Cuatro medidas para evitar el lawfare

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Tras la desconcertante crisis personal experimentada por Pedro Sánchez durante la pasada semana, España aguarda expectante el anuncio de medidas concretas para frenar el lawfare. Quienes niegan la existencia de estas prácticas antidemocráticas están ya, sin fundamento, poniendo el grito en el cielo por lo que supuestamente vendrá. Quienes, por el contrario, sabemos que supone un grave problema para el funcionamiento de nuestra democracia, tenemos la esperanza de que se actúe con decisión.

Hasta ahora, la atención se ha centrado en el Consejo General del Poder Judicial. Es comprensible, tras más de cinco años de bloqueo auspiciado por el PP, el ambiente en el tercer poder del Estado se ha vuelto irrespirable. Con los vocales del Consejo haciendo política descaradamente, mientras un grupúsculo de jueces activistas se esfuerza en revertir el resultado de las urnas a golpe de sentencia, el prestigio de la magistratura atraviesa uno de los peores momentos de su historia. 

Pero, en lo que al lawfare se refiere, la renovación del CGPJ no es la única solución posible. De hecho, supone un abordaje indirecto del problema. Al fin y al cabo, estamos hablando de un órgano de naturaleza administrativa, que, si bien es cierto controla el ejercicio de la potestad disciplinaria sobre jueces y magistrados, no dicta resoluciones judiciales. El Consejo puede amparar, tal y como viene haciendo, el ejercicio del lawfare por parte de algunos miembros del Poder Judicial, pero no practicarlo por sí mismo. Por eso, su renovación pondrá más difícil a los jueces activistas hacer política desde el estrado, exponiéndoles a sanciones u obstaculizando su ascenso, pero no acabará por completo con la posibilidad de que sigan instrumentalizando la Justicia para atacar a sus rivales ideológicos. Desbloquear la renovación de este órgano constitucional supone, sin duda, un imperativo constitucional indispensable para normalizar la situación del Poder Judicial, pero no solventará per se el problema del lawfare.

Existen, no obstante, otras medidas menos conocidas por la opinión pública que en su conjunto podrían poner coto a la instrumentalización política de los procesos judiciales, con la ventaja de servir, además, para modernizar nuestra Justicia, adecuarla a los estándares internacionales y homologar nuestro sistema judicial al de los países de nuestro entorno. A continuación, se plantean cuatro de ellas que, por su obviedad y concreción, resultan particularmente indicadas:

Primera: la superación de la figura del juez de instrucción en favor del fiscal investigador y el juez de garantías. El código legislativo que regula nuestro proceso penal, la LECrim, tiene casi 150 años, se encuentra totalmente obsoleto e impone un sistema de enjuiciamiento superado en la práctica totalidad de países del mundo. En el centro de esta construcción procesal decimonónica se encuentra la figura del juez de instrucción, que es quien a día de hoy impulsa, de oficio, la investigación de los delitos. Encomendar la investigación penal a un órgano judicial y no al fiscal supone, además de un anacronismo, la principal puerta de entrada al lawfare.

Actualmente, en España, un juez instructor puede, sin necesidad de que nadie se lo pida, iniciar un proceso contra cualquier persona y, en el marco del mismo, decidir sin cortapisas que hechos son los que desea investigar. Si luego la cosa queda en nada o nadie llega nunca a sostener una acusación contra esa persona, la causa se archiva por el propio juez y el daño reputacional queda hecho…

Estamos ante una quiebra del principio acusatorio tan difícil de justificar que incluso la UE nos ha obligado a prescindir de esta figura en los casos donde conoce la Fiscalía Europea. De hecho, su disfuncionalidad ha sido reconocida expresamente tanto por el PP como por el PSOE, que ya en 2001 acordaron mediante un gran Pacto de Estado para la Justicia renovar el modelo y atribuir la investigación al fiscal bajo la tutela de un juez de garantías; que en vez de indagar vela por el respeto a los derechos de las partes. Esa fue precisamente la propuesta que hizo el ministro Ruiz Gallardón en 2013, cuando presentó su borrador de Código Procesal Penal, elaborado bajo la dirección del magistrado del Tribunal Supremo Manuel Marchena. Hoy, sin embargo, los populares parecen haber olvidado su compromiso histórico con la modernización de nuestra justicia penal. Saben, como todos, que superar de una vez por todas la figura del instructor evitaría en buena medida la indeseable judicialización de la política. 

Segunda: Regular el ejercicio de la acción popular. Nuestro sistema jurídico es el único del mundo que permite ejercer la acusación penal a cualquier persona, física o jurídica, pese a no ser víctima ni afectada por el delito cuyo castigo se solicita. Esta singularidad está consagrada en el artículo 125 de la Constitución como una forma de participación ciudadana en la Administración de Justicia, pero no se encuentra suficientemente regulada en la ley, lo que ha dado lugar a su utilización torticera por parte de partidos políticos y entidades opacas como Manos Limpias. El histórico de querellas sin fundamento presentadas para desprestigiar a personajes públicos bajo la forma de acusación popular es largo. Y, al igual que ocurre con la iniciación de oficio por parte del instructor, puede que el proceso finalmente no prospere, pero una vez presentada la querella, el daño reputacional está hecho. Regular de forma razonable esta institución, estableciendo límites lógicos y consecuencias para quienes abusan de ella, resulta fundamental de cara a garantizar así que sirva a su propósito original

Tercera: Recuperar la responsabilidad civil de jueces y magistrados por sus propios actos. Cuando un órgano judicial perjudica injustificadamente a alguien, se producen dos tipos de responsabilidad: objetiva y subjetiva. La objetiva es del Estado como último responsable del funcionamiento de la Administración de Justicia; la subjetiva es de los concretos jueces que dictaron indebidamente la resolución perjudicial. Dentro de la responsabilidad subjetiva puede distinguirse, a su vez, entre la disciplinaria, que dirime el CGPJ; la penal, que tiene lugar cuando la actuación de juez o magistrado es, además, constitutiva de delito y la civil, que tiene que ver con la obligación general de reparar el daño causado por parte de quien lo causa. Es decir, el juez responde como juez ante el gobierno del Poder Judicial; como ciudadano ante la sociedad y como particular ante quien perjudica. Por eso, debería indemnizar con su propio patrimonio cuando produce, a sabiendas o negligentemente, un daño injusto mediante sus resoluciones.

Así era al menos hasta 2015, momento en que el gobierno de Mariano Rajoy, a través de la Ley Orgánica 7/2015, eximió a la judicatura de la responsabilidad civil sobre sus propios actos. Desde ese día, a diferencia del resto de trabajadores públicos y privados, los miembros del Poder Judicial no responderán con su patrimonio de los daños que puedan causar por su mala praxis, a no ser que sea constitutiva de delito y así se demuestre. La recuperación de esta forma de responsabilidad que fue eliminada sin justificación alguna podría jugar un importante papel en los casos de lawfare.

Cuarta: Transformar los juzgados en tribunales de instancia. Que, tal y como pasa a día de hoy, los jueces recién incorporados a la carrera judicial decidan individualmente sobre las primeras etapas del proceso, contrasta con el hecho de que sus colegas más experimentados lo hagan de forma colegiada dentro de las salas de justicia de la audiencias y tribunales. Es más fácil que un juez que decide en solitario cometa excesos o pueda servir a intereses espurios, que lo haga un tribunal al completo. Por eso, imitar los modelos organizativos de otros países europeos como Francia e integrar los órganos unipersonales en tribunales colegiados, donde unos jueces controlan a otros, permitiría aportar transparencia y seguridad a sus decisiones. 

A estas cuatro medidas, deberían sumarse además otras de carácter estructural, como la reforma de las vías de acceso a la carrera judicial o el establecimiento de más y mejores mecanismos de participación ciudadana en la Administración de Justicia. Porque, si algo evidencia la situación actual, es que, para preservar la democracia, resulta necesario acometer una reforma integral sobre nuestro sistema de justicia. El lawfare no solo consecuencia de la contaminación política que sufren ciertos jueces. Buena parte del problema reside en las deficiencias que arrastra el Estado liberal y la obsolescencia de los mecanismos de control interno en que se fundamenta. Utilicemos el impulso que nos da esta toma de conciencia para regenerar el sistema constitucional y proponer soluciones distintas a las planteadas hasta el momento.