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El rey que no estaba a la altura de la universidad que lo honra

Fachada del campus de Vicálvaro de la Universidad Rey Juan Carlos

Concha Mateos y Carlos Elías

Profesora de la URJC y Catedrático de la UC3M —

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La eponimia no es una enfermedad, pero en ciertas épocas puede que se haya desarrollado patológicamente en España.

Este país padece muchas anomalías académicas –como que su único Nobel científico sea Ramón y Cajal en 1906, hace más de un siglo–; o que apenas haya teorías científicas o filosóficas elaboradas por españoles y con alcance académico mundial. Pero una incoherencia resume aún mejor nuestra precaria situación: una universidad pública, la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), tiene el nombre de un rey que no la fundó, un rey que no la creó o que no invirtió su fortuna –que ahora sabemos que es cuantiosa– en ponerla en marcha, como hizo, por ejemplo, John Harvard (1607-1638) en Estados Unidos, erudito e intelectual de la época, quien donó a esa universidad su patrimonio y su biblioteca, la mejor en ese entonces en Norteamérica. Esa biblioteca fue el germen de la que hoy es considerada la mejor universidad del mundo.

Lo que sucede en la URJC no se entendería en un país científicamente desarrollado.

Y no nos referimos aquí a una rama del dilema monarquía/república. Ese corre por otro cauce. Se trata más bien del fundamento político de los nombres, del debate sobre qué debe representar una universidad y su nombre. Alfonso X “el sabio” (1221 1284) también fue monarca y también una universidad española tiene su nombre. Alfonso X es el autor de una obra literaria importantísima como las Cantigas de Santa María y fue el impulsor del primer proyecto científico europeo: las tablas astronómicas “Alfonsinas”, las primeras después de las del griego Ptolomeo y las que usó Copérnico para modificar el orden del mundo al describir el sistema Heliocéntrico. ¿Qué obra literaria o científica ha producido Juan Carlos?

Existen más universidades con nombre de rey como la Universidad Carlos III de Madrid. Y, ciertamente, Carlos III (1716-1788) no escribió obras literarias ni científicas notables, pero impulsó, en contra de la nobleza y la Iglesia de la época, centros científicos que fueron precursores de la modesta ciencia española actual como el Real Jardín Botánico, el Real Gabinete de Historia Natural o el Real Observatorio Astronómico. Carlos III tomó decisiones duras, pero imprescindibles para el progreso educativo español, como expulsar del país a los jesuitas –quienes, por cierto, lideraron la acusación contra Galileo a la Inquisición–.

Quizá en los tiempos actuales Carlos III no sería el nombre para una universidad, más acorde con los tiempos podrían ser Ramón y Cajal o Margarita Salas, por ejemplo, pero los responsables de esa universidad, al menos, están tranquilos de que su legado está claro y, después de más de dos siglos de fallecido, no se esperan sorpresas de Carlos III que puedan dañar la reputación de la universidad. ¿Qué ha aportado Juan Carlos a la educación? ¿Ha mantenido una defensa pública notoria de la función de la universidad? Un rey al que hemos visto más veces en un velero que en un aula, un rey al que la ciencia ha salvado la vida en más ocasiones de las que él ha dedicado a apoyar a la ciencia… Que una universidad pública tenga el nombre de un rey así, es un poco, sí, un síntoma de una enfermedad eponímica.

Asignar el nombre de una persona a un hecho, a un invento, a un lugar, a una institución, es lo que llamamos eponimia. La ciudad de Alejandría se llama así en honor a Alejandro Magno. Y el monte Everest, en honor a Sir John Everest. Las ondas hertzianas deben su nombre a Heinrich Rudolf Hertz, que, cuando menos ya era capaz de leer a Platón en versión original siendo un niño y tuvo la gentileza de abrir la puerta a tecnologías que cambiaron el curso de la historia de la humanidad. El físico e historiador español José Manuel Sánchez Ron, que tuvo el honor de suceder al poeta José Hierro en asiento G de la Real Academia de la Lengua, recordó en su discurso de entrada en la academia, en octubre de 2003, que científicos como Volta, Galvani, Ohm, Ampère, Watt han dado nombre a conceptos como el voltio, galvanizar, ohmio, amperio, o vatio que utilizamos cada día. Y que, “si en nuestros laboratorios de la segunda mitad del siglo XX hubiese florecido la física del estado sólido, tal vez el mundo no hablaría de 'chips' sino de 'obleas', 'fichas' o 'tabletas'. Y 'bit' sería 'dib' (dedígitobinario)”.

Quizá en 1996, cuando se fundó la Universidad Rey Juan Carlos, no pareció importante respaldar el nombre de ningún científico, menos aún el de alguna científica, tampoco el de algún valor universal como la sabiduría –qué maravilloso debe ser tener un título respaldado por una universidad que se llame La Sapienza–, o simplemente, algún lugar como Salamanca, Barcelona, La Laguna o Sevilla y tanto otros. ¿No merecía Madrid una universidad que se llamara por su nombre? Al menos la Carlos III o la Complutense incluyen Madrid en su marca. Pero la URJC no lo incluye. Y sin embargo sí ha necesitado incorporar el sustantivo “rey” porque a Carlos III –o Alfonso X– se le reconocía rey sin mencionarlo, cosa que no ocurre con Juan Carlos.

La sociedad española de la época de fundación de la URJC aún vivía en su fiebre eponómica de juancarlismo.

La fiebre juancarlista brotó con la emergencia de la figura de un monarca-héroe épico. Así lo pinta cierta narrativa histórica que circula sobre el intento de golpe de estado de 1981. La fiebre se ha sostenido luego mediante una clónica resurrección anual del héroe padre cada noche de 24 diciembre a la hora de cenar en las pantallas de televisión. Y luego, la fiebre ha ido dibujando un declive por episodios: un día un bochorno de yerno mal aprendiz de las artes del comisionismo real, otro capítulo sobre cadera inoportunamente rota en África, otro día una entrega rosa sobre un palacete patrimonio nacional cedido para mantener próxima a una amante, entre otros.

Estos episodios pueden considerarse más o menos pintorescos y repudiables, es opinable. Pero como episodios nacionales ninguno de ellos sirve para sostener la razón de una eponimia institucional que haga recaer sobre una universidad pública un nombre que la rebaja.

El rey Felipe VI puede retirar la asignación oficial de 194.000 euros anuales a su padre y puede renunciar de farol a una herencia que el tiempo jurídico aún no le ha asignado. Pero estudiantes que rellenan formularios, trabajadores que limpian placas en las fachadas de los edificios, investigadoras e investigadores que firman artículos en revistas académicas, gestores que sellan certificados, personal administrativo que gestiona expedientes, familias que pagan matrículas, miles de personas cada día, por imperativo administrativo, legal o físico, están obligados a lustrar cada día un nombre que pierde lustre por sí mismo en los titulares de prensa, no precisamente amarilla.

Los jefes de estado tienen como misión dinamizar un aparato simbólico que sea capaz de organizar la reunión de hombres y mujeres en torno a una identidad y animar su voluntad de adscribirse a una determinada geografía emocional y cultural. No es tarea fácil, pero tampoco el país les deja solos frente a ella. El esfuerzo fiscal colectivo confía a la monarquía una cantidad de dinero equivalente al presupuesto de muchas PYMES juntas para que realice esa labor arropada por sastres de alta costura, fotógrafos, publicistas, cronistas… y a veces le regala el nombre de una universidad. Porque confía.

Si no es confiable, no es rey, se llama de otro modo. Nos queda pues un nombre vacío, de los que describe David Braun, sin referente.

La fiebre eponímica juancarlista es fácil de superar. Las medidas están en nuestras manos. Cambiar el nombre de la URJC es una forma de empezar.

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