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El otro rostro del sinhogarismo en tiempos de coronavirus

Personas sin hogar. / Juan Miguel Baquero

Laura Guijarro Edo

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El sinhogarismo extremo es el que encontramos en la calle, que suele ser predominantemente masculino, por lo que se continúa pensando que es una problemática que afecta en su mayoría a hombres. Si bien es cierto que la proporción de mujeres que vive es la calle es bastante menor que la de los hombres (en torno a un 15% de mujeres en calle en ciudades como Barcelona), eso no significa que las mujeres no sufran situaciones de exclusión residencial graves. Existe un sinhogarismo que se vive en soledad, de puertas para adentro, lejos de la calle, y que implica formas de infravivienda y de precariedad habitacional extrema además de abusos de muchos tipos, que hacen que las mujeres que lo viven vean limitada su capacidad de elección y de poder llevar a cabo un proyecto de vida digno y autónomo.

Las personas sin hogar no son sólo aquellas que vemos viviendo y durmiendo en el espacio público, son también todas aquellas personas que duermen en albergues, viven en alojamientos temporales, viviendas sobreocupadas o viviendas inseguras donde se hace imposible llevar a cabo un proyecto de vida autónomo. De hecho, la Tipología Europea de Sinhogarismo y Exclusión Residencial (ETHOS) define el sinhogarismo como la falta de hogar y de exclusión residencial donde básicamente hay tres dimensiones que definen lo que entendemos por hogar: la dimensión física, que tiene que ver con el derecho a tener un espacio seguro en el que poder vivir; la dimensión social, que tiene que ver con el derecho a la intimidad y a la privacidad, y la dimensión legal, que tiene que ver con la ausencia del derecho legal a tener una vivienda y que se materializa a través de un contrato. Es la ausencia de estas tres dimensiones lo que deriva en situaciones de sinhogarismo, donde encontramos personas que duermen en la calle, pero también personas que se ven obligadas a dormir en el suelo de una habitación, en un sofá o en un albergue de carácter temporal.

Las mujeres que sufren sinhogarismo siguen trayectorias diferentes a las masculinas. La sensación de inseguridad y el miedo de tener que dormir en la calle, el miedo a que les retiren la custodia de sus hijos, el miedo a ser monitorizadas por servicios sociales, son algunos de los factores determinantes que hacen que movilicen todas sus redes informales y todo el capital social del que disponen, exponiéndose en muchos casos a situaciones de abusos, explotación y precariedad extrema. No es raro oír testimonios como “el señor me pide favores cuando está en la ducha y a cambio me deja dormir en el sofá”, o “cuido de una señora mayor 24 horas al día 7 días a la semana y a cambio me dejan una habitación, pero no tengo derecho a cocina ni ducha”.

Hace varias semanas que no paramos de oír las recomendaciones para hacer frente a la pandemia del virus que provoca el Covid19. Campañas como “quédate en casa” o “yo me quedo en casa” aparecen en los distintos canales de televisión, en las redes sociales o en forma de mensajes en el móvil. No se puede salir de casa a no ser que sea para ir al médico, a trabajar o a la farmacia. Todas las medidas que se proponen son pensadas para personas que disponen de un hogar en condiciones. Un hogar donde te puedes lavar las manos a menudo, donde puedes lavar la ropa, usar el baño, cocinar, y donde puedes sentirte a salvo del contagio o, en caso de encontrarte mal, descansar.

Las personas que viven en la calle no tienen opción a ninguna de esas medidas preventivas y además se exponen a ser multadas “por no estar en casa”. No hay que olvidar, sin embargo, que la pobreza tiene rostro de mujer –recordemos que las mujeres sufren una mayor vulnerabilidad frente a la pobreza que los hombres– y que, a la ya habitual carencia de recursos pensados sólo para mujeres en situación de exclusión residencial, hay que añadir que muchos de éstos han cerrado (centros de día, comedores, servicios de higiene). Recursos que daban un poco de oxígeno y donde las mujeres podían sentir la seguridad que no tienen en casa.

El número de mujeres viviendo en situaciones de abuso y pobreza extrema es difícil de detectar y cuantificar, puesto que pasan inadvertidas e invisibles al sistema, pero de lo poco que sabemos, el número aumenta cada año. Mujeres que ahora mismo siguen sin hogar, y que a la angustia de no caer enfermas se une la angustia de no poder salir de aquello que no es un hogar, sino un techo inseguro y precario donde permanecen invisibles.

Esta crisis debería darnos la oportunidad de reflexionar como sociedad sobre el derecho a la vivienda, al hogar, y sobre las consecuencias de no tener un lugar donde realizar un proyecto de vida, tener intimidad y sentirse seguro. También debería darnos la oportunidad de visibilizar la situación de las personas más vulnerables, entre ellas las mujeres, y poder articular políticas públicas que vayan más allá de ciclos electorales y de crisis emergencialistas provocadas por una pandemia. Políticas con una mirada a largo plazo y con perspectiva de género.

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