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La putrefacta postal navideña

Luis Valero Esteve

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El puntero de la aguja asomaba las 18:45 de la tarde y la corriente gélida inunda la Puerta de Sol. Pero no conocía el frío, se había convertido en una aglomeración de cuerpos. Ni dirección clara, ni flujo, solo cuerpos inertes ante el embudo infinito de aceras. Se sobrevive al trayecto como un niño de dos años que acaba de aprender a caminar.

“La cola está ahí”. Basta con aminorar el compás de los pasos para recibir recelo, porque no sigues el ritmo de la marcha acelerada. Cuidado, porque no hace falta querer comprar para quedar atrapado en la lógica de la espera. Estupefacto balbuceas ante las personalidades que creen gobernar -solamente son un número más de los cuerpos de seguridad-, pero todo empeora cuando es en el epicentro de la plaza madrileña. Es su forma más álgida. La gente se agrupa como si comenzasen una danza. ¿Quieren estar allí? Permanecer allí no responde a una necesidad, es más bien inercia compartida.

Un click. 19:00. Las luces parpadean y los ojos -si es que no son los de un robot- giran al compás. Cabezas arriba. Móviles en alto. Un árbol brillante, impecable, idéntico a toda mirada. Cámara limpia, encuadre perfecto, repite la toma, repite la toma. No hay margen a error. La Navidad ocurre en la pantalla antes que en el cuerpo. Lo importante no es estar, sino demostrar. Y, como en toda buena fotografía, el encuadre importa tanto como lo que se decide dejar fuera.