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Esclavitud y guerra civil: el caso norteamericano

El expresidente Donald Trump durante un programa de Fox News en la pasada campaña electoral

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La actual coyuntura política en Estados Unidos tras las recientes medidas procesales contra Mr. Trump me trae a la memoria viejos tiempos. Cuando estuve allí (más o menos unos siete años) viajé mucho por los Estados del sur. Me hice con una colección bastante extensa sobre su guerra civil, que doné a la biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia de la UCM. Reflejaba el estado de la cuestión tal y como se percibía el tema en la inmensa literatura existente en aquel país a finales del siglo XX.

Pues bien, una de las características más acusadas de la evolución política estadounidense en los últimos años es la reaparición de conceptos, ideas y formulaciones que de una u otra manera remiten a las controversias históricas sobre la significación, la denominación y, por supuesto, los orígenes de aquella contienda. Como es sabido, estalló, por las armas, en 1861, hace más de 160 años. Por comparación, la española es relativamente reciente: solo han transcurrido algo más de 80.  Es decir, es posible que no la polémica dure otros tantos. Nunca hay que desesperar. No existe historia definitiva. 

Aunque por la época, el país, la historia respectiva previa, las circunstancias sociológicas, económicas, tecnológicas y políticas los dos conflictos tienen poco que ver entre sí, cabe advertir ciertas similitudes, esencialmente de carácter logístico y militar. Por ejemplo, dificultades en la organización de los ejércitos respectivos, papel del voluntariado, importancia del armamento, aculturación bélica de los oficiales provisionales, importancia de los profesionales pasados por la academia militar de West Point, etc. 

Naturalmente, predominan las disimilitudes. 

En Estados Unidos, la futura confrontación venía larvándose desde hacía décadas dadas las diferencias en estructura económica entre los estados del norte y los del sur. Más industrializados los primeros, de naturaleza agrícola y rural en condiciones de predominio de monocultivo (algodón) los segundos. De clase: incipiente base burguesa e industrial en el norte, predominio de una casta de ricos hacendados frente a una masa rural con frecuencia empobrecida en el sur. De carácter social: industrialización en estado relativamente avanzado con mercado de trabajo flexible alimentado por oleadas de inmigración en el norte, existencia de un amplio sistema de actividades rurales fundamentados en la esclavitud en el sur. De índole política: confrontación de intereses a la hora de extender, o no, la esclavitud a los nuevos territorios que iban abriéndose a medida que avanzaba la colonización hacia el oeste. En general, la situación previa fue más complicada que en el caso español. 

Los dos últimos factores fueron decisivos. Esta constatación, casi obvia para muchos historiadores no norteamericanos, no lo fue para muchos que sí lo eran. De aquí discrepancias y querellas que duraron casi un siglo sobre la significación de la contienda. De hecho, una tradición sureña trató de rebautizarla como “guerra entre los Estados”, “guerra de independencia”, “guerra de liberación” y otras denominaciones más o menos exóticas.  

Para los vencidos lo que siempre estuvo en juego fue asentar una interpretación que no dejase en mal lugar a las dos clases interconectadas entre sí. Los políticos y la casta militar del sur. Fueron las que más se resistieron a las amenazas sobre su supervivencia y que procedían de los estados en que la “peculiar institución” por antonomasia (la esclavitud) no estaba prohibida o difícilmente tolerada. 

Por supuesto que hubo también otros importantes factores económicos en el trasfondo: el norte era proteccionista en sus relaciones exteriores; el sur, por el contrario, era librecambista. Tenía una posición dominante en el cultivo extensivo del algodón. Esta era una materia prima para la industria textil de los países (como Gran Bretaña) más adelantados en la vía de la industrialización. De aquí la postura, algún tiempo ambivalente, de la clase política británica. No duró mucho gracias en parte a la combinación de la repugnancia masiva hacia la esclavitud y la existencia de fuentes alternativas de suministros (India, Egipto). Fuentes que, por la gracia de Dios y de las bayonetas de los soldados de Su Majestad, caían en la órbita de Londres y que no tardaron en sobreponerse a las simpatías que despertaban en las clases altas los caballeros sureños. 

Este esquema, muy brevemente expuesto, era conocido en la época de la contienda (como la arremetida nazi-fascista en el caso español), pero no obstaculizó la aparición de una “memoria histórica” ad hoc en los estados del sur. En particular porque una guerra civil que terminó llevándose a cabo (aunque no al principio) para liquidar la “peculiar institución” de la esclavitud concluyó con una derrota militar sin paliativos. Ahora bien, con la peculiaridad de que, en su territorio, le sucedió una victoria política de las clases sureñas dominantes tras unos cuantos años. ¿Será algo equivalente el destino, salvando las distancias, del caso español, con mayor exactitud para los vencidos?

En el estadounidense fue un juego de prestidigitadores a escala masiva que se desarrolló en el período de la denominada “reconstrucción”. Los exesclavos se convirtieron, sí, en hombres libres políticamente. En realidad, subordinados a la explotación por parte de los antiguos propietarios de carne humana. No dieron las gracias a la aparición y desarrollo de una abundante legislación discriminatoria y segregacionista tipo “Jim Crow” que mutilaba sus derechos civiles. Duró hasta los años sesenta del siglo XX y aún subsisten trazas. Los acompañó el predominio del partido demócrata con su correlato: la reinterpretación de la guerra civil como guerra de los Estados, del Norte contra el Sur… Siempre ocultando, o velando, la prevalencia de la “peculiar institución”. Incluso eminentes autores pusieron de manifiesto la “racionalidad” económica que subyacía a la misma. 

(Nota: siempre hay historiadores, economistas, sociólogos y politólogos que, bien remunerados o con gran capacidad de proyección publicitaria, explican y comprenden las aberraciones más notorias. En la actualidad no hay sino contemplar en Fox News, por ejemplo, el entusiasmo de los seguidores -siempre superpatriotas- de Mr. Trump).

Como historiador me interesó leer cómo los colegas del sur de los Estados Unidos defendían la interpretación de su propia historia acorde con sus necesidades políticas, ideológicas y culturales. Esto no quiere decir que no hubiera otros más apegados a las fuentes, abordadas desde un amplio abanico de mecanismos analíticos. Significa, simplemente, que, en la profesión, tanto en Estados Unidos como en España, hay autores capaces de defender lo que, para muchos otros, es indefendible. Allí, la buena fe sureña. Aquí, una dictadura que por falta de horizontes terminó convirtiéndose en “desarrollista” a lo largo de unos pocos años. Hoy se reinterpretan de nuevo para blanquearla en todo lo posible. 

¿Quién no ha visto las dos grandes películas que pintaron una imagen deslumbrante de unos estados en los que la esclavitud estaba presente sí, pero que en el fondo no era tan mala? El nacimiento de una nación, de Griffith, con sus jinetes encapuchados del Ku Klux Klan y sus antorchas de fuego (o para generaciones ya acostumbradas al tecnicolor, Lo que el viento se llevó) son fuentes perennes de asombro. Un norte depredador, destructor, mercantilista, dominado por una aristocracia de la industria y del comercio se oponía a una sociedad en la que, poco a poco, la “peculiar institución”, no tan exagerada, iría desapareciendo. La guerra fue, así, un gravísimo error y la “causa perdida” (la del Sur) digna de mejor suerte. Ni que decir tiene que las consecuencias de una victoria sureña hubieran sido absolutamente fundamentales para inducir un siglo XX completamente diferente, a escala continental y global. 

En el caso español, a veces se sugiere que la eventual continuación de la dictadura de Franco nos hubiera hecho perder algunos años, pero que es difícil que no se hubiera producido otra transición, aunque tal vez de forma diferente. La clase política, económica y burocrática dominante en la dictadura comprendió que hacerla cuando se hizo le evitaría muchos problemas. 

Hoy, la “causa perdida” sureña revive oblicuamente en Fox News, en el trumpismo, en las alucinantes escenas de esos millones de norteamericanos que sueltan barbaridades a chorros y a favor de su candidato, “desposeído” vilmente de su victoria en las urnas. Si se hurga un poco en el trasfondo, de las heridas no curadas de la guerra del XIX vuelve a manar sangre. Y, mientras tanto, que los negros (perdón, los “americanos de color”) se anden con el debido cuidado. 

En España los historiadores necesitamos documentos, evidencias internas sobre el funcionamiento de los mecanismos del Estado y, naturalmente, memorias que si bien a veces son poco respetables deberían poder contrastarse en todo caso. Lo cual nos lleva al pan y a la sal del historiador: la apertura de archivos. Cuanto antes, mejor. En esto, todo hay que decirlo, los norteamericanos nos ganaron. Pero, políticamente ¿han sido los buenos? En España el futuro de la Memoria Democrática y la continuada apertura de archivos están, en este año de elecciones, abiertos a debate. 

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