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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El goce de la guerra

Imagen de archivo de soldados del ejército ruso.

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La invasión de Rusia a Ucrania ha desencadenado una guerra en Europa que no sabemos aún cómo se dirimirá ni si solo va a quedar circunscrita al territorio ucraniano. La ferocidad empleada en la invasión y la no menos tenaz resistencia me lleva a reflexionar sobre el fenómeno de la guerra y sobre si se puede hacer algo para evitarla.  

Cada guerra actualiza la pregunta freudiana “¿por qué la guerra?”. Freud respondió a esto con su interpretación de que la civilización exigía excesivos esfuerzos a los hombres y los hacía vivir por encima de sus posibilidades. Civilizar es lo que podría frenar las guerras, pero el freno en demasía de las pulsiones favorecería el desencadenamiento de la guerra. Entonces ¿cuál es la medida justa de esta paradoja donde lo que frena es lo que provoca?

En 1957 Jaques Lacan hablando del lugar del caballo en la historia de la guerra, dice algo sorprendente: “[…]el caballo fue algo absolutamente esencial en ese comercio interhumano llamado la guerra”. La guerra definida como comercio, la guerra como negocio de los grandes fabricantes de armas, la guerra como generadora de riqueza.

A su vez, en un interesantísimo libro titulado “El psicoanálisis a la hora de la guerra”, se afirma que la guerra es parte constitutiva del lazo social, es decir, es parte constitutiva del discurso. Esta afirmación –junto con la de Lacan– no va de suyo, ya que la guerra es habitualmente vivida como algo que no pertenece al lazo social, algo que está por fuera, algo que destruye los lazos y que instala la muerte, algo que hay que evitar o extirpar del mundo. Sin embargo, la guerra es parte del discurso ya que sin este no habría guerra. La guerra nos rodea, se infiltra en nuestras vidas como parte del aire que respiramos, somos hijos de la guerra, de las conquistas, de las invasiones, del sometimiento del otro. No ha habido época de la humanidad donde la guerra no se hiciera presente. Se intenta resistir a su normalización luchando en contra de ella, pero la guerra siempre triunfa. No hay civilización sin guerras. La paz, en apariencia tan ansiada por la humanidad, es solo el espacio entre dos guerras. Pensar en una paz perpetua, tal como lo hizo Kant que propuso un programa de paz para ser aplicado por los gobiernos de la época, es desconocer, en alguna medida, la subjetividad humana y la violencia que se manifiesta en los lazos sociales. Es como tener la esperanza de acabar con los crímenes. Lo verdaderamente perpetuo es la violencia. 

Algo se destruye y algo se crea. Nuestra época no es diferente. Ni la terrible experiencia de las dos guerras mundiales, ni la Shoah, ni el sistema de la Naciones Unidas nos pueden hacer pensar que es posible terminar con la guerra. La extensión de la democracia y el Estado de derecho –basados en la disputa y la confrontación que se resuelven mediante el diálogo y el voto– podrían hacernos pensar que las democracias no harían la guerra. Nada más lejano a la realidad. Recordemos, por ejemplo, Vietnam, Irak, Afganistán, Libia, los Balcanes…

Freud en ‘El malestar en la cultura’ afirma que la inclinación agresiva, como expresión de la pulsión de muerte, es una disposición pulsional autónoma y originaria del ser humano donde la cultura encuentra su obstáculo más poderoso. La guerra es la expresión en lo social de la íntima subjetividad humana haciendo verdadero el aserto de que la psicología individual se plasma en la psicología social. No se puede pensar una sin la otra. Lo que hagamos en lo social estará teñido, ordenado, desde nuestra propia posición fantasmática inconsciente. La guerra no escapa a esto. La guerra se sostiene en un discurso, el discurso la desencadena, la fundamenta, la justifica, la organiza. Esto, entonces, nos hace ver algo bastante impensable o difícil de aceptar: que la guerra está incluida en el lazo social, que es parte del vínculo entre los seres humanos. Destruye el lazo social con el enemigo, pero construye lazos con los amigos y compañeros y crea, inventa, tal como lo señala Lacan en su texto ‘La psiquiatría inglesa y la guerra’: “(…) la guerra ha transformado la psiquiatría en Inglaterra. En este como en otros campos, la guerra se vio dando luz al progreso en la dialéctica esencialmente conflictiva que parece caracterizar bien a nuestra civilización”. 

La guerra busca exterminar al enemigo, pero provoca lazos fraternos y de identificación con los que están en el mismo bando. Es el ejemplo extremo de la fraternidad como causa de la violencia segregadora, dirigida al otro y del odio al diferente. La guerra busca la desaparición del otro que se le enfrenta, busca someterlo, dominarlo, poseer sus bienes, sean materiales o humanos. La guerra es la exaltación de la muerte. El goce que esto genera en los combatientes es lo que explica en parte el que los hombres vayan a la guerra sin chistar sabiendo que pueden morir. Aquí es donde interviene el discurso para conseguir las identificaciones necesarias para la guerra. El superyó hace su presencia. Sea por la vía freudiana de la culpa por no cumplir con las obligaciones que demanda la patria, el rey o la ideología o sea por la vía lacaniana de una exigencia de goce con la muerte, con el matar o morir donde ya no hay más límites morales. El hombre liberado de los límites de la cultura donde, como señala Lacan, “los oscuros poderes del superyó se coaligan con los más cobardes abandonos de la conciencia para llevar a los hombres a una muerte aceptada por las causas menos humanas, y que todo lo que se presenta como sacrificio no por ello es heroico.”

La guerra es un acto bien humano: los animales no organizan guerras. Uno podría decir que nada más humano que la guerra. Desde siempre se han organizado ejércitos y se hecho de la guerra un arte y aún una ciencia. La guerra tiene leyes por las cuales se rige y convenciones como las cuatro de Ginebra (1949) que se deben respetar y que fueron acordadas para limitar la crueldad con los soldados heridos y capturados y proteger a la población civil. 

De la guerra se ha escrito mucho, muchísimo: historia, ensayo, novelas, obras de teatro, poemas, crónicas, artículos periodísticos. Entre los ensayos principales recordemos ‘El arte de la guerra’ de Sun Tzu del siglo VI antes de Cristo o el texto de Maquiavelo ‘Del arte de la guerra’ de 1520 o el famoso libro de Carl von Clausewitz ‘De la guerra’ del siglo XIX donde se afirma que «La guerra es la continuación de la política por otros medios» considerando a la guerra como un acto político. También cuatro poemas en las antípodas del tiempo: ‘La Ilíada’ y ‘La Odisea’ de Homero en el siglo VIII antes de Cristo o ‘España en el corazón’ de Pablo Neruda o ‘Tristes guerras’ de Miguel Hernández. Se han hecho infinidad de películas sobre las principales batallas o episodios de la guerra y se han escrito incalculables libros de historia que toman como objeto las diferentes guerras. La guerra produce un efecto de fascinación donde la mirada queda cautivada.

La guerra y la civilización no funcionan como opuestos sino más bien están articulados en un fin común que es la satisfacción de las pulsiones, pero difieren en los modos que utilizan para conseguirlo. Las pulsiones jugando su batalla eterna que ningún sistema ha logrado apaciguar definitivamente. Hay una interdependencia insoluble entre el lazo social y la violencia de la guerra. No son la una sin la otra. 

Por otro lado, si no hay cuerpo no hay guerra. Aún en estos tiempos donde la guerra se desarrolla cada vez más por medios dirigidos a distancia, llegado el momento de ocupar el territorio el cuerpo debe exponerse. Así lo constatamos en la invasión de Ucrania donde la guerra se desarrolla casa por casa. Y donde hay cuerpo hay goce.

¿Cómo es que los sujetos aceptan la posibilidad del sacrificio de sus vidas? No solo ante una emergencia que los impulsa a defender la tierra de una invasión, sino que hay seres humanos que dedican toda su existencia a sostener las maquinarias militares de las que se dotan todos los países del mundo, salvo 15 que no cuentan con un ejército. Es el mejor ejemplo de la articulación entre guerra y civilización. Hacen efectiva la sentencia “si quieres la paz prepárate para la guerra”, del escritor romano Vegecio del siglo IV en su tratado militar ‘Epitoma rei militaris’. Pero qué lleva a los hombres a convertirse en soldados, a hacer la carrera militar, sino la identificación con un ideal y con un líder con el cual conforman una masa duradera y altamente organizada gracias a la obediencia ciega que se exige, obediencia máxima en tiempos de guerra. Es el ideal y el conductor los que van a cohesionar esta masa estable que es el ejército. Son los grandes ideales por los que están dispuestos a dar la vida. 

Por la vía de la operación de identificación con un significante amo, “patria”, por ejemplo, –véase el lema de la Guardia Civil “Todo por la Patria”– el sujeto es entregado a los ideales que le dan el halo de gloria necesario para ignorar la infelicidad de la conciencia y el malestar existencial y los conmina a vivir por encima de sus posibilidades mentales y a la falta de libertad. 

Se agrega –como motivo de la aceptación de la lógica del grupo y de la guerra– la angustia a ser rechazado del mundo de los hombres. Esto funciona como causa de la docilidad a un orden simbólico que les es necesario para vivir y tener un lugar en el mundo. Cuestión que les impide tomar una decisión propia, como en el caso de los soldados rusos que se prestan a invadir otro país sabiendo que muchos de ellos van a morir por “liberar” a sus hermanos del nazismo. ¿Dónde quedó el pensamiento crítico? ¿Por qué no se rebelan? ¿Por qué no salen corriendo?

El soldado consagra su vida a lo que es sagrado para el otro con el fin de seducirlo y conseguir su reconocimiento y su amor. Detrás de todo sacrificio hay una demanda de amor. El sujeto se sacrifica con la condición de ser amado por el otro, por el jefe o por la patria. En la guerra podemos ver cómo este sacrificio se hace real y el soldado mata o muere en aras del ideal y en busca de ese reconocimiento. Cuestión que saben muy bien los ejércitos que llenan de medallas a sus mejores representantes. Pienso que detrás de la demanda de amor inserta en el sacrificio –que nos muestra un goce anudado al prestigio fálico, aunque este se logre después de la muerte– hay otro nivel de goce más velado que es el goce de la guerra. Finalmente, sin velos, sin demandas, sin sentido, lo que el sujeto encuentra en la guerra es otro goce muy distinto al goce del prestigio: el goce de la pulsión de muerte. A este goce lo empuja el superyó: “¡mata!, ¡muere!, ¡destruye!, sé destruido!, ¡odia!, ¡sométete!, pero ¡goza hasta el último átomo de tu cuerpo! ¡Entrega tu cuerpo, sin reparos y sin pensar! ¡Goza más allá del sentido!”. 

Este goce es la verdadera recompensa mortífera que encuentra el soldado en la guerra. Más allá de medallas, más allá de ascensos, más allá de victorias, más allá del amor del Otro. La conmovedora escena del apuñalamiento y muerte del soldado Mellish del film ‘Salvar al soldado Ryan’ es el más claro ejemplo del goce que vengo de señalar: el goce de matar y el goce de morir. Lo real de este goce se impone a cualquier operación simbólica de sentido. Simone Weil lo señala en su carta a George Bernanos: “Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo o reprobación, se mata. […] Hay ahí (en la guerra) una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte”.

Todo esto nos hace recordar la posición de sumisión voluntaria mostrada por Étienne de La Boétie en su famoso Tratado y señalado por Freud cuando afirma que los individuos quieren ser iguales entre sí, pero gobernados por uno superior a todos ellos mostrando que el ser humano “es más bien un animal de horda, el miembro de una horda dirigida por un jefe”.

Este goce malo que emerge durante la guerra se sostiene en el odio al otro, en el rechazo de su goce, en un racismo en acto. El soldado piensa con toda razón que el otro quiere su mal, su muerte y que gozará con ella. Se impone la certeza de que su odio y deseo de muerte se dirigen sin duda en contra de él. La guerra es el terreno donde el odio se generaliza y la muerte o la derrota del otro es la única salida. 

¿Qué hacer con este empuje mortífero? ¿Qué puede hacer el discurso analítico para frenar la guerra, las guerras, como hoy en Ucrania? Evidentemente, no mucho. La humanidad no está preparada para no tener guerras y es probable que no lo esté nunca.  Sin embargo, hay que apostar a llevar al discurso este goce que sostiene las guerras corriendo el velo que lo oculta tras el altruismo (les llevamos la democracia) o tras el propio bien (me defiendo de una futura invasión). Develar el afán de dominio, destrucción y apoderamiento que sostiene toda guerra saliendo del oscurantismo que puede hacer creer a la humanidad que hay invasiones buenas llamadas invasiones “defensivas”, como la de Rusia en Ucrania, o invasiones “preventivas”, como las de Estados Unidos en Irak. El psicoanálisis tiene que ir decididamente en contra del discurso guerrero que avala la pulsión de muerte y defender el Estado de derecho y la libertad de expresión y apoyar la legítima defensa. 

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