El documento estadounidense sobre la Estrategia Nacional de Seguridad viene a confirmar lo que ya parecía evidente: Donald Trump quiere modificar el sistema tradicional de alianzas (menos Unión Europea y más Rusia, por ejemplo) y, de paso, seguir usando la presidencia para desarrollar los negocios de su familia y sus amigos. Vladimir Putin, líder de una gigantesca cleptocracia, resulta el socio ideal cuando se trata de ganar pasta.
En el breve librito recién publicado se incluyen también algunas opiniones que ya expresó hace meses el vicepresidente James David Vance: la Unión Europea, viene a decir, se irá al garete por falta de patriotismo, baja natalidad, exceso de inmigración, “censura de la libertad de expresión y supresión de la oposición política”. Resulta pintoresco que el firmante del documento, Donald Trump, caracterizado por intentar silenciar con presiones y pleitos cualquier medio o institución que le critique, diga estas cosas.
Aún así, cabe alguna reflexión. ¿Hay libertad de expresión en Europa y, por centrarnos en lo más próximo, en España? Al margen de ciertas ñoñerías oficiales, como las recomendaciones sobre qué términos usar al hablar del cáncer, y al margen de una engorrosa propensión a considerar que las emociones privadas han de tener peso en el debate público, la respuesta es “sí”. No hace falta extenderse para explicar lo obvio.
Otra cosa son determinadas reacciones pueriles ante lo que genéricamente denominamos “negacionismo” y abarca cada vez más ámbitos. Creo que la libertad ampara a quien se empeñe en negar que el planeta tiene forma de bola, que las vacunas son eficaces o que el nazismo hizo todo lo que pudo para exterminar a los judíos. Negar lo evidente, o lo empíricamente demostrable, es una forma como cualquier otra de perder el tiempo. Si esa señora que manda en Madrid se empeña en decir que vivimos en una dictadura comunista controlada por ETA, lo más sensato es sentir compasión hacia ella y hacia quienes la creen.
Esta semana, en Sevilla, un grupo de personas trató de boicotear la presentación de un libro en el que, según parece, se intenta demostrar que las denuncias falsas sobre violencia de género no son las 194 que, entre 2009 y 2016, se catalogaron oficialmente como tales, sino más. Es decir, que el porcentaje no sería el 0,01% establecido por la Fiscalía General del Estado, sino superior.
Por inclinación natural y por experiencia, considero higiénico dudar en principio de las cifras oficiales: todos los gobiernos mienten. Dado que en el libro, firmado por el periodista Juan Soto Ivars, no se niega la existencia real de la violencia machista, sino que se discute el volumen de ciertos efectos colaterales de la legislación vigente, no le encuentro inconveniente. Sí encuentro inconveniente cualquier intento de restringir la libertad de expresión.
El otro día, Ione Belarra publicó un mensaje que comenzaba así: “Ojalá la sociedad se pareciera más a una escuela infantil”. Yo creo lo contrario. Ojalá la sociedad se pareciera menos a una escuela infantil (a la que se acude por obligación y donde se canta lo que mandan maestras y maestros) y más a una organización voluntaria de adultos libres, discutidores y respetuosos, donde nada, nada, estuviera libre de crítica.