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Los lobos bajarán de los bosques

Solemos revestir a la naturaleza de intención poética. Las plantas vibran. Los cielos lloran. Los animales adquieren nuestras cualidades. Pero no hay nada más práctico y amoral que la vida silvestre.

En nada caerá la primavera, y la naturaleza ha empezado a acomodarse a su propio ciclo. Nosotros, vegetando al interior de nuestras casas y departamentos; los árboles y las flores a punto de estallar en brotes y colores. En el patio de casa ha comenzado a hincharse el árbol más alto —un abeto plateado, creo—, el olivo ya precisa una poda de los hilos que le crecen desde el piso y la enredadera con la que pretendo ser el mejor vecino —y eso significa montar una enorme pared verde que me mantenga al margen de todos— ha empezado a ganar el volumen, altura y determinación que le exijo.

Las plantas, digo, saben. La naturaleza sabe. Es inmanente, no nuestra lógica. Su programa no se interrumpe por el virus. Donde hay oportunidad, habrá vida. Sólo por nuestra presencia menor o la ausencia circunstancial —quince días, un mes— ecosistemas bajo presión mostrarán algún brío. Ustedes ya lo saben: han visto jabalíes vagar por pequeñas aldeas del norte de Italia, donde los humanos llevamos tiempo escondidos del bicho mortal. Delfines recorren en este instante el puerto de Cagliari. Un video muestra un ciervo macho —joven, altivo— mirando impertérrito a un tipo clavado en una cruz en una catedral de quién sabe dónde —me da igual si es actual: la vida sabe moverse más allá de nosotros. Greta Thunberg debe llorar de amor: los cisnes han vuelto a Venecia, que ahora luce un agua imposible; la gente se conmueve al ver los pequeños cardúmenes de peces que surcan los canales sin interrupción ni pavor. No me extrañará cuando suceda: los lobos bajarán de los bosques.

No seré apocalíptico, pero la vida puede sobrevivir al bípedo más brillante y necio del planeta.

Y mientras tanto, nosotros también procuramos que la vida se exprese en épocas aciagas y extraordinarias. Como la naturaleza, que es vieja y práctica, la mujer que vive frente a casa tiene su propio plan. La señora se he echado encima del pijama un chaleco rosado y ha salido al balcón de su segundo piso a preparar el pequeño vivero personal para la primavera. El balcón no rebosa de plantas —he visto selvas en muchas casas— pero ha comenzado a vibrar con los tonos de la primavera. La mujer lleva con ella una bolsa de plástico, una escoba y un balde.

Primero va por las plantas a su izquierda, una piña compacta de hojas verdes que cae derramada por la pared de ladrillos donde concluye su balcón. Ha sacado de la bolsa de plástico unas tijeras y comienza a recorrer las ramas con velocidad y mano firme. Sabe qué hace. En nada de tiempo desaparecen las hojas mustias. La planta ahora desbrozada exhibe una cabellera menos frondosa pero no ha perdido presencia. Podría jurar que respira, plena.

Ahora la mujer barre un poco las hojas caídas y riega la mata recién peinada. Por un instante se acodará en la barra de su balcón, mirará a la calle, a izquierda y derecha. Supongo —porque el Virus de Mierda nos ha entrenado en la presunción distante— que actuará el rol de la vecina tradicional: está controlando —me digo, odioso— que los vecinos no tengan un jardín aéreo que luzca mejor que el suyo. De inmediato, la supongo biliosa con los dueños del departamento de abajo, que tiene también un pequeño balcón multicolor, floreado en rosa, rojo y blanco. Asumo que allí vive su némesis de años, décadas, una vida.

Los próximos pasos de la mujer estarán marcados por mi mirada contaminada, virósica: he destruido su apasionamiento. Le he puesto lógica humana a un acto sencillo. Por eso, cuando la mujer se agacha ahora para desbrozar una maceta con flores delicadas, pequeñas como ojos, la supongo verdosa de envidia acusándolas de no tener ni la prestancia ni el empaque ni el aroma ni la luminosidad ni el semblante de la maceta de los vecinos. Y cuando ahora tome la escoba y repase de un lado a otro el piso del balcón, veré en sus movimientos firmes una furia contenida, su enojo: una derrota humana.

Nada. Nada de eso sucede. Lo que hay frente a mí es vida vieja —la doña— asegurando vida nueva —la naturaleza. Hombre: si uno limpia el prejuicio, ve con cristales frescos. Y la mujer se ocupará de sacarme del quicio —es mi enojo por este cenobio obligado el que me hace obtuso— con gestos suaves. Si se ha agachado a tironear no ha sido para cuestionarle a sus flores su escasa prestancia sino para librarlas de las malas hierbas —las ha quitado de cuajo— y si ha sido enfática con la escoba es para limpiar el piso de la tierra que han desparramado las raíces recién extraídas.

Vida plena, suelta. Sola. O vida humana dedicada a mantener vida. Busquen la metáfora que les funcione: Greta con el planeta, la señora con sus plantas, un médico en cualquier hospital.

Hay primavera, me digo yo, que vivo en un otoño semipermanente.

Hay primavera, saben las bestias que bajan adonde ya no estamos jodiendo.

Hay primavera, sabe la mujer, que antes de dejar el balcón pasa su mano con delicadeza por una corona de flores rosadas. Ahora sí, no me equivoco al suponer su gesto: sonríe al salir.

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