La hija de Franco compró en 1987 por 150.000 euros la tumba en La Almudena donde puede acabar enterrado el dictador

La hija de Francisco Franco, Carmen Franco, adquirió en 1987 una tumba “a perpetuidad” en la cripta de La Almudena donde podrían reposar los restos del dictador cuando, finalmente, sea exhumado del Valle de los Caídos, según los deseos expresados por la familia. Una tumba con capacidad para entre cuatro y seis cuerpos, que no fue un regalo de la diócesis sino comprada por 'Carmencita' por un importe, al cambio en pesetas, de unos 150.000 euros, según ha podido saber eldiario.es. Otras fuentes, cercanas a la familia, rebajan la cifra, y apuntan que fue sensiblemente inferior (unos 30.000 euros al cambio).

La cripta de La Almudena, con una veintena de capillas y algo más de 1.500 personas enterradas -allí descansan los restos de nobles, eclesiásticos o personajes que contribuyeron, con su dinero, a financiar las obras de la catedral-, celebra sepelios prácticamente cada mes, aunque ya no hay tumbas a la venta y las que permanecen vacías están reservadas.

Una de ellas, situada en la girola del templo a la izquierda de la entrada del templo, se adorna todos los días con flores frescas con los colores de la bandera española. Estuvo vacía hasta que en 1998 se trasladaron allí los restos del marqués de Villaverde, yerno de Franco. En diciembre pasado fallecía Carmen Franco, quien fue enterrada junto a su esposo. Y, ahora, los nietos del dictador pretenden que su abuelo (y, posiblemente su mujer, Carmen Polo, hoy enterrada en Mingorrubio, un cementerio privado sufragado por Patrimonio Nacional) haga lo propio debajo de un templo que fue inaugurado en 1993 por Juan Pablo, convirtiéndose en la primera catedral del mundo bendecida por un Papa.

La idea de la familia tiene un doble propósito: de un lado, ajustar los límites de la Ley de Memoria Histórica, permitiendo que Franco vuelva al centro de Madrid, a muy pocos metros de la plaza de Oriente, lugar fetiche para los nostálgicos del régimen. Del otro, ponen en un aprieto al cardenal de Madrid, Carlos Osoro, a quien acusan de tibio por no haberse opuesto a la salida de Franco del Valle de los Caídos.

El hipotético enterramiento de Franco en la cripta de La Almudena (que en la actualidad recibe, según su vicario, Joaquín Iniesta, unas 800 visitas diarias que donan “voluntariamente” un euro por persona), podría convertir el edificio anexo a la catedral en un nuevo memorial del franquismo o un lugar de peregrinación de los grupos de ultraderecha.

Desde el arzobispado se observa con preocupación esta posibilidad, aunque Osoro, que hasta finales de octubre permanecerá en Roma, participando del Sínodo de Obispos, señala que tiene las manos atadas. A través de distintos conductos, la Iglesia sí ha hecho llegar su desazón al Ejecutivo, pero insiste en que el espacio es de la familia y no se puede impedir la inhumación.

No sería la primera vez que Franco entraría con honores en una iglesia. En 1937, el Episcopado español en su conjunto (con dos excepciones: el obispo de Vitoria, monseñor Múgica; y el arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, ambos exiliados de España al comienzo de la Guerra) suscribió la tristemente famosa 'Carta Colectiva', en la que los obispos legitimaban el “alzamiento militar” y condenaban la República. “Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas derivan, que el triunfo del movimiento nacional”, se leía en la carta.

Desde entonces, la unidad entre la Iglesia y el franquismo fue total, hasta el punto de que España se convirtió en uno de los pocos estados confesionales de Europa. Se consagró el nacional-catolicismo con el Concordato de 1953, se devolvieron a la Iglesia la mayor parte de las propiedades confiscadas desde la desamortización de Mendizábal, se le permitió inmatricular a su nombre toda clase de inmuebles, fincas, cementerios, jardines e incluso bosques y frontones... Hasta el final del Concilio Vaticano II (1965), no hubo una sola palabra de rechazo de la Iglesia oficial ante los desmanes del Régimen y de un dictador que, hasta el final de sus días, entraba y salía de los templos al más puro estilo de papas y emperadores: bajo palio.

Solo a partir del Concilio, y especialmente con la llegada al papado de Pablo VI (quien llegó a firmar una carta de excomunión para el dictador cuando éste quiso expulsar de España al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros), la Iglesia comenzó a trabajar para el futuro de la sociedad española después de Franco. Fue en las iglesias (única institución con derecho de reunión en la España franquista), y en sus salones, donde se reunieron algunos de los líderes de la lucha antifranquista. Pero la Iglesia no perdió sus privilegios entonces, ni después de la muerte del dictador. Así, tanto la Constitución de 1978 como los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 (suscritos el 3 de enero, pero negociados a la par que el texto constitucional) mantenían la preponderancia de la institución por encima de cualquier otra confesión religiosa u organización política o social.

43 años después de la muerte de Franco (se cumplen el 20 de noviembre), la Iglesia y el dictador parecen condenados a mantener unidos sus vínculos, aunque sea a través de una tumba.