En los últimos cinco meses el físico estadounidense Avi Loeb ha publicado tantos disparates sobre el cometa interestelar 3I/ATLAS, que la primera comparecencia de la NASA sobre el tema comenzó cortando de raíz las especulaciones de que se trate de un peligro para la Tierra o de una nave alienígena.
Loeb ha conseguido la atención global hablando de una supuesta aceleración no gravitacional de 3I/ATLAS que podría ser “la firma tecnológica de un motor interno” o deslizando que se trata de un objeto “tecnológico, y posiblemente hostil”. A pesar de los esfuerzos de los verdaderos expertos en asteroides y cometas por explicar la auténtica naturaleza de este objeto estelar, este físico lleva años marcando la agenda y atrayendo el foco mediático hacia las teorías sensacionalistas que empezó a elaborar tras la intrusión del objeto Oumuamua en el sistema solar en 2017.
Una de las claves de su éxito es que Loeb explota su condición de físico de Harvard con una brillante carrera científica anterior, que le otorga un extra de legitimidad a ojos de sus miles de seguidores. Son este tipo de perfiles los que, según los especialistas, más daño hacen a la credibilidad de la ciencia, porque la atacan desde dentro.
“Un científico goza de una confianza pública reforzada, de modo que cuando manifiesta públicamente ideas absurdas hace un gran daño y compromete el papel social de la ciencia”, asegura Joaquín Sevilla, catedrático de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) y coautor del libro Los males de la ciencia. “Hace mucho daño a los investigadores y a quienes creen en ellos”, añade Maite Soto-Sanfiel, especialista en comunicación científica de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). “Porque la etiqueta de científico vende y la gente le cree”.
Pero esta apelación a la autoridad de Loeb tiene trampa: su especialidad es la cosmología teórica y en materia de cometas y asteroides es solo un principiante, lo que explica sus frecuentes meteduras de pata. Como denuncia el astrofísico Ethan Siegel, se trata del típico “físico arrogante que se adentra sin pudor en un campo que le es nuevo” y se cree capaz de “aportar contribuciones significativas que los científicos mediocres de ese campo inferior no tendrían ninguna posibilidad de hacer”.
Además, señala el astrofísico canario Héctor Socas, Loeb protagoniza una interesante paradoja: solo ahora que se dedica a hacer afirmaciones altamente especulativas ha alcanzado la fama. “Esto ilustra un problema más profundo”, reflexiona en un meticuloso artículo sobre el tema. “Nuestra sociedad es incapaz de reconocer el verdadero talento científico a menos que venga envuelto en sensacionalismo”.
Licencia para decir tonterías
Loeb no es el único científico con una carrera brillante que decide dejar el rigor científico en un cajón y pasarse a opinar sobre cualquier campo en favor del show business. En EEUU hay una larga lista de personajes como el físico Michio Kaku, que ha terminado defendiendo todo tipo de ideas peregrinas en televisión, el médico Robert Lanza, creador de una teoría que defiende que nuestra conciencia crea el universo, o el matemático Eric Weinstein, denostado por los físicos por lanzar una supuesta “teoría de todo” sin pies ni cabeza.
Un científico goza de una confianza pública reforzada, de modo que cuando manifiesta públicamente ideas absurdas hace una gran daño y compromete el papel social de la ciencia
A menor escala, en España también tenemos investigadores que aprovechan un título científico para dar una pátina de credibilidad a sus posiciones heterodoxas. Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, se hicieron famosos personajes como el todólogo televisivo César Carballo o el biólogo Fernando López-Mirones, protagonista en redes por sus mensajes descabellados sobre el efecto de las vacunas de ARN y autor del libro Yo, negacionista.
Un caso reciente es el del neurocientífico Álex Gómez Marín, con una brillante carrera en el Instituto de Neurociencias de Alicante, que acaba de publicar La ciencia del último umbral, un libro sobre las experiencias cercanas a la muerte. En 2021, una grave hemorragia interna casi acaba con su vida y le condujo a una experiencia “hiperreal” en la que vio a tres figuras que le esperaban en la luz, como “guías espirituales”. “Soy un hombre que ha pisado el más allá y ahora lo investiga desde el más acá”, escribe. “Soy un científico que ha puesto su credibilidad al servicio de lo desconocido”.
Gómez Marín es muy consciente de que ha conseguido mucha más atención mediática con este relato que con sus trabajos anteriores, pero también de que se ha jugado su reputación y su carrera como investigador. “No lo hago para vender libros porque obviamente de esto no me gano la vida”, explica a elDiario.es. Sí reconoce que el hecho de ser científico refuerza su mensaje y lo hace llegar más lejos. “Claro que juego mis cartas. Todos lo hacemos”, defiende. “Entiendo que se pueda criticar que use la legitimidad que me otorga la ciencia, pero esto no es criticar a la ciencia, es hacerla mejor”.
Enfermos de autoridad
En su libro La teoría de todo lo demás (Capitán Swing, 2025), Dan Schereiber defiende que la mayoría de nosotros tenemos un “granito de chifladura” o alguna creencia estrafalaria, y esto también afecta a los científicos. En el mundillo se conoce como el síndrome del premio Nobel, o “Nobelitis”, al fenómeno por el cual algunos galardonados comienzan a defender ideas extrañas o se consideran expertos en campos que desconocen. Así, Kary Mullis, inventor de la prueba PCR, negaba que el VIH causara el sida y rechazaba el cambio climático o Luc Montagnier, descubridor del VIH, se convirtió en un ferviente activista antivacunas.
Cometemos el error de creer que, solo porque alguien sea increíblemente inteligente en un área, debe tener un amplio espectro de conocimientos sobre todo
“Cometemos el error de creer que, solo porque alguien sea increíblemente inteligente en un área, debe tener un amplio espectro de conocimientos sobre todo”, comenta Schereiber a elDiario.es. Aunque no quiere especular sobre lo que pasa por la mente de Avi Loeb, al que conoce personalmente, el escritor británico cree que el gran éxito de sus libros y las lucrativas conferencias que da sobre extraterrestres tendrán bastante peso. “Es un gran comunicador y ni siquiera hacía falta añadir la teoría de una nave alienígena para tener éxito. La realidad del objeto interestelar que estamos rastreando ya es bastante espectacular”, asegura.
En su opinión, este tipo de científicos, como Avi Loeb o el controvertido bioquímico británico Rupert Sheldrake, creador de su propia pseudociencia, tienen demasiada prisa por mostrarnos lo que los investigadores solían hacer en privado. “Darwin se sentó durante 20 años antes de publicar sus ideas”, recalca Schereiber. “Si has descubierto extraterrestres, investiga durante 20 años para asegurarte de tener razón antes de publicarlo y antes de que todos estos detectives aficionados se suban al carro y digan: Ahora tenemos un profesor de Harvard. Eso significa que siempre hemos tenido razón. Es una nave extraterrestre”.
Un batiburrillo de sesgos
Helena Matute, catedrática de Psicología Experimental de la Universidad de Deusto, cree que en los casos en los que los científicos difunden teorías absurdas tiene un papel importante el denominado sesgo de autoridad, pero también un sesgo de confirmación. “Me gusta esta teoría, busco cómo confirmarla, y fíjate, encuentro que este experto está diciendo lo que yo pensaba”, explica. Al hilo de esto, recuerda un estudio reciente realizado por investigadores españoles que mostró con 116 estudiantes cómo las creencias sobre pseudociencias se refuerzan cuando provienen de personas con la etiqueta de “expertos”.
Un científico debería ser capaz de plantearse la posibilidad de estar equivocado y darse cuenta de que si transmite ideas no probadas puede llegar a hacer mucho daño
“Por eso, como dicen los autores, la autoridad conlleva responsabilidad”, subraya Matute. En su opinión, es fundamental formar bien a todos los profesionales sanitarios, a los científicos y a todos los posibles expertos con autoridad. “Un científico puede llegar a un punto en el que cree que no necesita seguir poniendo a prueba sus teorías, pero debería ser capaz de plantearse la posibilidad de estar equivocado y darse cuenta de que, si se equivoca, y lo que transmite son ideas no probadas, puede llegar a hacer mucho daño, mucho más que un no experto”.
A Joaquín Sevilla le llama la atención el proceso de “conversión” y cómo una persona que se ha dedicado exitosamente a la ciencia puede cambiar hacia este tipo de pensamiento “alternativo”. “Los sistemas de valores personales asociados a la autoimagen y a la pertenencia a un grupo quizá podrían explicarlo”, relata. Diversos trabajos sobre el tema hablan de factores psicológicos, como la búsqueda de la fama o la vocación de iconoclastia, que predisponen a interpretar anomalías como pruebas de teorías extraordinarias. Y también indican que la presión de producción científica puede empujar al investigador a identificarse como “outsider” y buscar legitimidad pública.
En un sistema que premia el impacto y la visibilidad cabe la perversión de que ciertas personas se desvíen más allá de lo éticamente respetable
Maite Soto-Sanfiel ha estudiado el fenómeno del “hype” (exageración de los resultados) en el ámbito de la física cuántica y destaca la creciente presión para captar la atención a la que se enfrentan los científicos como uno de los factores determinantes. “Aunque estos casos son excepciones, se producen en un sistema que está premiando la visibilidad, una competición en la que son valorados porque su nombre es mucho más sonado, porque recibe más citas… Y en ese sistema cabe la perversión de que ciertas personas se desvíen más allá de lo éticamente respetable”, señala.
La responsabilidad de los medios
En todo este ecosistema, los medios tienen una gran importancia, porque dirigen el foco hacia temas que despiertan mucha curiosidad, pero que se basan en falsedades o en hechos no probados. Un ejemplo reciente fue el anuncio a través de un documental emitido en RTVE de un estudio que revelaba supuestamente que Cristóbal Colón tenía “rasgos compatibles con origen judío”. Más de un año después, el prometido trabajo científico de José Antonio Lorente, de la Universidad de Granada (UGR), sigue sin publicarse.
La publicación reciente de un perfil sobre el neurocientífico Álex Gómez Marín en el diario El País llevó a la Sociedad Española de Neurociencia (SENC) a manifestar su indignación en una carta de protesta. “Otorgar visibilidad a discursos pseudocientíficos desacredita el trabajo de miles de investigadores e investigadoras y contribuye al retroceso en el progreso y el bienestar colectivo”, escribían. Dar altavoz a estos científicos que se han pasado al lado oscuro, coincide Joaquín Sevilla, “contribuye a que el papel de la ciencia como fuente de conocimiento fiable para la sociedad se vea deslegitimado”.
Para Dan Schereiber, el éxito de los mensajes de Avi Loeb o Gómez Marín se explica porque dicen lo que mucha gente quiere oír: uno anuncia que los extraterrestres están llegando y el otro habla a la gente de lo que ocurre después de la muerte, un asunto que casi siempre tratan personas que no son académicas. “De modo que cuando un académico finalmente se implica y dice que ha experimentado algo, muchos lo interpretan como el abrazo reconfortante de un científico que les dice: no te preocupes, vas a ir al cielo”.
Cualquier científico que se inclina hacia estas áreas —opina el autor británico—, ya sean fantasmas o telepatía, captará inmediatamente una gran atención y las informaciones rigurosas no pueden competir en audiencia. “Porque a Loeb lo llevará Joe Rogan a su programa, y eso es la otra cara preocupante de este fenómeno, que la ciencia se está vinculando cada vez más en muchos medios con la teoría de la conspiración”.
Como dijo el neurocientífico Steven Rose en referencia a las teorías de Rupert Sheldrake, este tipo de hipótesis fantasiosas ofrecen “un grado de fama instantánea que es más difícil de alcanzar mediante la búsqueda rutinaria de la ciencia más convencional”. Y eso es muy difícil de combatir, o prácticamente imposible. Porque no es lo mismo decir en un titular que el cometa interestelar 3I/ATLAS tiene un exceso de CO2 que anunciar que se dirige a la Tierra con intención de destruirla. Controlar nuestros propios impulsos, como comunicadores y como lectores, también es parte de la solución al problema.