El calor y el ciclo menstrual a veces no son buenos aliados. Parece claro que las altas temperaturas pueden influir en nuestro estado de ánimo, en la duración y volumen del sangrado menstrual, e incluso en la severidad de los síntomas premenstruales. Lo que no creo que esté tan claro es si tiene algún efecto sobre la incomodidad que aún hoy genera hablar en público sobre ello. Porque asumo que puede que parte de ustedes estén sintiéndose incómodos con el tema de hoy. Es normal, y no me voy a molestar si es así. Al fin y al cabo, no estoy tan lejos de aquella época en la que ocultaba mis tampones de las miradas ajenas cuando necesitaba cambiarme en el instituto o en la facultad. Y eso que en mi entorno el tema se trataba con bastante naturalidad. Cosas de haber crecido rodeada de una amplia mayoría de mujeres.
No obstante, ese malestar generalizado ante cualquier conversación que implique a la regla no es nada nuevo. De hecho, recientemente he tenido que preparar un texto académico en el que hablo sobre este asunto, y no he podido resistirme a tratarlo hoy con ustedes. Porque si en este espacio vamos a hablar de historia de las mujeres es propio también hablar sobre cómo los hombres han construido el discurso hegemónico sobre lo que nos pasa cada mes. O más o menos cada mes.
Somos herederas de una cultura muy concreta, salpicada de ideas que nacen en la antigüedad y evolucionan con las aportaciones del espectro judeo-cristiano. Así, si echamos la vista atrás podemos encontrar a numerosos autores que hablaron sobre qué es la menstruación y por qué se produce. La cuestión no es baladí: conocer este discurso nos ayuda a entender cómo ha evolucionado la concepción social de la fisiología femenina y cómo se ha creado la idea de que este es un tema del que no se habla en público.
Podríamos hacer un viaje al pasado muy largo en nuestra máquina del tiempo particular en busca de testimonios sobre lo terrible que es la menstruación, pero vamos a hacer una primera parada en la cultura judía antigua. Es cierto que podía mencionar aquí a Plinio el Viejo, que consideraba que la sangre menstrual contaminaba la tierra y provocaba abortos en los animales, pero como no puedo detenerme en todos y cada uno de los señores que hablaron sobre la regla, voy a centrarme en otros. Aunque he de reconocer que es muy sugerente pensar que aquello que me decía mi madre de que no podía ayudarle a trasplantar los geranios si estaba en esos días tiene alguna relación con el bueno de Plinio.
Así nos encontramos con varias citas en el Antiguo Testamento que nos lo dejan claro. En Levítico 15:19-30 deja claro que “La mujer que padece un derrame, tratándose de su sangre, permanecerá en su impureza por espacio de siete días.” Asimismo, el hombre que toque o yazca con una mujer menstruante se contagiará de esa impureza, que permanecerá en él incluso varios días. Establece cuál debía ser el ritual que la mujer debía realizar para limpiarse (implica el sacrificio de dos tórtolas, así que no entraré en detalles por si hiero la sensibilidad de alguna lectora o lector).
Vamos a dar un salto en busca de la herencia que este punto de vista dejó en el cristianismo. Los Padres de la Iglesia mantuvieron en gran medida esta visión. Entre ellos podemos destacar a san Jerónimo, que también defendió la impureza de la mujer durante la menstruación. Además, con el paso del tiempo, los distintos tratados que intentaban explicar el porqué de este sangrado periódico en las mujeres lo relacionaron con ideas propias de su época respecto a la fisiología del cuerpo de la mujer.
Los tratados médicos medievales consideraban el flujo menstrual como “sangre corrupta” producida por la incapacidad femenina para transformar adecuadamente los alimentos debido a su naturaleza fría y húmeda. Esta visión patologizante del ciclo natural femenino se justificaba mediante referencias a Aristóteles e Hipócrates, quienes vinculaban la periodicidad menstrual con la inestabilidad humoral femenina. Por su parte, autores como el hombre escondido bajo el apelativo Paucapalea afirmaba lo siguiente:
“No se permite a las mujeres visitar una iglesia durante su período menstrual o después del nacimiento de un niño. Esto es porque la mujer es un animal que menstrúa. Por tocar su sangre, las frutas no madurarán. La mostaza se degenera, la hierba se seca y los árboles pierden su fruto antes de tiempo. El hierro se enmohece y el aire se obscurece. Cuando los perros la comen, adquieren rabia.”
Incluso la literatura de santos hablaba sobre la menstruación, asociándola a “curaciones milagrosas” de sus desórdenes. Tenemos muchos ejemplos, pero vamos a mencionar solo uno, el de los santos Cosme y Damián, patronos de Arnedo. Se trata de un milagro post mortem, en el que la noble Justina sufría un flujo menstrual ininterrumpido durante tres años (si unos cuatro o cinco días a veces son un calvario, imagínense tres años) que, según los textos, “la debilitaba hasta hacerla parecer un fantasma”. Tras orar ante las reliquias de los santos médicos, el flujo cesó instantáneamente.
La cosa no mejoró mucho con el paso de los siglos. La visión médica masculina de la menstruación entre los siglos XVI y XIX estuvo profundamente marcada por la herencia galénica y la teoría de los humores, que consideraba a las mujeres como seres intrínsecamente desequilibrados y deficientes.
En el siglo XVI prevalecía la tesis de que la influencia de la Luna era una prueba de que la mujer era “un trabajo imperfecto de la naturaleza”, mientras que los médicos interpretaban la menstruación como una necesidad biológica derivada de la frialdad y humedad femenina según las teorías galénicas. La pérdida mensual de sangre era considerada clave para estabilizar los humores, ya que se creía que las mujeres eran más débiles e incapaces de mantener sus humores bajo control, lo que reforzaba la percepción de inferioridad femenina y justificaba múltiples restricciones sociales y religiosas, como no poder recibir la comunión.
Esta visión alcanzó su punto más extremo a finales del siglo XIX, cuando algunos médicos estadounidenses creían que la menstruación era una enfermedad, llegando a afirmar que actividades como estudiar durante la menstruación podían interferir con el desarrollo reproductivo. Estas concepciones médicas, lejos de ser meramente teóricas, se tradujeron en tratamientos herbarios y restricciones que limitaron la participación femenina en la vida pública y académica durante siglos. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.
Parece evidente que la herencia que hemos recibido sobre estos aspectos de la vida femenina puede estar detrás del déficit alarmante de estudios médicos centrados en los cuerpos de las mujeres, en la menstruación y sus desórdenes o en enfermedades exclusivamente femeninas como la endometriosis o el ovario poliquístico. Poco a poco vamos sacudiéndonos estos restos de un pasado oscuro, pero aún nos da vergüenza que se nos vea con un tampón o una compresa en la mano cuando estamos en público y necesitamos cambiarnos. Y ello no es más que un signo de que aún queda mucho por hacer.