El selfi nacional

9 de julio de 2025 22:41 h

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Cada uno de nosotros tiene algo propio (ipse) que, a fuerza de repetirse (idem), acaba generando una estabilidad en la que nos reconocemos y con la que nos identifican los demás. En lógica matemática se llama “identidad” a la coincidencia del ser consigo mismo: “A es igual a A”, ecuación que no es de ninguna manera aplicable a las vidas individuales. Los humanos, en efecto, no somos una idea sino un cuerpo y los cuerpos constituyen en sí mismos el fracaso cotidiano de la identidad: lo que les es más propio (ipse) es precisamente la analogía, el hecho –es decir– de que los reconocemos todos los días, pero no son ininterrumpidamente iguales a sí mismos (porque, por ejemplo, envejecen), y de que, pareciéndose los unos a los otros, no pueden, sin embargo, fundirse o resolverse en ningún otro cuerpo.

El único lugar en el que se puede hablar de “identidad individual” es el selfi, ese artificio en virtud del cual detenemos el tiempo en el momento en que nos creemos más auténticos y lo convertimos en una imagen (una idea, un idem) que, repetida en las redes, pasa a identificarnos a los ojos de nuestros seguidores y nuestros admiradores. Por eso mismo, una “identidad individual” apenas es otra cosa que una costra o una prótesis que encubre ese bullicio en el que lo propio y lo ajeno se mezclan sin parar y en el que lo mismo se repite como algo inevitablemente nuevo. En términos individuales, la identidad es siempre modesta y precaria: lo ipse es el nombre, lo idem la costumbre: “me llamo Alfredo y voy al gimnasio dos veces por semana”. Mi nombre me inscribe en una historia más larga que mi vida; mis costumbres en una comunidad de afines.

El concepto de “identidad” nacional que utiliza en general la derecha (y no digamos el fascismo) no distingue entre ipse e idem ni, por tanto, entre dos cuerpos humanos inscritos en un mismo espacio. Su fuente de inspiración es la lógica (A es igual a A) y, en el terreno de la ciencia, la zoología. Sirvámonos de una caricatura un poco antigua. Un entomólogo provisto de una red persigue una mariposa azul que revolotea sobre los hibiscos; todavía no sabe de qué especie se trata; para averiguar si es una morpho menelaus o una morpho peleides tiene que atraparla y (seamos un poco crueles) clavarla con un alfiler en un cartón. Así, violentamente detenida en su vuelo, inmóvil y sin vida, se convierte por fin en ella misma: si su azul es iridiscente, mide 15 cm y posee una larga probóscide, estamos ante una menelaus; y el entomólogo lo sabe precisamente porque estas características propias se repiten en todos los otros ejemplares que forman parte de la especie. Una menelaus es igual a otra menelaus y, si no es igual, es que no es una menelaus sino, por ejemplo, una peleides, más pequeña que la otra y cuyo azul, compuesto de escamas, parpadea en el aire como un espejo. La identidad, digamos, es ese alfiler que atraviesa el cuerpo de una especie, cuyas propiedades (ipse) se repiten de la misma manera (idem) en todos los ejemplares que la componen. Es por eso que podemos reconocerlas y clasificarlas. Es por eso que podemos “identificarlas”. Las especies tienen “identidad” porque en ellas, resumamos, lo propio y lo mismo coinciden (casi) plenamente.

¿Podemos hacer lo mismo con los grupos humanos? Eso es lo que pretenden el racismo, la homofobia y el nacionalismo supremacista; es decir, lo que pretenden los fascistas. Atrapan y clavan en un cartón a los racializados y los identifican como negros, idénticos entre sí como lo son todos los ejemplares de melenaus o de peleides; atrapan y clavan en un cartón a los homosexuales y los definen en relación con la naturaleza, como formas patológicas de la humanidad o miembros de otra especie; atrapan y clavan a los españoles en un cartón y les dan una identidad a la que no pueden escapar, so pena de dejar de ser al mismo tiempo humanos y dignos de supervivencia. Lo propio de los negros es la negritud, que produce negros idénticos, indiscernibles entre sí, como lo son dos ejemplares de melenaus; lo propio de los españoles es la españolidad, que exige españoles repetidos, puros y verdaderos, iguales entre sí e imposibles de confundir con los ingleses o con los peleides, clavados en el cartón de al lado. Para reconocer a los españoles, en todo caso, hace falta atraparlos y clavarlos en un cartón: inmovilizarlos y despojarlos de vida. Ese es el gesto fundamental. Los fascistas conciben la identidad como un alfiler o, mejor, como un clavo o, mejor, como un puñal. Clasificar es inmovilizar el revoloteo humano, encima de la mesa, con un golpe de cuchillo.

El selfi, decíamos, es el procedimiento mediante el cual el individuo escoge una idea de sí mismo y se convierte en su propia especie, reunión de lo propio y de lo mismo. Pues bien, el fascismo es el selfi nacional: escoge el momento “verdadero” de la historia de España y lo convierte en la imagen repetida o identidad permanente a la que debe someterse el conjunto de la población. Esos “momentos verdaderos” son, claro, la expulsión de los judíos y los moriscos, la llamada Reconquista, el imperio español, el fusilamiento de Riego, el golpe de Estado de Franco. Ese es el selfi de los españoles y el que no quepa en él debe ser perseguido, expulsado y eventualmente destruido. Una señora de apellido De Meer acaba de anunciar el futuro programa de Vox: la expulsión masiva de millones de inmigrantes que –sostiene– hacen irreconocible nuestro país. Lo ha anunciado sin levantar la voz, con sensata naturalidad, como única manera –ha dicho– de defender “la identidad española” y “nuestro derecho a sobrevivir como pueblo”. Tengo sesenta y cinco años y, cuando vuelvo la vista atrás, no reconozco, en efecto, mi país y no reconocerlo me produce tanta alegría que a mí, que soy tímido y pacato, me entran ganas de cantar y bailar, ganas que se me pasan cuando, escuchando a De Meer, vuelvo a reconocerlo y se me encoge el corazón. En cuanto a la “identidad española”, confesemos que es mucho más fácil y apetecible ser español sin ese puñal en el pecho.

La precaria identidad individual está compuesta, he dicho, de nombres y costumbres. Salvo que incurramos en una visión entomológica de las naciones, creo que con la Historia pasa lo mismo. La mayor parte de los españoles, por ejemplo, tienen nombres mucho más antiguos que la propia España: celtas como Fraga, griegos como Eulogio, hebreos como Isabel, cartagineses como Aníbal, visigodos como Rodrigo, romanos como Julio, árabes como Almeida, vascos como Maite, catalanes como Jordi, gallegos como Antón. Ahora tenemos incluso Jessicas y Vanesas y Kevines, que hemos tomado del cine y la televisión. Y tenemos un Lamine Yamal, que marca goles con la camiseta española, y hasta una Rocío de Meer, que es también española y quiere robarnos todo esto. Tenemos además seis lenguas co-oficiales, que nos recuerdan la maravilla humana de que cuerpos parecidos hablen lenguas diferentes, cada una de ellas de una riqueza inigualable y, sin embargo, traducibles e inteligibles entre sí. Nada une tanto como el deseo de traducirse; nada desune tanto como la imposición de la unidad. Como identidad, la de España sólo puede ser precaria y difícil; y solo se puede simplificar y universalizar, como ha ocurrido tantas veces, a través de la tiranía y la violencia; es decir, a través del triaje ideológico de los nombres y las costumbres. España puede ser un país mejor, más justo y más democrático. Pero siempre será una mala “idea”.

Durante unos años, sí, España ha sido un país irreconocible; y lo ha sido porque ha cambiado de nombres y de costumbres. La democracia, que después de todo era una costumbre griega, es compatible con mil formas de comer, de vestirse, de bailar y de follar; y en los Derechos Humanos, que fueron una costumbre francesa, cabe una miríada de diferencias personales y colectivas. No tenemos que elegir entre España y la democracia, entre España y los DDHH, como pretende el fascismo. De ninguna manera. ¿Costumbres? Los españoles tienen la costumbre de ir a misa. Los españoles tienen la costumbre de ir al Orgullo. Algunos tienen incluso la costumbre de ir a los dos sitios. Esta España que celebra al mismo tiempo el Rocío, la fiesta del Orgullo LGTBIQA+, el fin del Ramadán y elecciones libres me parece mucho más España que la que quiere imponer Vox con selecciones y expulsiones, a partir de una idea zoológica de la “nación”. No quiero reconocer de nuevo España. No quiero vivir clavado en ese cartón. No podemos permitir que la ultraderecha nos robe otra vez la España difícil y la sustituya por ese “selfi nacional”, escueto y puro, en el que no cabrán ni moros ni maricones ni putas ni separatistas ni rojos; ni usted, que lee estas líneas; ni yo, que las escribo con la nostalgia ya de estos años duros, complejos, imperfectos, en los que aún no gobierna la ultraderecha.