Calle de Quiñones, la de la cárcel de mujeres

La calle de Quiñones es una vía que pasa sigilosa por el callejero, una callecita anónima y poco concurrida que lleva con modestia sus méritos. En tiempos se llamó de Santo Domingo, pero recogió el apellido de Elvira de Quiñones, mujer notable que tuvo aquí, en la esquina con la calle del Acuerdo, una de las primeras imprentas de la ciudad.

Decía Dalí que al romancero de Lorca “le faltaban tranvías” para ser moderno, podríamos decir en la misma línea que a la calle de Quiñones le sobran motos para evocar al pueblecito del XVIII de la vecina plaza de las Comendadoras. Situándose en el medio de la calle la vista se topa a un lado con convento e iglesia de las Comendadoras, al otro lado con el monasterio de Nuestra Señora de Monserrat, y en el tramo de San Bernardo donde desemboca, con los muros amarillentos del Monasterio de la Visitación. Pero están las motos.

Junto a las aceras de la calle Quiñones se encuentran todos los días interminables líneas de motocicletas aparcadas pertenecientes a dos talleres que provocan que más de un vecino se refiera a la calle como “la de las motos”.

Existen además en la calle de Quiñones un par de bares que, cada uno en su estilo, cuentan con muchos años y asiduos, el Moloko, que lleva cerca de quince años ofreciendo descargas de punk-rock cada noche, y Casa Antonio, una tasca de sabor añejo que cuesta creer que 'sólo' lleva abierta desde 1964.

Un Monasterio preside la calle

El rincón de más lustre de la calle es la esquina de San Bernardo donde se levanta la imponente torre de la iglesia del Monasterio de Nuestra Señora de Monserrat. La valiosa torre de Pedro de Ribera figura en las páginas principales de los catálogos de arte barroco madrileño y tras haber estado en un preocupante estado de conservación luce como nunca después de los trabajos de conservación de los años ochenta. Si esa iglesia tuviera una torre siamesa al otro lado probablemente estaríamos hablando de un punto ineludible para todas las visitas guiadas.

El monasterio fue fundado por Felipe V para alojar a los monjes benedictinos que venían huyendo de Cataluña de la Guerra dels Segadors de 1640. Los benedictinos salieron de allí en 1836 tras la desamortización de Mendizabal, aunque los monjes pasaron en realidad pocos años fuera: a principios del siglo XX volvieron a la parte que no ocupaba la cárcel de mujeres que allí se estableció, y pasada la posguerra recuperaron todo el complejo.

Con la cárcel prendida en la memoria

Numeras son las mujeres que pasaron por la Casa Galera, la cárcel femenina de Madrid situada en el monasterio después de la desamortización. Aunque prácticamente no hay documentación los pocos testimonios que se conservan nos hablan de un centro insalubre donde las religiosas se afanaban en la “regeneración cristiana” de las presas, encadenadas a la máquina de coser tanto como a aquellos muros. En sus alrededores vivía Luisito Cadalso, el protagonista del Miau de Galdós.

Cuando Victoria Kent se convierte en Directora General de Prisiones durante la Segunda República sus esfuerzos se centran en sustituir el ideal represor de las prisiones tradicionales por una vocación reeducadora, y la vigilancia de las órdenes religiosas hacia las reclusas por un cuerpo especializado. Es la diferencia que va de la cárcel de Quiñones a su “Cárcel Moderna” inaugurada en Ventas en 1933. Curiosamente las funcionarias de Victoria Kent ensayarían sus nuevas teorías en Quiñones antes de la inauguración de la cárcel de Ventas. La Pasionaria, que estuvo presa allí en 1932, cuenta en sus memorias que «no trataban mal a las reclusas, sobre todo en los primeros tiempos, cuando necesitaban abrirse camino, en sustitución de las monjas».Y eso que Ibárruri no profesaba muchas simpatías por aquellas mujeres “pequeño burguesas”.

El sueño de Victoria Kent de cerrar la casa Galera del viejo monasterio se cumplió, pero con la posguerra las mujeres volvieron a habitar sus celdas. Hacia 1940 se crea allí la clínica psiquiátrica penitenciaria. Antonia García, residente forzosa, cuenta en sus memorias que “Hicieron una prisión para locas en Quiñones y nos llevaron a todas las que teníamos fuertes dolores de cabeza. Para ellos éramos locas”. Una vez más las monjas volvían a vigilar a las reclusas, en peor situación que nunca.

Los vecinos de más tiempo tienen aún muy presente la prisión, “cuyos barrotes en las ventanas han estado ahí hasta antes de ayer como quien dice”. Pepe siempre ha vivido allí y cuenta que su madre y las otras mujeres contaban historias terribles del penal cuando él era pequeño.

Una cárcel, la imprenta de una importante dama castellana, monjes huidos de una sublevación...esperamos que el paseante apresurado de la calle Quiñones vea después de este artículo algo más que líneas interminables de motocicletas.