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¿Qué hacer?

Ramón Soriano Cebrián

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Desde el 29 de mayo una ingente cantidad de artículos han analizado los resultados de las pasadas elecciones municipales y autonómicas, y como corresponde a un evento tan complejo, son igualmente numerosas las interpretaciones que de él hacen actores y observadores, especialmente en lo que atañe a la estrepitosa derrota de la izquierda. Son muchas las causas con las que se intenta justificar los resultados, desde la desunión a la abstención, pasando por la discutible gestión de determinadas medidas legales, el cambio de ciclo y otras muchas, pero hay una que llama poderosamente la atención. Fue el mismo Presidente del Gobierno el que al día siguiente mostró su incredulidad por la derrota de determinados presidente autonómicos, a pesar de “su impecable gestión”, opinión que supongo hará extensiva a algún que otro alcalde.

Tal argumento remite a la tradicional concepción izquierdista de considerar que el voto es un ejercicio de responsabilidad que se ejerce conscientemente después de analizar las trayectorias y propuestas que presentan las candidaturas, y nada más lejos de la realidad. Ni una gestión modélica garantiza la victoria, ni una desastrosa la derrota, y ejemplos de ello hay un buen número, y esto es así porque el voto mayoritario dejó hace tiempo de ser reflexivo para convertirse en impulsivo.

Pasó a la historia, tanto aquello del “programa, programa y programa” de Anguita, como eso que nos enseñaban en la escuela de que el hombre es un ser racional. Ni siquiera muchos candidatos, se leen los programas, ni el hombre es hoy racional, se ha convertido en un ser emocional, y pocas cosas hay tan manipulables como las emociones.

Leía en este mismo Diario que casi un 25% de los electores no tenían decidido el voto a escasos días de las elecciones. ¿Cabe pensar que cuando esa papeleta se meta en la urna ha venido precedida de un proceso de reflexión?, creo que es más acertado imaginarse que han sido determinados impulsos emocionales los que la han guiado, y ahí la derecha (tanto la normal como la ultra) se mueve como pez en el agua.

Todos esos mensajes lanzados en la larguísima campaña como el de la sospecha de pucherazo, manipulación del recuento, la supervivencia de ETA, la liberación de violadores, la okupación, y otros muchos, no resisten el más mínimo análisis de veracidad, ni los que los lanzan se los creen (de hecho alguno de ellos ni se mencionará en la muy próxima campaña de las generales), pero van dirigidos directamente al estómago de esa inmensa masa de votantes que dice no saber ni interesarse por la política, no lee prensa, y cuya fuente de información mana mayoritariamente de redes sociales llenas de bulos, falsificaciones e insultos a los adversarios. En ese marasmo sin ley es muy sencillo acusar y denigrar al adversario a base de acusaciones falsas en las que se invierte la carga de la prueba: es el acusado quien debe mostrar su inocencia y no al revés. Son impulsos emocionales e irreflexivos, e imágenes distorsionadas de los adversarios lo que mayoritariamente llega a estos votantes y el resultado está la vista. Escuchar en un colegio electoral el cabreo de una mujer trabajadora de la limpieza porque “estos se quedaban con todos sus impuestos” es francamente desmoralizador.

Ante este panorama debería la izquierda plantearse, como Lenin antes de iniciar su revolución,, “¿Qué hacer?” No se trata de escribir ahora un tratado de cómo enfrentarse a esta situación, pero dado que moralmente no parece adecuado utilizar las mismas sucias armas que el contrincante, debería abrir un largo periodo de reflexión que le lleve a dotarse de los instrumentos necesarios para afrontar las batallas electorales con ciertas garantías de éxito. En este mismo país tenemos algún que otro ejemplo, tanto a nivel municipal como autonómico, de políticos de izquierda que han utilizado de manera inteligente y con resultados muy rentables, los medios de comunicación y redes sociales, teniendo siempre claro que se dirigían mayoritariamente a esa masa votante desideologizada.

Desgraciadamente, y dadas las prisas del Presidente, no hay tiempo para ello antes de las próximas generales, así que deberemos prepararnos para volver a escuchar todo tipo de barbaridades, anuncios de próximos cataclismos, obvias falsedades y mentiras de todos los colores que se traducirán en un resultado que hará que, de nuevo, muchos se mesen los cabellos preguntándole a su ombligo la razón por la cual han llegado hasta allí con lo bien que lo han hecho.

Desde el 29 de mayo una ingente cantidad de artículos han analizado los resultados de las pasadas elecciones municipales y autonómicas, y como corresponde a un evento tan complejo, son igualmente numerosas las interpretaciones que de él hacen actores y observadores, especialmente en lo que atañe a la estrepitosa derrota de la izquierda. Son muchas las causas con las que se intenta justificar los resultados, desde la desunión a la abstención, pasando por la discutible gestión de determinadas medidas legales, el cambio de ciclo y otras muchas, pero hay una que llama poderosamente la atención. Fue el mismo Presidente del Gobierno el que al día siguiente mostró su incredulidad por la derrota de determinados presidente autonómicos, a pesar de “su impecable gestión”, opinión que supongo hará extensiva a algún que otro alcalde.

Tal argumento remite a la tradicional concepción izquierdista de considerar que el voto es un ejercicio de responsabilidad que se ejerce conscientemente después de analizar las trayectorias y propuestas que presentan las candidaturas, y nada más lejos de la realidad. Ni una gestión modélica garantiza la victoria, ni una desastrosa la derrota, y ejemplos de ello hay un buen número, y esto es así porque el voto mayoritario dejó hace tiempo de ser reflexivo para convertirse en impulsivo.