El rechazo del presidente Thomas Jefferson a los actos oficiales fue tan radical que acudía en pijama a las reuniones diplomáticas

Héctor Farrés

18 de mayo de 2025 15:00 h

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No había avenidas ni monumentos. Las casas se levantaban entre barro, sin aceras ni farolas. Estados Unidos era tan joven que apenas sabía comportarse. No existían manuales para recibir a diplomáticos, y Washington no era más que una aldea mal trazada a orillas del Potomac. En medio de ese desorden incipiente, Thomas Jefferson decidió imponer sus propias reglas.

El embajador británico Anthony Merry llegó a la capital estadounidense en 1803 con un séquito digno de una corte europea: su esposa, un chef francés, sirvientes, un cochero, criados personales, un mayordomo y mucho equipaje. Venía preparado para todo, salvo para el modo de hacer política que encontró. Su primer disgusto fue la ciudad: escribió a Londres que las condiciones de vida eran “perfectamente salvajes”.

Un embajador británico aterriza con todo menos paciencia

Después de varios días de viaje desde Virginia y una estancia accidentada marcada por enfermedades y problemas logísticos, Merry se presentó ante el secretario de Estado, James Madison, con la intención de entregar sus credenciales. Llevaba un abrigo azul oscuro adornado con terciopelo negro, bordados dorados, calzas blancas, medias de seda y una espada ceremonial

Madison lo condujo por un pasillo hasta la sala donde debía celebrarse la presentación, pero Jefferson apareció desde el extremo opuesto. Merry, ataviado con su sombrero emplumado y el uniforme de gala, tuvo que retroceder entre muebles y papeles mientras intentaba mantener el equilibrio.

Cuando por fin consiguió pronunciar su discurso y entregar sus cartas oficiales, Jefferson vestía zapatillas rotas, sin peluca y con una bata. Más tarde, en su informe al Foreign Office, Merry señaló que el presidente estadounidense estaba “no solo en ropa informal, sino con las zapatillas hundidas en los talones”, y añadió que su indumentaria era “una muestra de dejadez estudiada”.

La primera impresión no mejoró en las jornadas siguientes. A los tres días, los Merry fueron invitados a cenar en la Casa Blanca. El embajador asumió que el convite se ofrecía en su honor. Sin embargo, la cena empezó con un gesto que rompía por completo el protocolo diplomático. Jefferson ofreció el brazo a Dolley Madison para acompañarla a la mesa, pese a que ella le susurró: “Lleve a la señora Merry, lleve a la señora Merry”.

Esa comida, sin tarjetas de asiento ni orden jerárquico, siguió el estilo llamado pell-mell, en el que cada invitado se sentaba donde podía. Merry intentó coger un sitio junto a la esposa del ministro español, pero un joven congresista se le adelantó. El presidente no intervino, y el británico se sintió ignorado de nuevo. Según relató posteriormente, pidió su carruaje en cuanto terminó la velada.

La incomodidad continuó en una cena ofrecida por Madison días después. Merry comunicó que no asistiría a más encuentros organizados por el presidente ni por el secretario de Estado. La anécdota se extendió rápidamente entre los círculos políticos de Washington, especialmente entre los federalistas, que aprovecharon el malestar del embajador para criticar a Jefferson.

Dos formas de entender el poder que no lograron encontrarse 

Al margen de las apariencias, Jefferson no era ajeno al ceremonial refinado. En sus cenas se servían vinos franceses y platos elaborados por un chef contratado en Europa, acompañado por dos cocineras esclavizadas de Monticello que fueron llevadas a Washington para ser instruidas en cocina francesa. La combinación de ese refinamiento gastronómico con la informalidad en el trato formaba parte de una estrategia deliberada: simplificar el protocolo para reflejar los valores republicanos.

Ese planteamiento, sin embargo, chocaba frontalmente con la educación y la experiencia de Merry, que había trabajado en embajadas de París y Madrid, y que accedió a su puesto gracias a una herencia modesta invertida con cuidado. Su sensibilidad ante las jerarquías, heredada del modelo británico, le impidió interpretar el gesto de Jefferson como una apuesta ideológica y no como un desprecio personal.

Tras el revuelo, Jefferson y Madison redactaron una serie de normas que pretendían justificar el método pell-mell - en francés pêle-mêle - como una práctica igualitaria. El documento explicaba que en Estados Unidos no había distinciones entre nacionales y extranjeros, entre cargos públicos o ciudadanos particulares. Claro que esa igualdad no incluía a la población negra.

Merry abandonó Washington en 1806 y fue destinado a Copenhague, pero no dejó de contar la historia. Durante años relató cómo Jefferson le recibió “tirando una zapatilla al aire y atrapándola con el pie”. Para él fue una humillación. Para Jefferson, una declaración de principios.