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The Guardian en español

Nicaragua se acerca a la dictadura una vez más

El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y su esposa y candidata a la vicepresidencia, Rosario Murillo.

Gioconda Belli

Desde mi casa con vistas a Managua, durante la noche la ciudad parece un parque de atracciones: recuerda más a la fantasía de Walt Disney que a la capital del país más pobre del continente americano. Hay árboles de metal gigantes, todos salpicados con cientos de luces de colores, instalados por toda la ciudad. Unos pocos podrían estar bien, pero 130 en nuestra pequeña ciudad lo convierten en algo abrumador y cursi.

Este cambio de imagen es obra de nuestra excéntrica primera dama y futura vicepresidenta, Rosario Murillo. Es su manera de dejar huella en nuestras vidas.

Teniendo en cuenta lo que está pasando en Nicaragua, a menudo siento que estoy sumergida en una perversa novela del realismo mágico. Todo lo que se suponía que no volvería a pasar en mi país está volviendo. Estamos reviviendo todo lo que pensé que había sido erradicado cuando nosotros, los rebeldes sandinistas, entramos en Managua el 19 de julio de 1979 y pusimos fin a 45 años de la dinastía Somoza.

Lo que más duele es ver que el pasado vuelve bajo la figura de nuestro antiguo compañero de armas, Daniel Ortega. Su mujer y él han tejido cuidadosamente una pegajosa telaraña para atrapar a los nicaragüenses en una red de progreso ilusorio.

Ortega gobernó Nicaragua de 1979 a 1990, y en 2007 se presentó a la reelección. Yo hice campaña contra él, con la certeza de que si salía reelecto se mantendría en el poder a cualquier precio. Algunos amigos intentaron convencerme de que Nicaragua ya no era lo mismo. Tras experimentar 16 años de democracia incipiente, el pueblo rechazaría sus tendencias autoritarias, decían.

Pero Ortega –ayudado por su esposa– consiguió venderse al pueblo nicaragüense como un revolucionario demócrata. Murillo diseñó una campaña que prometía paz y amor. Versionó la canción de John Lennon Give Peace a Chance (“Dale una oportunidad a la paz”) y la usó con su propia letra como sintonía de campaña.

Ortega y Murillo se reconciliaron con la Iglesia católica y –tras 25 años viviendo juntos– el cardenal de Managua y antiguo archienemigo de la pareja, Miguel Obando y Bravo, los casó. Milagrosamente, pasaron de ser peligrosos ateos a fervientes cristianos de la noche a la mañana. La ilusión funcionó. Ganó las elecciones.

Mujer trabajadora y determinada, con una fe casi supersticiosa en su misión como salvadora del pueblo, Murillo ha tenido un papel clave en el fortalecimiento de la continuidad de Ortega en el poder. Defendió a su marido incluso cuando la hija que el presidente tenía de su primer matrimonio acusó a Ortega de abusar de ella sexualmente. Su lealtad le dio sus frutos y le granjeó mucho poder.

Mientras tanto, Ortega se puso a ejercer un control absoluto sobre las instituciones estatales como la Junta Electoral, el Tribunal Supremo, la Asamblea Nacional, el Ejército y la Policía. Después reformó la Constitución para permitir reelecciones indefinidas. Más recientemente, en un tiro de gracia para cualquier apariencia de democracia, eliminó la representación legal de la única fuerza de oposición capaz de desafiarlo en las elecciones de 2016 y se la otorgó a aduladores que le garantizaban el cumplimiento de sus órdenes.

Ortega ya había anunciado en un discurso que no aceptaría observadores internacionales en las elecciones del 6 de noviembre. “Sinvergüenzas”, los llamó, “deberían observar a sus gobiernos, no a nosotros”.

En esa época, Murillo empezó a visibilizarse más en su propaganda política. Mientras que Ortega no ha dado una sola rueda de prensa a los medios nacionales desde 2007, Murillo se dirige al pueblo todos los días a mediodía en la radio y la televisión, y ahí exalta la naturaleza cristiana, socialista y solidaria del modelo político de la pareja. A principios de este mes, Ortega nombró a su candidata a la vicepresidencia: Rosario Murillo.

Estados Unidos y la Unión Europea han expresado sus preocupaciones, pero Ortega tiene lista su retórica anti-imperialista y parece deleitarse en la perspectiva de otra ronda de desafíos. Para él, esta es la segunda vuelta de la revolución sandinista.

Hasta el momento, el pueblo nicaragüense ha tenido un papel bastante pasivo. Ortega y Murillo han usado miles de millones de Venezuela para dar bonus a los empleados públicos y a los agricultores, distribuir materiales para construir techos en los barrios pobres y financiar una amplia variedad de programas sociales. Asustados por la posibilidad de otra lucha sangrienta, los nicaragüenses han optado por conseguir lo que puedan y guardarse sus opiniones para ellos.

Somoza tuvo dos hijos para continuar con su dinastía. Ortega y Murillo tienen cinco hijos y dos hijas.

Aunque puede que se sientan muy fuertes, hemos visto esto antes. Nada es para siempre.

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo

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