hablamos con las instituciones...”, dice.

En 1999, Añana agonizaba: quedaban dos salineros. Ahora, el valle recibe a unos 96.000 visitantes al año

La Diputación de Álava elaboró un plan de rehabilitación ambicioso, dirigido por arquitectos, arqueólogos, biólogos y economistas. En el año 2009, los salineros cedieron sus propiedades a la Fundación Valle Salado, una organización sin ánimo de lucro, a cambio de cobrar un dinero todos los años por la salmuera, por sus derechos sobre el agua salada que brota de los manantiales. Y así empezó la recuperación: restauraron buena parte del valle en ruinas, relanzaron la producción artesanal, ahora venden unas 170 toneladas anuales de sal exquisita y en el año 2019, antes de la pandemia, atraían ya a unos 96.000 visitantes anuales.

Las salinas sostienen unos 50 puestos de trabajo, la mayoría temporales, entre salineros, envasadoras, vendedoras, guías, gestoras o administradores. El canon que cobran los salineros por su salmuera y los beneficios de la fundación deben reinvertirse en el pueblo: por eso hemos tomado el café en el bar de la plaza, inaugurado cuatro días antes.

La población sigue siendo escasa, 156 habitantes censados, pero han taponado la hemorragia y Alberto Plata, historiador y arqueólogo de 47 años y responsable de Cultura de la Fundación Valle Salado, cree que el pueblo irá recuperando vigor. Ahora hay otro par de bares, dos casas rurales y algunas tiendas, donde hace 20 años solo había puertas cerradas, penumbra y eco.

Es un día de mediados de agosto y el valle se cuece al sol. “El sol es el mejor obrero del valle –asegura, sin embargo, Edorta Loma–. Evapora el agua y nos deja la sal, es el sistema más limpio, el de siempre. Aquí hemos salido adelante haciendo lo que hemos hecho toda la vida”.

El viejo reparto de la riqueza

Al principio lo hacían diferente. Nos lo cuenta Alberto Plata, uno de los descubridores de las huellas más antiguas de la actividad salinera. Debajo de las actuales estructuras hallaron una gruesa capa de cenizas y miles de fragmentos de cerámica con restos de sal, de hace siete mil años.

Dedujeron, entonces, un valle negro: aquellos humanos, los primeros sedentarios, recogían el agua salada en recipientes de cerámica, los ponían al fuego, evaporaban el líquido y obtenían los bloques de sal para conservar alimentos y completar su dieta. Era un valle de hogueras, humo y cenizas, una comarca deforestada para alimentar esta primerísima industria. 

Las excavaciones también revelaron que hace dos mil años alguien aplanó esas montañas de ceniza y las recubrió con arcilla impermeable: los romanos, claro, como confirman sus cerámicas. Crearon las primeras eras, las primeras terrazas de evaporación, a las que conducían la salmuera mediante acueductos y canales. “Los romanos se pasaron a las energías renovables: sol y viento –sonríe Plata–. Ellos crearon el paisaje actual del valle aterrazado”.

Alfonso I, rey de Aragón y Pamplona, otorgó fueros a Añana en 1114, antes incluso que a Vitoria, señal de la importancia de las salinas. Impulsó la construcción de una villa amurallada con privilegios fiscales, para atraer habitantes y controlar así el enclave.

Otro documento anterior, la primera mención escrita a las salinas en el año 822, revela un detalle que marca hasta hoy el carácter de esta comunidad. En el documento de fundación del monasterio de San Román de Tobillas, el abad Avito menciona las 23 eras y el pozo que poseen en las salinas de Añana. Y algo más: las raciones de salmuera que les corresponden. Esto significa que entonces ya trabajaban muchos propietarios y que habían organizado el reparto del agua salada.

Porque no abunda. Del manantial de Santa Engracia –hay otras fuentes menores– brota un caudal constante de dos litros por segundo, con una concentración de sal extraordinaria (alrededor de 230 gramos por litro, siete veces más que el océano). Esto se debe a que las aguas subterráneas atraviesan el diapiro de Añana, un gigantesco bloque salino de seis kilómetros de largo, tres de ancho y cuatro de profundidad, sedimento del antiquísimo mar de Tetis.

La salmuera brota en el manantial y se distribuye por el valle a través de cuatro kilómetros de canales que se bifurcan, que vuelan sobre entramados de madera para salvar hondonadas, que alcanzan todos los rincones. Están construidos con troncos de pino ahuecados a mano, con azuela y hacha, tienen las juntas selladas con arcilla, están encajados sin un solo clavo, porque la sal arruinaría los metales pero reboza la madera y la refuerza.

El agua se acumula en los pozos y de ahí los salineros la van vertiendo a las eras, plataformas de unos 20 metros cuadrados que los trabajadores inundan con dos o tres centímetros de altura. Al cabo de unas horas al sol, empiezan a formarse cristales en la superficie: es la flor de sal, muy estimada, que recogen con una especie de espumadera. Siguen removiendo la sal para que no se pegue y al día siguiente, cuando ya se ha evaporado el agua, la amontonan y la cargan en cestos de mimbre, donde seguirá escurriéndose.

No podían competir en cantidad, pero sí en calidad. Su sal se usa en Mugaritz o en El Celler de Can Roca

El sistema funciona con precisión porque existe el libro maestro: un reglamento minucioso de los trabajos comunales y del reparto de la salmuera. Lo pusieron por escrito en el siglo XVI, pero el reparto ya constaba en aquel documento de 822: “Eso es sagrado –dice Edorta–. Es un libro muy severo y muy respetado, porque el reparto de la salmuera es el reparto de los ingresos de cada familia. Ha habido riñas, ha habido peleas... El libro maestro está para regular los conflictos”. 

Una industria con reglas propias

Al principio, cuando no existían los relojes mecánicos, cada granja (cada conjunto de eras de un mismo propietario) tenía derecho a desviar la salmuera para llenar sus pozos con un volumen determinado. Después debía cerrar su paso y dejar que el agua corriera hasta la siguiente granja. En el siglo XVI construyeron una torre en el pueblo con el primer reloj, para que las campanas anunciaran los turnos.

A un propietario le tocaba los viernes de cuatro a seis de la madrugada, por ejemplo, y ahí estaba, vigilado por el siguiente. Había picaresca, como la de quienes ampliaban sus pozos o abrían en los canales espitas mayores de lo que les correspondía. “Para eso estaba el guardia fontanero –explica Plata–, para controlar el volumen de los pozos y el tamaño de los agujeros”. Loma añade: “Cada salinero tiene su propiedad, pero debe respetar a los demás y debe participar en los trabajos comunitarios: mantener los manantiales, los canales, las sendas, los pozos... Si no cuidamos lo de todos, lo mío no funciona”. 

Eso son las salinas de Añana: un entramado de vecinos comprometidos durante siglos. “Mis padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... Ninguno vivió del cereal ni del ganado. Todos hemos vivido de la sal”, dice Edorta Loma. De mayo a septiembre, en los meses de mayor insolación, las familias se pasaban los días en las salinas. Llenaban los pozos, removían las eras, recogían la sal, la cargaban en sacos a la espalda: “Con seis o siete años, ya estaba todo el día en el valle, enganchado a la falda de mi madre o al pantalón de mi padre”.

Trabajaba toda la familia, porque hacían falta todos los brazos posibles, así que a los críos nos tenían por ahí dando vueltas. Jugábamos con los rodillos, las carretillas de madera, las cestas. Crecías en el valle, te ibas integrando. Con ocho o nueve años ya eras campeón: sabías cuidar el canal, abrirlo, cerrarlo, los adultos te iban corrigiendo: “¡Oye, chiquito!”. Y te ibas haciendo un pequeño profesional“.

Se pensaron muchos planes para el valle y al final les salvó el más revolucionario: seguir haciendo lo de siempre

Edorta creció en la década de 1960, cuando Añana contaba con más eras que nunca: unas 5.600, que producían una tonelada anual cada una. Alberto Plata explica que era un crecimiento a la desesperada: “Las salinas industriales de la costa, como la de Torrevieja, producían en un día lo que Añana producía en todo un año, y cuando se abarataron los transportes, con los trenes y las carreteras, inundaron el mercado”.

Añana intentó competir aumentando la producción. Construyeron eras por todas partes, encima de los pozos, encima del río, ocupando todo el valle. A las eras les cambiaron el suelo tradicional de cantos rodados por otro de cemento, porque parecía más barato y más rápido; pero aquel material necesitaba mucho más mantenimiento porque se agrietaba rápido con la sal. Construyeron muchísimas eras, pero luego no las pudieron mantener. Las fueron abandonando, las estructuras se cayeron, el valle se colapsó. Y en la década de 1970 mucha gente acabó marchándose a las ciudades. 

Si en 1950 Añana tenía 670 habitantes, para 1980 ya solo quedaban 200. Y muy pocos se dedicaban a la sal: algunos hombres y sobre todo las mujeres –Irene Arauco, Gloria Iturralde, Asunción Iturralde, Arantza Mardónez, Mari Gor, Agripina Pérez, Saturnina García, Natividad Berge−, que mantenían las salinas de lunes a viernes, mientras los hombres trabajaban en la fábrica y se sumaban el fin de semana.

“Desde niñas ya echábamos una mano a nuestros padres después de salir del colegio –cuentan las mujeres en un vídeo de la Fundación Valle Salado–. Con 14 o 15 años sacábamos la sal de los terrazos, cargábamos media fanega y hacíamos 20 viajes al día. Era muy duro, pero con la cuadrilla lo pasábamos muy bien. Cantábamos, hablábamos, se nos pasaba el tiempo hasta que alguien decía: ”¡Vamos, que se nos rechinan las eras!“. Después de casarnos, pasamos unos cuantos años sin trabajar en la salina, cuidando a los hijos, pero enseguida volvimos a trabajar…”.

A finales del siglo XX apenas quedaban unas pocas eras en funcionamiento, mientras el abandono y la ruina devoraban las demás. Se plantearon proyectos para demolerlo todo y abrir canteras, minas, fábricas, balnearios, incluso para convertir el valle en un depósito de gas o en un cementerio de residuos nucleares. En el último suspiro, el empeño de un puñado de salineros y la apuesta de las instituciones públicas lograron salvar Añana con este plan revolucionario: seguir haciendo lo que siempre habían hecho.

“He tenido otros empleos y he estado a gusto, pero la salina... la salina es mi vida –asegura Loma–. Desde que era un crío, he conocido los ruidos de la salinería y del almacén, la administración de la sal, el comercio de la sal, la tienda de la sal, el envase de la sal. He trabajado con la gente mayor, con los padres, con los abuelos, que te enseñaban el oficio y un día decían: este chaval vale. Eso era la hostia. Hacían las cuentas los sábados en el bar y luego de allí no se iba ni dios, daba igual que tuvieras 15 años, te quedabas a cenar y a cantar igual, eso lo he vivido desde crío y solo de recordarlo se me pone la carne de gallina. Lo que yo sé hacer mejor, aparte de cantar en el bar, es hacer sal, ¡la hostia!”. 

La recuperación no consistía en montar un parque temático. “Lo más importante era seguir produciendo sal, porque es el único modo de mantener las salinas –explica Plata–. La solución de la España vaciada no puede ser la España subvencionada. Yo entiendo que un pueblo se agarre como un clavo ardiendo a tener por ejemplo un almacén nuclear, cuando ya no queda ninguna otra opción de supervivencia, pero nosotros buscábamos revivir Añana con sus oficios, sus conocimientos, su historia. Una manera digna de vivir, haciendo lo que siempre habían hecho de maravilla: una sal muy buena”.

Esta sal artesana no puede competir en cantidad pero sí en calidad. En Añana elaboran una de las mejores sales del mundo, porque es sal pura que lleva millones de años en el subsuelo, sin contaminaciones, sin microplásticos, obtenida con el sol y el viento, con más de 80 minerales y oligoelementos que las demás sales suelen perder cuando las lavan con tratamientos industriales.... Al final de la visita, los turistas se asoman a la pequeña planta de envasado en la que tres mujeres retiran a mano cualquier mota, cualquier mosquito, cualquier impureza que traiga la sal, con una delicadeza que no estropea ninguna de sus cualidades.

Por eso la aprecian en tantos restaurantes de prestigio, que tienen sus carteles clavados en algunas de las eras de Añana: Mugaritz, Martín Berasategui, el Celler de Can Roca, el Basque Culinary Center... “A la producción le añadimos la parte cultural y turística –dice Alberto Plata–. Queremos que los visitantes conozcan la historia del valle. Que aprecien lo que cuesta producir esta sal, que entiendan por qué es tan buena y que la compren entendiendo que de esta manera apoyan la revitalización de un pueblo”.

Una nueva generación de salineros

La recuperación del Valle Salado de Añana mereció el premio Europa Nostra en 2015, el título de Patrimonio Agrícola Mundial de la Unesco en 2017, la inclusión en la Red Europea del Patrimonio Industrial en 2019... pero sirvió, sobre todo, para mejorar la vida de los habitantes de la comarca. En 2012, en plena crisis económica, algunos salineros que habían emigrado décadas atrás a las ciudades volvieron a la renacida Añana, después de que les cerraran las fábricas. Es el caso de Clemente, quien volvió de Vitoria a Añana precisamente en 2012, a los 56 años, para retomar el oficio de sus antepasados.

Lo que más emociona a Edorta es que con él también se incorporó su hijo: Adrián empezó a trabajar en la salina con 19 años, aprovechando unos cursos de dos meses que organizó la Fundación Valle Salado para los hijos de los salineros. “A los pobres les tocó el verano más caluroso posible –cuenta Plata–. No estaban acostumbrados a trabajar con las manos, se les hicieron llagas y tú imagínate, con las llagas y el agua salada… Aguantaron todos, ¿eh? Claro, tenían a todo el pueblo vigilándolos –se ríe–, a ver cómo se portaban...”.

“A mí se me caían las lágrimas cuando veía a los chavales en las eras –recuerda Edorta–. Hacía tanto calor que les compré un botijo a cada uno, y le pegaban unos tragos... ¡Glugluglú! ¡Glugluglú!... Se les hinchaba la tripa, se pusieron colorados, les dieron unas cagaleras… Les tuve que enseñar a beber. No comáis mucho antes de trabajar, no bebáis de golpe, bebed a sorbos. Y les tuve que enseñar a aguantar el sol: poneos el sombrero de paja, meteos un rato a la sombra… Una tarde vine y no estaba ninguno de los chavales. Se habían metido todos en el río, amorrados como las ovejas. ¡Mecagüensós, cabrones, que este mes no cobráis! Pero una vez que cogieron marcha… Buah, daba gusto verlos trabajar. Los abuelos se pasaban la tarde mirándolos desde ahí arriba. Se pegaban unas lloreras…”.

Edorta, que ahora dirige un equipo de cinco salineros y dos trabajadores de mantenimiento, no oculta que este trabajo es muy duro: “Si vienes con la idea de un empleo normal de ocho horas, al segundo día coges el macuto y te vas. La salina está viva, el valle se mueve, los manantiales siguen corriendo, tienes que remover la sal, no puedes dejarla. Si lo has vivido desde niño, no puedes marcharte”. 

síguenos en Telegram

Etiquetas
stats