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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Lawfare y sociedad postdemocrática

El presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Vicente Guilarte, en la sede del CGPJ.

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Hay una gran preocupación en el mundo judicial y político en toda América y en Europa, especialmente en España, por la presencia de un fenómeno de algún modo nuevo que se ha dado en llamar lawfare. Palabra que es la contracción de dos palabras inglesas: law que es ley y warfare que es guerra, mostrando así sus orígenes militares. Efectivamente, esta palabra nació en el medio militar norteamericano. En el 2001 se publicó un artículo del general de las fuerzas aéreas norteamericanas y juez a su vez, Charles Dunlap, que popularizó el término en el contexto del inicio de la guerra jurídica antiterrorista, avalada por la Patriot Act de George Bush y con motivo del atentado a las Torres Gemelas. Guerra judicial es como se  traduce lawfare y se emplea para definir las acciones judiciales emprendidas -a través del uso ilegítimo del derecho interno de cada país o del derecho internacional- contra un país, un grupo o una persona con el fin de impedirle llevar a cabo las políticas que ha prometido y que son contrarias a los intereses de los que detentan el poder real del país. Este plan político judicial puede ser llevado a cabo gracias a la clara voluntad antidemocrática de parte de la judicatura que subvierte la división de poderes y pone en riesgo a la propia democracia. En este contexto se enmarca también el llamado “Derecho penal del enemigo” de Günther Jakobs, penalista alemán, que impulsa que los derechos y las garantías solo se respeten cuando se trata de nuestros conciudadanos. Si no se los considera así, sino no-personas, el derecho se puede usar como arma de guerra. Se vale, entonces, de distintas formas de coacción legal como las detenciones arbitrarias, la prolongación de la prisión preventiva, el inicio de causas judiciales sin una fundamentación sólida, la aplicación forzada de tipos delictivos que no acaban de encajar en los hechos, reformas legislativas para endurecer las penas y la redacción de sentencias ejemplarizantes que defiendan a la sociedad. “El enemigo tiene menos derechos” concluye Günther Jakobs, a quien se le opone Raúl Zaffaroni, jurista argentino, cuando afirma que “la admisión jurídica del concepto de enemigo en el derecho (que no sea estrictamente de guerra) siempre ha sido, lógica e históricamente, el germen o primer síntoma de la destrucción autoritaria del estado de derecho”.

La preocupación ha aumentado desde que se constató que este lawfare contra el enemigo exterior ha comenzado a usarse de forma más extendida contra el antagonista/enemigo político interior con el objetivo de obtener por la vía judicial lo que no se obtuvo por las urnas. El aumento de reclamaciones judiciales y sus resoluciones terminan incidiendo de manera desestabilizadora en el normal funcionamiento de los tres poderes del Estado democrático, llegando a producir derrocamientos de gobiernos legítimamente elegidos -en el llamado “golpe blando” porque no hace uso de las fuerzas armadas-, impedimentos para la práctica política, intentos de ilegalización de partidos, cárcel o exilios. Así sucedió en el caso de Dilma Rousseff y Lula da Silva en Brasil, de Lugo en el Paraguay,  de Evo Morales en Bolivia, de Correa en Ecuador y de Cristina Kirchner en Argentina, donde se impulsaron causas judiciales claramente injustificables, pero que luego han sido asumidas generosamente por jueces y diputados que las han llevado hasta los límites del absurdo. No es difícil comprobar cómo se retuerce el derecho por parte de fiscales y jueces con el fin de servir a una determinada causa política.  Luego de años de juicio la mayoría de estas causas caen y los acusados son sobreseídos, como ha pasado con muchos dirigentes latinoamericanos. Sin embargo, el daño ya está hecho, la reputación de los acusados destruida y la credibilidad desmantelada, siendo muy difícil para dichos políticos el retorno a la  actividad política en buenas condiciones.

Esta nueva modalidad de intervención en la política por parte de los jueces no prosperaría tanto si no tuviera el enorme apoyo de las corporaciones mediáticas que infatigablemente se hacen eco de todas estas acusaciones hasta conseguir lo que hoy se denomina la “cancelación” del adversario.

Si tomamos el caso de España tenemos como ejemplo de lawfare la campaña en contra de Podemos desde prácticamente el momento de su nacimiento. De las innumerables causas que tuvieron el partido y sus líderes, ninguna de ellas terminó en condena y, sin embargo, la sensación pública que circuló y circula es la de un partido corrupto sostenido por los regímenes de Venezuela e Irán. No es el único caso en España. El ex magistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín ha escrito un libro titulado “La guerra de los Jueces, el proceso judicial como arma política” donde analiza el lawfare en España, describiendo otros muchos casos tal como el de la no renovación del Consejo del Poder Judicial. Casos que si bien no terminan con derrocamientos, sí que interfieren y dificultan el accionar de gobiernos, instituciones, partidos y políticos, todos de izquierda.

La solución para Martín Pallín es clara: los jueces tiene la responsabilidad de rechazar las pretensiones que exceden el campo de sus competencias e invade espacios exclusivamente reservados a la confrontación y el debate propio de la vida política. Los jueces tienen que rechazar la politización de la justicia que le hurta a la política el ámbito de su quehacer que es el del debate, el consenso, la votación o la decisión y que pone en alto riesgo la democracia. Desde el psicoanálisis nos preocupa la normalización social de esta nueva arma que busca destruir la democracia desde dentro, mostrando la fragilidad de esta y la fácil deriva de la subjetividad hacia el odio al que piensa y quiere cosas diferentes dentro del juego democrático. Todo vale para destruir al otro si este quiere un mundo diferente. Nos acercamos peligrosamente al autoritarismo postdemocrático, tal como lo afirma Colin Crouch: “Una sociedad postdemocrática es aquella que sigue teniendo y utilizando todas las instituciones de la democracia, pero en la que se convierten cada vez más en una cáscara formal. La energía y el impulso innovador pasan de la arena democrática a los pequeños círculos de una élite económica”

No es difícil asimilar esta figura a muchas democracias actuales, pero destaca lo que está sucediendo con el nuevo gobierno de Argentina donde el democráticamente elegido presidente pretende -entre las más de 600 modificaciones de leyes que impulsa- decretar el estado de excepción durante dos años, prorrogables a dos más, para así poder legislar sin el control de las dos cámaras.

Lawfare y debilitamiento de la democracia se hermanan en la implacable lucha de las élites por el beneficio económico.

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