Lulú

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Ayer se quemó un árbol de navidad en Lima y todo el mundo lo entendió como una señal. Del apocalipsis, supongo. O de la constancia del meme para expiar la realidad. Una vez, en mis inicios periodísticos y mucho antes de ganarme la vida escribiendo sobre sexo, y mucho antes de que nos diéramos cuenta de que la vida es un meme, escribí una crónica navideña sobre personas disfrazadas de papanoel ambulante perseguidas por la policía como a cualquier peluche gigante, de lo irónico que es que el traje de papanoel tenga los colores de la bandera peruana y que aun así no se salve de ser desalojado de una plaza. Menos mal que por esa época yo iba con un ejemplar de un libro de Almudena Grandes en el bolso.

Hasta Lima, este lugar en el que no se respeta al papanoel tercermundista y en el que acabo de despertar como de una pesadilla, me han llegado una a una todas las muestras de cariño hacia Almudena, que hace aún más pequeños a todos los infames que no la aceptan como hija predilecta de Madrid. Pero sí aplauden que la policía madrileña tenga nueva porra extensible, gente que quiere evitar que se eliminen las pelotas de goma, esa gente. Qué pequeños son, Almudena, qué nazis, pero ni así duelen como tú.

Por fin, un día dejé de escribir sobre papanoeles y me mandaron a entrevistarte, Almudena, lo hice en el lobby de un hotel a fines de los noventas y el que luego sería mi marido, con el que haría infinitas cochinadas sexuales escritas por ti, tomó las fotos. Y lo cuento porque estar en Lima, que se queme un árbol de navidad gigante y que haya muerto Almudena Grandes me recuerda, perdón por el cliché, la época en que leí Las edades de Lulú.

Vuelvo a la conmoción que me causó encontrar una historia tan caliente y trágica, o sea erótica pero punk, en la que en el centro estaba una mujer decidiendo hasta qué escalón de su deseo infernal quería bajar. No sé si fue antes o después de leer a Anaïs Nin pero en ese libro descubrí que el sexo podía ser a la vez poder y vulnerabilidad. Leyéndola decidí, en ese momento y para siempre, experimentar todo, absolutamente todo lo que Lulú experimentaba. Y creo que lo conseguí en parte.

Fue mi inconfesable libro de cabecera durante una época, una de mis primeras fuentes para arrojarme a la experimentación juvenil desenfrenada. Mi manual de iniciación en los bajos fondos del deseo. Recuerdo que le dije a mi enamorado que me depilara el coño con espuma de afeitar. Me pasé noches sin suerte buscando travestis para amar. Le dije que me dejara en una calle como una puta y mirara cómo se me acercaban los hombres. Me enrollé con otra gente delante de él para provocarnos placer y escozor. Organicé orgías fallidas.

Ni siquiera quería vivir para contarlo, solo quería vivirlo. Qué nostalgia esa época tan madamebovary en la que los libros podían ser guías secretas y culpables para placeres oscuros, que las fantasías me las fuera surtiendo un putito libro, que fuera mucho más sugerente que cualquier peli porno en VHS. Las edades de Lulú fue en los noventas mi biblia de sexo queer españolete. Mejor que meterme en una peli de Almodóvar y no salir nunca.

Y de alguna manera no salí nunca de Lulú o, por lo menos, me quedé a vivir en ella muchos años, y aunque en parte superé el fetiche del malditismo y los excesos de la carne, y pude empezar a diferenciar por fin la novela de la vida, y me enteré de cuánto tenía que ver el patriarcado con algunas de mis fantasías y me la sudó, nunca se me borró del cuerpo la memoria de algunas de esas páginas vibrantes y la magia literaria de que una mujer escrita por otra mujer escribiera la vida de otra mujer caliente cualquiera. Y eso que por aquella época aún no sabía que eras de izquierda, querida hija predilecta.