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The Guardian en español

La junta militar de Myanmar recurre al terror, asediada por una ola de protestas inesperada

Un manifestante pasa por encima de las fotos tachadas del jefe de la Junta Militar, Min Aung Hlaing, durante una protesta contra el golpe militar en Yangon, Myanmar

Rebecca Ratcliffe

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En un primer momento, los manifestantes pegaron con cinta adhesiva carteles con el rostro de Min Aung Hlaing por las calles de Rangún (Yangon), la ciudad más importante de Myanmar. Los soldados no tardaron en retirarlos, pero esto solo sirvió para que poco después los astutos manifestantes volvieran con plantillas para marcar la imagen del líder de la junta en el hormigón a modo de graffiti.

La táctica de la protesta ofrecía cierta protección contra las cargas de los soldados, que en principio tienen prohibido pisar la imagen de su comandante en jefe. También fue una oportunidad para que el público expresara su profundo desprecio por el hombre que les ha arrebatado la democracia.

La toma de poder por parte de Min Aung Hlaing el pasado 1 de febrero ha supuesto el fin abrupto de la transición de Myanmar tras décadas de gobierno militar a un sistema más democrático y ha desatado la furia en todo el país. Para los militares ha supuesto uno de los mayores desafíos en sus 80 años de historia, ya que los manifestantes han salido a las calles de ciudades, pueblos y aldeas, y un gran número de ellos se ha declarado en huelga, paralizando el comercio, los bancos y los sistemas de transporte.

“Ha sido un error de cálculo de estrategia mayúsculo por su parte”, señala Richard Horsey, analista político independiente. Según él, todo parece indicar que en un primer momento los militares subestimaron el alcance de la oposición pública. “Pero creo que todavía tienen la esperanza de ganar esta partida”.

El manual autoritario del pasado

Ante la oposición de la sociedad en su conjunto, los militares han desatado una campaña de terror y caos. Los manifestantes son detenidos, golpeados brutalmente y, cada vez más, asesinados a tiros. Al anochecer, camiones llenos de soldados circulan por las zonas residenciales disparando indiscriminadamente y lanzando granadas aturdidoras.

Todas las noches se producen redadas en las casas, los agentes van de puerta en puerta deteniendo a los manifestantes y a quienes consideran que les ayudan. Han detenido a unas 1.800 personas, aunque probablemente esta cifra sea inferior a la real.

“El grado de violencia e intimidación que están ejerciendo está creando un manantial de odio y oposición que está cohesionando a gran parte del país”, añade Horsey. “Podrán desplegar la violencia necesaria para imponer su voluntad, ¿pero después qué?”. En este sentido, subraya que los militares tendrán que dirigir un país con profundas y múltiples crisis y con un apoyo nacional e internacional mucho menor.

Todo parece indicar que Min Aung Hlaing calculó que las protestas serían más fáciles de reprimir y que podría ganarse el apoyo de la población decepcionada con el liderazgo de Aung San Suu Kyi, que llegó al poder en las elecciones de 2015, las primeras elecciones libres en décadas. Hasta ahora, ambas suposiciones han resultado erróneas.

“Creo que el consejo de administración del Estado –la junta– probablemente calculó que habría manifestaciones, pero subestimó cuán continuas y creativas serían”, indica Moe Thuzar, coordinador del programa de estudios sobre Myanmar en el Instituto ISEAS-Yusof Ishak de Singapur. También subestimaron el posible impacto del movimiento de desobediencia civil de los manifestantes. Un gran número de personas han dejado sus puestos de trabajo, paralizando el país. Ante una oposición tan generalizada, la Junta recurre ahora al manual autoritario del pasado.

El uso brutal de la violencia por parte de los militares se traduce en un número de manifestantes mucho menor. Sin embargo, muchos siguen negándose a ir a trabajar, cada vez más porque tienen demasiado miedo de hacerlo cuando los militares están en la calle.

El general que soñaba con gobernar

Min Aung Hlaing asumió el cargo de comandante en jefe en 2011, cuando Myanmar iniciaba la transición a la democracia, en virtud de una Constitución que otorgaba importantes poderes a los militares. Se iba a retirar pronto y era ampliamente conocido que aspiraba a ser presidente, un cargo que la Liga Nacional para la Democracia (LND), el partido de Aung San Suu Kyi, se negaba a concederle.

En una entrevista con Russia Today el pasado mes de junio, una presentadora elogió sus cualidades de liderazgo antes de añadir que esperaba que “fuera capaz de desempeñar funciones con autoridades superiores en interés del país, del mundo y de la paz mundial”. Él respondió: “Siempre ha sido mi deseo”.

Cuando la opción de los militares se vio humillada en las elecciones de noviembre, y quedó claro que las ambiciones de Min Aung Hlaing no se harían realidad en las urnas, los militares acusaron a la LND sin pruebas de haber cometido fraude electoral, alegaciones que utilizaron para justificar el golpe.

La relación de Min Aung Hlaing con Aung San Suu Kyi era tensa y al parecer casi no había comunicación directa, ya que ambos parecían temer lo que su homólogo estaba tramando. Los analistas creen que los generales estaban enfadados por lo que consideraban la arrogante negativa de Aung San Suu Kyi a considerar sus reservas en torno a los resultados electorales del año pasado, lo que no hizo más que aumentar el temor de los militares a quedar marginados tras haber aceptado compartir el poder.

De hecho, los militares han conservado enormes poderes, entre ellos, la competencia en Defensa, y reciben una partida presupuestaria mayor que la de Sanidad y la Educación juntas. También han conservado sus lucrativos negocios.

Los grandes daños que sufre el país

Desde el golpe de Estado, algunos gobiernos occidentales han intentado atacar los intereses financieros del Ejército para presionar al régimen y que de esta forma actúe con moderación, aunque el movimiento de huelga está causando un daño mucho mayor del que podrían causar las posibles sanciones.

Thuzar indica que la cifra varía según los ministerios, pero en el de Recursos Naturales y Medioambiente, el 56% se niega a trabajar, según una estimación. “Incluso si sólo hace huelga la mitad de los agentes de aduanas de un punto de comercio fronterizo, las personas que se supone que procesan las mercancías que llegan, eso ralentiza las cosas y afecta a la cadena de suministro”, afirma.

Una de las medidas más brutales contra los manifestantes se ha aplicado contra los trabajadores de los astilleros que se habían negado a trabajar, lo que al parecer ha paralizado el comercio. “La situación pone a prueba la unidad de los militares como probablemente nunca antes”, señala Horsey.

No hay indicios de que los generales puedan volverse contra Min Aung Hlaing, aunque no es descartable que se produzcan divisiones. La mayoría de los analistas coinciden en que el ejército es tan opaco que no hay forma de saber si existe desacuerdo. “Lo único predecible es que los militares tienen la capacidad de intensificar la violencia y tratar de poner fin a esta situación”, indica David Mathieson, analista independiente de Myanmar. “¿Pero a qué precio?”

Traducido por Emma Reverter

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