La reputación como acelerador del voto
Estamos acostumbrados a que la preocupación ciudadana por la política, los partidos y los políticos alcance máximos históricos en cada barómetro del CIS. Superando ya en su conjunto la barrera del 50%, los españoles los eligen entre los principales problemas del país. Cuanto menos, resulta paradójico, y a la vez preocupante, que quienes deben gestionar lo público y proponer soluciones para el desempleo, mejorar la economía o paliar los efectos de la COVID-19, sean motivo de preocupación de sus conciudadanos.
En esta misma línea incide el “Barómetro de confianza” que anualmente elabora la multinacional Edelman evaluando el estado de la confianza hacia las instituciones públicas y privadas, incluyendo empresas, gobiernos, ONG y medios de comunicación. En su último informe, los gobiernos caen al tercer lugar (53%) como institución depositaria de la confianza de los ciudadanos. Pero esta es la media de los 27 países estudiados, porque en España dicha confianza es del 34%.
Efectivamente, ante una creciente desconfianza en la clase política que apuntala la desafección ciudadana, los partidos y los políticos deberían poner solución a una deriva que atenta contra la propia democracia. No en vano, el barómetro del CIS del pasado mes de febrero reflejaba un dato que puede empezar a ser preocupante: el 78,6% de los españoles considera que “la democracia siempre es preferible a cualquier otra forma de gobierno” frente a un 6,3% que apuesta por un régimen autoritario “en algunas circunstancias” y a otro 8% que le da igual “un gobierno que otro”.
Vivimos en la era de la transparencia, en la que las acciones, los mensajes y los pensamientos, no sólo de la clase política, sino de todas las instituciones y empresas, se ven sometidas a un profundo y riguroso examen por parte de los medios de comunicación y la opinión pública. Para un político, la coherencia de sus palabras con sus acciones son la base de la credibilidad que generará confianza en los ciudadanos y, por tanto una imagen o reputación que será su percepción pública entre los que después se convertirán en votantes. Ciertamente, el poeta Hesíodo, considerado el primer filósofo griego, ya decía que “una mala reputación es una carga, ligera de levantar, pesada de llevar y difícil de descargar”, lo que traducido a las palabras más explícitas de Warren Buffet significa que “se necesitan 20 años para construir una reputación y 5 minutos para arruinarla”.
En relación con este asunto, la consultora Thinking Heads ha presentado el estudio “El impacto de la reputación de los líderes políticos en la intención de voto en España”. No es un tema baladí. La fragmentación y reordenamiento del sistema de partidos al que venimos asistiendo desde 2014, la polarización del discurso político, el peso de las emociones en una política que cada vez parece discurrir por cauces menos racionales…, todo ello en un contexto de volatilidad electoral, provocan que no dispongamos de certidumbres y la política se haya convertido en un elemento vaporoso. Si, además, le añadimos los ingredientes mencionados anteriormente de mala imagen de sus actores, ausencia de credibilidad, desconfianza y dudas sobre su capacidad de gestión, estaremos abonando un caldo de cultivo de insospechadas consecuencias.
Por ese motivo es importante introducir en el debate público el concepto de reputación del líder político. La metodología utilizada en el mencionado estudio se basa en que la percepción es una emoción, pero una emoción que se construye sobre pilares racionales: el liderazgo (entendido como la capacidad para inspirar, con una visión clara de futuro y que sepa generar interés y adhesiones), la competencia (capacidad para gestionar políticas y alcanzar consensos), los valores humanos (interés por los problemas de las personas, que sea accesible y tenga buena voluntad) y la integridad (que sea fiable, que cumpla lo que promete y que no se aproveche indebidamente de su posición). Y, todos unidos, constituyen el principio emocional de la reputación: credibilidad, respeto, confianza y admiración.
Algunos de los datos de dicho estudio, que deberá ser diseccionado minuciosamente, serán de mucho interés para los políticos ya que certifica la importancia de la reputación de cara a obtener un buen resultado electoral. Según Thinking Heads, si una persona considera que un líder tiene buena reputación y además confía en su partido, la probabilidad de que le acabe votando es del 54,8%, que en los actuales momentos en un porcentaje significativo. Si tiene confianza en el partido, pero el líder atesora una mala reputación, la probabilidad de voto baja al 18,1%. Por el contrario, si el que tiene buena reputación es el líder, pero se desconfía del partido, la posibilidad de que acabemos depositando nuestro voto por él desciende hasta el 8,4%, datos muy interesantes para convertir a los partidos políticos en referentes y no solamente en contenedores de intereses electorales. Además se evidencia que la afinidad ideológica, en consonancia con la actual volatilidad electoral, no es tan determinante como hace unos años. Y, finalmente, si se desconfía en ambos casos, la probabilidad de voto es casi nula, del 0,5%.
A la luz de estos datos, se puede afirmar que la reputación del líder político sirve de acelerador del voto, por lo que introducir el concepto de reputación política -en un escenario tan superfluo de banalidad y cosmética política- se considera fundamental. No sólo porque la reputación política puede ser un elemento de aceptación de los actores políticos en la sociedad y, por tanto, un factor que contribuya a la legitimación del poder reduciendo la brecha ciudadana generada por la desafección; sino porque líderes más reputados, poseedores de los atributos en los que se basa el estudio, obtendrán mejores resultados y, por tanto, la competencia electoral se producirá entre aquellos que tengan mejor reputación, mejorando la opinión pública de la acción política así como, se supone, también la gestión pública.
El único inconveniente es que la reputación no se construye de un día para otro, sino que se basa en la cimentación de acciones diarias debidamente dotadas de coherencia y credibilidad, aderezadas de esos atributos que apuntalan la reputación: el liderazgo, la capacidad, los valores y la integridad. Cualquier partido y todos los candidatos deberían anotar esta fórmula de éxito para prepararse la siguiente contienda electoral. Porque, parafraseando a James Carville, el asesor político de Bill Clinton en las elecciones de 1992, “es la reputación, estúpido”.
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