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No querer ser madre

Fotografía de archivo que muestra una joven embarazada. EFE/Orlando Barría

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Cuenta Rachel Cusk en su libro Un trabajo para toda la vida que “las mujeres tienen que vivir, y viven, con la perspectiva de parir: unas lo temen y otras lo desean profundamente, y algunas lo llevan tan bien que son capaces de dar a los demás la impresión de que ni siquiera se han parado a pensarlo”. También hay mujeres para las que la perspectiva de parir es algo ajeno, irreal, imposible de visualizar; algo que se observa desde fuera con una especie de curiosidad antropológica, como un fenómeno apasionante pero completamente desconectado de su propio mundo y de su propio cuerpo. Algo que está ahí para otras.

Ahora que el aborto vuelve a estar en el centro del debate político, se pueden leer muchos mensajes tratando de justificar a las mujeres que han abortado. “Es un trámite dificilísimo”, “ninguna mujer quiere pasar por eso”, “es una decisión muy meditada, ninguna mujer la toma así porque sí”, “ha abortado porque no puede permitirse ser madre”, “mejorad las condiciones laborales y de vivienda y entonces subirá la natalidad”. Aun siendo cierto todo lo anterior, el aborto sigue impregnado de justificaciones porque, ante la mirada ajena, necesita de una circunstancia sombría detrás para que se produzca. Y a veces no existe ese detonante profundo y duro, no hay un condicionante económico, no hay una agresión sexual o un trauma, no hay dolor ni desgarro. A veces, sencillamente, una mujer aborta porque no quiere ser madre.

¿Cómo asimilar esto cuando todavía persiste la creencia de que una mujer está verdaderamente completa si es madre? “Completa”: uno de esos adjetivos que conviven con nosotras más que con ellos. Romper con la maternidad es una decisión bastante más complicada que no querer tener hijos; adicionalmente, supone romper con una expectativa vital ineludible y con la convención social de que en tu vida siempre faltará algo, de que en algún momento del futuro te arrepentirás, de que quedarás sola. “Sola”: otro adjetivo que suena diferente en femenino que en masculino. Y ahí va otro: “egoísta”. Si no quieres hijos estás siendo egoísta. No estás cumpliendo un deber con la sociedad. Estás, en cierta medida, desertando.

Parece que en los últimos años se está produciendo, incluso, un acelerón moral respecto a la maternidad, convertida en otro espacio en el que triunfar y sobresalir. Si abres Instagram lo puedes ver: cientos y cientos de perfiles de madres abnegadas, con hijos conjuntados y familias de catálogo, preparando las mejores fiestas de cumpleaños de niños que nunca las recordarán, los mejores baby showers, los mejores árboles de Navidad, los mejores viajes a Disney World, lo mejor de lo mejor.

Y así, con presión social acumulada, se acumulan las dudas por un arrepentimiento futuro, incluso por la idea de un arrepentimiento futuro. Ese lenguaje del arrepentimiento que tanto se utiliza cuando hablamos de maternidad, pero no en otras decisiones vitales. ¿Congelo óvulos por si acaso? ¿No lo hago? ¿Y si? ¿Y si? ¿Y si?

En el libro Maternity, de Sheila Heti, la narradora se pregunta: “¿Quiero hijos porque quiero ser admirada como el tipo de mujer admirable que tiene hijos, porque quiero ser vista como una mujer normal, o porque quiero ser la mejor mujer, una mujer no solo con trabajo, sino con el deseo y la capacidad de criar, un cuerpo que puede hacer bebés?”. Pero la narradora también se termina respondiendo a sí misma: “¿Es justo obligar a alguien a vivir para evitar que nos arrepintamos?”.

 

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