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Carta abierta a mis camaradas depresivos

El periodista Anxo Lugilde

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Un buen y viejo amigo de Ferrol me contó hace unas semanas que lleva desde agosto sin salir de su casa, hundido en la miseria. Tiene el alma rota, como es propio de quien, como diría Xosé Manuel Beiras, recibe la visita de la “vieja compañera”, a la que los anglosajones llaman el perro negro. Yo en esto, como en los husos horarios, soy 'beirista', aunque como no tengo sus dotes poéticas y, quizás, por mi educación catalana, en realidad prefiera llamar a las cosas por su nombre, directamente.

Mi amigo tiene una depresión de caballo. La atribuye a una ruptura sentimental. Yo ni conozco su peripecia vital con ese detalle ni soy capaz de evaluar si realmente es así, pero sospecho que algo tendrá que ver con el contexto de la pandemia que acelera, multiplica y agrava la enfermedad, como bien sé en carne propia (además de extenderla a territorios corporales en los que antes nunca había entrado). Mis conocimientos en la materia, si bien profundos, son de nivel de usuario, con 32 años de antigüedad oficial. Nunca me interesó nada la teoría, quizás porque ya me llega la danza de dos tercios de mi vida con la vieja compañera, como para encima sentarme a leer sobre ella.

No tenía ni idea de lo que le pasaba a mi amigo de Ferrol. La conexión llegó cuando él supo que vivíamos procesos simultáneos. Fue gracias a que el 25 de octubre hice una de las acciones más importantes y de las que me siento más orgulloso de mi vida. Esa madrugada, mientras al parecer se estaba gestando la declaración de un nuevo estado de alarma, del que no tenía ni idea ni sé mucho hoy -por prescripción facultativa vivo en régimen de desconexión informativa-, grabé dos mensajes, en catalán, para el programa de Rac1 Via Lliure, en el que colaboro los domingos desde hace 5 años, siempre en castellano.

Las grabaciones eran también una práctica de las clases de catalán que acababa de iniciar con Mercè Baró, mi tía postiza de la barcelonesa plaza Lesseps. Por el día que era no se pudieron emitir, porque el director del programa, Xavi Bundó, y su equipo, con su profesionalidad extrema y con el cariño con el que siempre me han tratado, querían aplazarlo para poder hacerlo el fin de semana siguiente. Pero yo tenía miedo a echarme atrás, como ya me había pasado en noviembre de 2019, cuando regresé a antena tras un año y cuatro meses de ausencia. Ese día me recibieron con unos gaiteiros de Catalunya, del grupo Toxos e Xestas, que tocaron 'A Rianxeira' en mi honor en el estudio, en la torre Godó, en la Diagonal, ese rascacielos que la primera vez que visité me hizo sentir muy de la aldea, de Triacastela (mi municipio) pero no del núcleo, si no de Santalla, Vilavella o San Breixo (lugares más remotos). Y ese 10N, en la jornada de las últimas elecciones generales, en mi casa de Compostela, hice un Fraga Iribarne. Lloré de la emoción mientras duró la pieza, de manera que perdí el control de la situación y la oportunidad de salir del armario depresivo, como había planeado, para dar las gracias al equipo que me había tratado en Barcelona, que en su parte fundamental sabía que estaba escuchando Rac1 o que lo haría después, como sucedía con Elizabeth Domínguez-Clavé, psicóloga y mi terapeuta, y Alba Toll, mi psiquiatra, a las que aprovecho para expresar mi gratitud más profunda.

Después vi que si buscabas Anxo Lugilde en Google el algoritmo ofrecía como siguiente palabra “enfermedad”, lo que me pareció un signo de que había oyentes preocupados pensando en que pudiese tener un cáncer o algo peor. El pasado domingo 6 de septiembre, tras un año de maravilla gracias al tratamiento que recibí en verano de 2019 en el Hospital del Mar de Barcelona, empecé una nueva “bajada a los infiernos”, que diría Beiras (el gran ideólogo de los depresivos gallegos contemporáneos), al quedarme en blanco en directo, como ya me había pasado en la TVG en diciembre de 2016, el día de mi última aparición en ese canal.

Lo de 2016 supuso para mí un salto cualitativo terrible en las depresiones que sufría desde 1988, como las que tuve a comienzos de los 90 en La Voz de Galicia de Ferrol, donde mi jefe, Pepe Varela, me apoyó muchísimo. A comienzos de este siglo, ya en la sede central de La Voz, en esas situaciones el entonces director, Bieito Rubido, ejercía, según él, como una especie de hermano mayor, pero, desde mi más que agradecido punto de vista, hacía más bien de padre. Las somatizaciones las tenía en los músculos de las piernas o de la espalda. A partir de 2016 empecé a tenerlas en el cerebro, lo que, cuando me sucede, me deja sin ninguna gana de vivir, con crecientes “deseos de muerte”, que dicen los psiquiatras y psicólogos.

Fue terrible, pero conté desde el principio con el respaldo inquebrantable de mi familia, de mi compañera Xema Aguiar y mis amigos y compañeros de profesión. Se trató de unos apoyos que acabaron superando con creces la intensidad del sufrimiento. Son tiempos muy duros en la comunicación en Galicia, con una situación asfixiante, mientras decidía, aún a costa de perder el 40% de mis ingresos mensuales como periodista free-lancer, alejarme al máximo del control que se ejerce desde San Caetano (la sede de la Xunta) para yo solito, de la mano de los colegas de @defendeagalega de la TVG, con la compañera mártir Tati Moyano a la cabeza, pelear por cumplir y hacer cumplir, aunque sea mínimamente, el artículo 20 de la Constitución Española.

A mí me salvó profesional y humanamente mi segunda patria, Catalunya (en la que me crie y a la que mi familia está directamente vinculada desde 1930 hasta nuestros días). Y en ella, el Grupo Godó, el de La Vanguardia y Rac1, que me trató con una sensibilidad, cariño y solidaridad con los que yo, literalmente el corresponsal del último pueblo de la Península, no contaba, con la mente nublada por la maldita vieja compañera. Jaume Aroca fue el ideólogo y Ana Macpherson y Josep Corbella, los diseñadores del rescate médico. Contó siempre con la bendición unánime y ferverosa de la dirección, antes liderada por el impecable Màrius Carol y ahora encabezada por el entrañable amigo mío y de Galicia (hizo la mili en Cobas, Ferrol, y en A Coruña) Jordi Juan. Entre tanto Susana Quadrado ejerció sus portentosas dotes de psicóloga natural y mi jefa directa, Isabel García Pagán, nunca dejó de darme ánimos (en la versión original en gallego hay muchas omisiones, como la de la montañera Rosa Bosch, sherpa de mi recuperación, la del sabio y lusista Ramon Aymerich, la del comprensivo y cronista en directo de la COVID Lluis Uría, la magnífica Lola García, el intrépido Miquel Molina, el veterano de las trincheras Plàcid Garcia Planas, el sabio de la pluma Joaquín Luna, mi compatriota Suso de Cedeira, el aguerrido Figueredo y seguro que algún otro que me tiene que perdonar la omisión).

Macpherson y Corbella, ahora grandes referencias en la información de la pandemia, me pusieron en 2019 en manos del psiquiatra Víctor Pérez Sola, que continuó el trabajo hecho en Santiago por su apreciado colega Manuel Arrojo. Hubo la feliz coincidencia de que Víctor buscaba para un ensayo clínico internacional, con la empresa Compass, pacientes con mi historial “depresivo de alta puntuación”, que dijo un médico cabeza cuadrada. 

En 2019, después de mi glorioso verano de cobaya en el Hospital del Mar de Barcelona, volví a Galicia, hecho un toro, sin tomar, con todas las bendiciones médicas, ninguna de las 11 pastillas fijas diarias que tenía prescritas sólo unos meses antes. Hice el camino de Ponferrada a mi casa a la entrada de Compostela en sólo siete días. 210 kilómetros, una marca espectacular para un fumador obeso de entonces 49 años. Pero el confinamiento me 'escaralló'. Me rompió el ritmo. Me dejó sin mi Prozac, como gráficamente sostiene Mariona, mi masajista del Claror Marítim de la Barceloneta, que tanto me ayudó y donde también trabaja una de mis salvadoras de los últimos meses, Jessica, la podóloga. Así me quedé en blanco en el Via Lliure el pasado 6 de septiembre, sin que se notase en antena, gracias a que algo de oficio tengo y a que Bundó es un monstruo de las ondas. Entre tanto, Elizabeth Domínguez-Clavé, Beth, mi antigua y brillante terapeuta del Hospital del Mar, que estaba escuchando el programa, conseguía por WhatsApp que el sufrimiento fuese menos intenso. Pero se disparó y fue horrible. Unos días después pasé dos horas en un banco de la Gran Vía de la Barcelona, esquina con Villarroel, sin saber dónde me encontraba, aunque en realidad estaba casi delante del sitio al que iba, la consulta privada que ahora tiene Beth, que recomiendo por su calidad profesional, su calidez personal, su ética inquebrantable y su compromiso insobornable con los pacientes.

Es muy difícil entender lo que se sufre con la vieja compañera si no se tuvo la desgracia de recibir su visita. Las mujeres por lo general acostumbran a comprenderlo mejor que los hombres, aunque es un principio general no muy exacto y hay muchos hombres, como Aroca, Jordi Juan, Bieito Rubido, Óscar Corral, ese gran y mítico fotógrafo gallego, Suso do Dezaseis, el mejor tabernero de Compostela, mi amigo de la adolescencia de Lugo Miguel Rodríguez Docampo, 'El profesional', mi maestro del periodismo Juan Carlos Martínez, Juancho, mi fraternal compañero y amigo Dani Domínguez que sí poseen ese don, aunque ya digo es más habitual en las mujeres, sin que todas lo tengan. Tengo una amiga que padeció una depresión parecida a las mías actuales, con lagunas cerebrales, si bien menos intensa, y después un cáncer de colón. Para mi sorpresa, sostiene que la primera de estas dos dolencias fue mucho peor. Dependerá de cada uno y del tipo de enfermedad, pues con un cáncer de páncreas no sería capaz de hacer la comparación, pues estaría como deseaba y planeaba estar yo hace apenas un mes, muerto, cuando de nuevo tenía la mente colonizada por lo que llamaba “la eutanasia psiquiátrica” y llegué a planificar mi suicidio con un grado de detalle muy superior a mis intentos reales, algo folclóricos de 1991 y 1993. Pero afortunadamente, tras días y días estudiando los planos de los viaductos de Compostela, pues había decidido volver a Galicia a morir, como habría querido hacer mi guía espiritual, Castelao, no tuve las fuerzas, ni el valor ni la egoísta maldad suficiente para hacerlo. Habría matado literalmente a mi madre, a sus 75 años, habría hundido para siempre en la miseria a mi compañera Xema, mi salvadora principal, y a su familia directa. Les habría arruinado las vidas para siempre a mis hermanas María Elena y Begoña, a mis cuñados Juan y Antonio, y sobre todo a mi sobrino Alvarinho, de sólo 14 muy prometedores años. Sería una putada descomunal para “el cabeza de mi familia” que se diría en el franquismo, el coronel, mi primo Pancho, que confinado en su “pazo” del DF dirigió en octubre con maestría la operación de salvamento, de la mano de la capitana María Elena Lugilde en Barcelona y la teniente médica Begoña Lugilde en A Coruña, con la presidenta de la república familiar Mari do Carmo Pardo en su papel de reina madre discreta, que tan bien ejerció y que conociendo su carácter expansivo e hipersociable tanto le costó sobrellevar. (Yo fui ascendido a teniente por Pancho, desde mi grado de recluta cuando me doctoré en Historia Contemporánea, bajo la dirección de ese gran amigo y gran referencia intelectual que es Xosé Manoel Núñez Seixas, en un tribunal presidido por el mítico historiador Ramón Villares Paz y con el entrañable maestro de Sociología Electoral Guillermo Márquez como vocal o secretario, no recuerdo bien).

La depresión va acompañada, aunque en menor medida que en el pasado, de un estigma social terrible, muy interiorizado por los propios enfermos, que nos sentimos culpables y parias. A mí me llevó décadas, y no siempre lo consigo, asumir que es una enfermedad de una parte más del cuerpo, como el corazón, el pulmón o las piernas. Se trata, además, de una patología con una incidencia diferencial en Galicia, a la que los especialistas señalan junto Asturias como la zona del Estado con más suicidios, debido a la falta de luz solar, como ocurre en el norte de Europa respecto al sur.

Ahí está el valor de mi salida del armario depresivo de octubre, nada novedoso por otra parte, pues en Galicia ya lo había hecho en el pasado Beiras o, más recientemente, el escritor Pedro Feijoo, al igual que en Catalunya Quim Monzó, por poner los ejemplos que tengo más presentes. Para los periodistas parecería más duro que para los escritores o los intelectuales, pues parece que nuestra credibilidad y fiabilidad quedan tocadas. Es una tontería, en realidad, y ahí está el testimonio impecable del compañero de la TVG Alberto Mancebo para demostrarlo. Con mi acción me liberé de una pesada carga, cumplí mi obligación con la audiencia que tanto cariño me da (como tan bien captó el compañero tertuliano Carles Fernández el día que con la entrañable Sara González la analizaron en antena) y sobre todo, por lo que vi, ayudé a mucha gente anónima en Galicia, Catalunya y otras partes de España, por los varios cientos de comentarios que leí en Twitter. Sabía que iba a haber un poco de esto, pero nunca pensé que en tal medida. Me ayudó a fortalecer un principio en el que cada vez creo más, fruto de mis experiencias terribles desde 2016, cruzadas ahora con la lacra de una pandemia que, pese a ser tan desigual socialmente, sí equipara un poquito a los seres humanos. Es la fraternidad. El valor de la Revolución Francesa, esa que aún esperamos en parte en Galicia, menos explorado por mí hasta ahora.

Hubo personas que no conocía de nada que me contaron su experiencia, que quizá se animaron a salir del armario depresivo. Y éste, creo yo, es un buen momento para hacerlo, pues hay una mayor sensibilidad con la enfermedad en general y, fruto de la fatiga pandémica, la vieja compañera, la maldita depresión, está más extendida que nunca.

Fue en este contexto en el que me llegó el correo del amigo de Ferrol, cuando yo ya estaba preparando mi nuevo viaje a Catalunya, desde cuya Costa Brava escribo esta traducción del texto de Praza Pública, que, lo siento, pero no voy a revisar antes de poner en Facebook porque ahora mismo estoy exhausto física y emocionalmente. Menos mal que ya estoy acabando. Vine para recibir un refuerzo del tratamiento del año pasado. Y solo con estar en Barcelona me sentó bien. Estaba cerrado en mí, con el baile macabro con la vieja compañera, ese del que hay que sacar a mi amigo de Ferrol. Yo lo puse en las mejores manos que conozco en Galicia, el psicólogo Fernando Lino Vázquez, de Chantada, apodado en el gremio como el entrenador, para los que lo conocen como Fernando. Mi gratitud a él no tiene fronteras ni medidas. Esto puede ser corrupción e ir contra el código Bradlee, ese que el admiradísimo director del Washington Post del Watergate y de los papeles del Pentágono tanto se saltó en su fase de amigo de cámara de Kennedy. Desde septiembre Fernando calculo que me regaló unos 500 euros en terapias, mientras en comunión telepática con Beth, Arrojo, Víctor y Gemma Guarch, mi nueva psicóloga de Barcelona, aplicaba con maestría el protocolo antisuicidios. Así que voy a hacer publicidad pagada desinteresadamente de la consulta de Fernando Vázquez, el gabinete Xuntos, de la avenida de Barcelona de Santiago (en la más feliz de las coincidencias del callejero compostelano, con las meigas, esta vez sí, de mi lado). Conseguí que Fernando, que por fin, creo, va a hacerse catedrático de la USC en febrero, le hiciese un hueco a mi amigo de Ferrol. Pero se resiste a salir de casa. Como no reaccione vamos a tener que montar un comando de asalto.

P.D. Además de los muchísimos apoyos de familiares, amigos, conocidos y desconocidos, quiero destacar el que me dio en estos cuatro años con toda la discreción, cariño, constancia y sabiduría mi amiga Ana Pontón, líder del BNG y jefa de la oposición en Galicia, así como otros muchos cuadros y afiliados del Bloque, como, por ejemplo, Carlos Callón. También al líder de Anova, Antón Sánchez, discípulo de Beiras, que me mandó un correo hace unos días que ya enmarqué en mi corazón. También agradezco con fervor el pronunciamiento público de apoyo por todas las redes sociales, por tierra, mar y aire, del secretario general del PSdeG-PSOE, Gonzalo Caballero, así como el entusiasta, como es él al natural, respaldo de Abel Caballero de Vigo, que me pidió que dijese que “me lo merezco por mi profesionalidad”. También el del líder de Podemos-Galicia, Antón Gómez-Reino. Del PP recibí en público la adhesión del cargo institucional sentimentalmente más sensible para mí, el de la alcaldesa de Triacastela, mi pueblo, y exdiputada del Congreso, Olga Iglesias, que hasta le mandó un queso de O Cebreiro a Jordi Juan, cuando hace unos días recorrí la península pandémica con el coche de Xema, Raio, con olor a chorizos y a empanada, cargado de patatas, lacón, queso, vino y orujo (que Suso do Dezaseis me suministró y Avelino me preparó mientras se niegan por ahora a cobrarme). Hubo algún otro apoyo popular en público. En privado me han llegado montañas, desde la base hasta altas instancias del partido y la Xunta. En algunos casos soy yo el responsable de que no sean públicos, para no arruinar sus carreras políticas. También se lo agradezco al único de los principales líderes políticos gallegos en silencio, su al menos muy coherente decisión de no solidarizarse con mi situación, pues si hubiese actuado con su cinismo habitual me habría puesto ante un difícil dilema, aunque sólo fuese por el respeto que me merece el cargo que ocupa.

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