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De niñas queríamos ser princesas, de adultas solo queremos que nos dejen en paz

29 de octubre de 2025 06:01 h

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Se acerca Halloween y vengo a contaros una antigua historia de terror. No una cualquiera, sino una de esas basadas en hechos reales, que ponen los pelos de punta no por lo que imaginamos, sino por lo que reconocemos. Es una historia vivida por muchas, contada desde mi propia biografía, y en la que sospecho que más de una se verá reflejada. Perdón por el spoiler, pero dicen los expertos que en el inicio debe crearse gancho.

Acabo de pasar el fin de semana encerrada en casa. Gripe A, febrícula, paracetamol, agua y mucho tiempo de reposo. Después de dos miniseries de Netflix y terminarme dos libros que tenía a medio, recuperé un poco de fuerza y empujada por el sentimiento de culpa producido por la poca productividad de los días anteriores (gracias, capitalismo), inventé algo útil que hacer con mi mañana de domingo: ordenar un par de cajas que aún tenía pendientes de la mudanza. A los cinco minutos de empezar a desembalar, me tropecé con una libreta de dibujos de cuando era niña –y hasta aquí mi falso momento de eficiencia, porque lo que encontré en aquel cuaderno me hizo dejar la tarea a medio y coger el portátil para empezar a escribir lo que estás leyendo ahora–.

En todos los dibujos, perfectamente pintados sin salirme en ninguno de la línea, aparecían mujeres que dibujaba siempre con un vestido, melena larga, pechos grandes, cintura estrecha y piernas largas al descubierto rematadas en tacones de aguja. Ninguna de las mujeres de mi entorno se correspondía demasiado con aquellos garabatos que yo reproducía en bucle cada vez que quería representar a una chica. Menos aún mi referencia más próxima: mi madre lleva el pelo a lo garçon desde los quince años, su podólogo le prohibió el uso de tacones desde antes de su nacimiento y siente un odio poderoso hacia sus piernas que le lleva a usar siempre un discreto pantalón que no le haga correr el riesgo de ponerlas al descubierto. No vaya a dejar tuerto a algún varón despistado que se atreva a posar su mirada en tal abominación de la madre naturaleza.

Bien, ¿de dónde saqué yo esa imagen en la que las chicas gastan tacón alto, pintalabios carmín y largas pestañas? Por lo visto, en mi cabeza había una clara relación entre feminidad y belleza. Una mujer que no es bella es menos mujer, debió concluir en algún momento mi cerebro infantil.

No es ningún disparate que la Blanca de siete u ocho años llegara a aquel razonamiento: ¿dónde había visto yo una princesa fea?, ¿quién hubiera salvado a la bella durmiente si solo hubiera sido durmiente? En todos los cuentos, tebeos, películas o leyendas, las mujeres se ganaban su lugar en la historia gustando, siendo bellas. A excepción, por supuesto, de las villanas, que eran feas y, por tanto, malas. O malas y, por tanto, feas. Como se quiera.

Una niña de siete años ya sabía que ser bella era una obligación.

Vaya, ¡qué puto miedo que una niña de siete u ocho años hubiera llegado a aquella reflexión sin saber siquiera lo que había procesado su inocente ingenio! Me encantaría deciros que hasta aquí la historia de terror, pero desgraciadamente este era solo el principio.

El inicio de una vida en la que no iba a dejar de recibir mensajes como este: Desde no pintar por fuera de la línea, hasta: “¡Mantén la línea! Define tu silueta. Alisa tus contornos. Afínalos. Perfila el perfil. Da el perfil. Sostén el tipo. Limita, acota, no pierdas la forma. ¡Mantente en forma! Contente, no te salgas de los márgenes, ni de la horma ni por la tangente. Ahí está el borde. No desbordes, ¡coge la goma y borra eso! Conserva la línea, la forma, la silueta, el tipo, la figura y el contorno. Recorta por la línea de puntos, dobla las pestañas de papel y listo; ya tienes la muñequita de Mujer.”

Este último párrafo no lo escribo yo, sino Naomi Wolf en ‘El mito de la belleza’, pero lo reproduzco íntegro, no solo porque me identifique en él, sino porque sirve de muestra de que este mal nos afecta a las mujeres prácticamente de manera universal. Por mucho que tú, tradwife, no te des por aludida.

El amor se gana a través de la belleza: esa fue mi primera lección.

No tardaría en tratar de aplicarme ese dibujo a mí misma. En machacarme día tras día, año tras año, por encajar en ese molde. Ayudó, sin él saberlo, pero de buena gana, mi primer amor. Durante mi adolescencia, esa etapa en la que somos especialmente vulnerables, tuve el tino de elegir a alguien siempre dispuesto a opinar sobre mi apariencia. A echar leña al fuego del autodio. A animarme a empezar a construir los trucos que, con el tiempo, iría perfeccionando yo solita y con los que enmascaré un trastorno de la conducta alimentaria (TCA) con el que, por cierto, sigo batallando a día de hoy.

Con él aprendí sobre compensación: “Hoy cenamos McDonald’s y mañana no desayunas”. Me explicó aquello de que el amor se gana a través de la belleza: “Te quiero más cuando estás más guapa”. Y me ayudó a dejar de ver el deporte como algo que no me gustaba. Ahora podía reconciliarme con él, puesto que salir a correr me ayudaba a perder calorías. Cultura del ejercicio compensatorio, bienvenida a casa.

Pongo estos ejemplos, no por avivar malos recuerdos, ni por demonizar ciertas figuras, sino porque sé que muchas hemos tenido esta influencia en nuestras vidas. Una energía masculina, alguien a quien admirábamos y en quien confiábamos, que llegó en plena construcción de identidad para reforzar aquella idea a la que ya nos inducían los cuentos infantiles: sé bella si quieres ser. Admitida, querida, aceptada, vista, valorada. La moneda de cambio es innegociable. Apáñatelas tú para conseguirla.

Una figura que hay que vigilar con especial atención. No queremos quemar a nadie en la hoguera, pero tampoco seguir acunando en nuestros regazos criaturas que sostengan y perpetúen este tipo de violencias sistémicas bajo la débil excusa de “no haberse dado cuenta”. Date cuenta. Presta atención. Lee y escúchanos cuando contamos historias como esta. Sostenlas, por incómodas que te parezcan, y, sobre todo, deja de cuestionarnos.

La vida siguió. De adolescente a universitaria, de universitaria a adulta. Probé el gimnasio, el veganismo, el running, la natación, la dieta keto, el ayuno intermitente, la cinta, el spinning, la nutricionista, el no comer carbohidratos, eliminar el gluten, hacer más de 10.000 pasos al día, el pilates, las infusiones de cola de caballo, los batidos detox, el realfoodismo, la pulserita cuenta pasos, los vídeos quemagrasa, las proteínas, la báscula, las aplicaciones cuenta calorías… Todo esto mientras asistía a un proceso de terapia prácticamente constante y llevaba una vida funcional, completamente normal.

El capitalismo alimenta nuestra insatisfacción bajo la promesa de satisfacerla.

En el camino comencé a hacerme preguntas importantes: ¿viviría siempre insatisfecha con mi imagen?, ¿le pasaba lo mismo al resto de mujeres?, ¿y por qué a los hombres no parecía ocurrirles en la misma medida?, ¿por qué, cuanto más adelgazaba, más quería hacerlo?, ¿cómo era mi cuerpo?, ¿no me engañaban cuando me decían que ya era delgada?, ¿de verdad había conseguido hacerme lo suficientemente pequeña?, ¿y ahora?, ¿y ahora?, ¿y ahora?, ¿ya?.

Nunca llegó el “ya”. Pero en este largo interrogatorio di con alguna que otra pregunta clave: ¿a quién beneficia la creación de este ideal que nos hace vivir infinitamente insatisfechas con nosotras mismas? “Si queremos saber a quién beneficia esta campaña, sigamos el rastro del dinero, el rastro del poder: Las economías occidentales dependen absolutamente de la perpetua remuneración insuficiente que reciben las mujeres”, me chivó también una lectura de Naomi Wolf.

Eureka, todo era una cuestión económica. ¡Claro! ¿Os imagináis lo que pasaría si todas las mujeres dejáramos de comprar cremas antiedad, de ir a la nutricionista, de pagar el doble por todo lo etiquetado como light?, ¿qué ocurriría si no nos hiciéramos la manicura, ni nos compráramos el vestido de la temporada en la cadena low cost de turno, ni fuéramos a la peluquería o a la este a hacernos el láser o a pincharnos los labios?

Efectivamente, el capitalismo alimenta nuestra insatisfacción bajo la promesa de satisfacerla. La vieja fórmula sigue funcionando: crea el problema y ofrece la solución. Total, sólo está mercadeando con nuestra autoestima y azuzándonos a que busquemos la belleza mediante las esperanzas y miedos que él mismo fomenta.

¿Lo peor? Y aquí es donde más autocompasión se me despierta pensando en nosotras mismas: no es solo que seamos nuestras principales torturadoras, sino que nos negamos a verlo y lo disfrazamos de rutinas saludables y autocuidado. Han conseguido hipnotizarnos, convertirnos en una marioneta más del sistema para que seamos su arma más poderosa. Esclavas, tributos voluntarios.

De verdad, no lo digo yo. Mira: el estudio The Real State of Beauty, realizado por Dove en 2024, muestra que el 72 % de las mujeres se sentían considerablemente presionadas para atractivas. Sin embargo, la mayoría de ellas creía que esa presión la ejercían ellas mismas. Es decir, que preferimos asumirnos la responsabilidad. Nos la colaron de nuevo.

Quizás ser fea sea un acto de resistencia.

Está claro que cuando elegimos ponernos a dieta, tomamos esa decisión libremente. Nadie nos amenaza con una pistola en el cuello antes de pagar la cuota en el gimnasio, pero ¿tenemos en cuenta los mil condicionantes que nos llevan a estos comportamientos? Y más aún: ¿somos conscientes de que una mujer no es libre de dejar de hacer estas cosas sin sufrir las consecuencias? Cuando hablo de consecuencias me refiero a ser juzgadas y recibir menos oportunidades. Porque seamos francas; nos sentimos incómodas cuando subimos de peso, no llevamos maquillaje o no estamos depiladas. Todo eso también es una consecuencia, aunque sea indirecta.

Os propongo algo, como ejercicio de equipo. Hagámoslo juntas: reconozcamos que los ideales que guían nuestros juicios no nacen de nosotras mismas. Estoy convencida de que solo al tomar conciencia de ello podremos empezar a sacudirnos un poco esta influencia.

Pero no te despistes, no bajes la guardia todavía, porque aquí precisamente es cuando llega el plot twist, el revés inesperado y por ello la parte más difícil. Una vez conscientes, preguntonas, reacias a seguir participando de este bucle irresoluble, lo más lógico sería pensar que hemos resuelto el acertijo. Ahora ya dispongo de herramientas críticas, sé cómo funciona el mito y por qué construyeron el cuento. Entonces, ¿por qué no soy capaz de aceptarme y dejar de lado estas conductas alienantes?

Este despertar empeora nuestro malestar porque a la insatisfacción se le une la culpa. Pilladas, de nuevo. Callejón sin salida, de vuelta al bucle.

Chicas, yo no sé vosotras, pero estoy agotada.

Quizás ser feas, o sencillamente no estar dentro del canon, sea un acto violento. Pero también puede ser un acto de resistencia, y eso me empodera. Porque la imagen que las mujeres tenemos de nuestro cuerpo es, en el fondo, una cuestión política, profundamente feminista. Y no pienso bajarme de esta lucha. Seguiré, cansada, pero seguiré.

Tal vez la crítica a la belleza nos haya dejado confundidas. Yo misma ya no sé si quiero ser guapa y delgada y mala feminista, o fea y gorda y buena feminista. Pero quizá no se trate de eso. Quizá se trate de seguir despiertas, incómodas, preguntonas, respondiendo cada vez con más consciencia a este sistema del odio.

Para que cada vez haya menos niñas creciendo y viendo cómo sus madres tapan sus piernas. Yo nunca se lo confesé a la mía, pero me encantaba que no llevara el pelo como el resto de mamás.

Sigamos creando otros referentes, que no estén dispuestas a hipotecar sus cuerpos a cambio de una falsa promesa, para que, allá por 2105, alguna niña dibuje mujeres con los pechos pequeños, las piernas grandes o la piel manchada. Mujeres, quizás, con zapatos planitos, planitos. Que son, sin duda, mucho más cómodos.