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Grandes esperanzas: tebeos para los niños

Angelitos en torno a una viñeta

Rubén Lardín

El mayor negocio de la industria editorial, al menos en nuestro país, apela a la educación: son los libros de texto y las lecturas recomendadas. Plan Lector, así llama la Administración a estas imposiciones mafiosas que en verdad explotan la inopia adulta y le dan alas hacia un futuro lampedusiano. Los niños con un interés espontáneo por la lectura también acuden a fenómenos de temporada que si bien a menudo resultan siembra de la publicidad, muchas veces son intuiciones imprevistas que estamos muy lejos de desentrañar. Y luego están los tebeos.

Los tebeos son una cosa que Umberto Eco les robó a los niños, pero el cómic infantil sigue siendo uno de los ámbitos donde el medio es capaz de dar lo mejor de sí mismo. Para aliviar un poco la atrofia de la imaginación que puede suponer la vuelta al cole, y obviando mortadelos, tintines y otros clásicos permanentes, así como los pelotazos manga normalmente asociados a series de televisión, he aquí algunos títulos, sin plan lector ni plan nada, de eficacia probada para los más chinorris.

Hora de aventuras

Para educar al niño en la sensatez de la desobediencia nada mejor que empezar por una historia de piratas. Sardina del espacio (Planeta Junior) es una disparatada hora de aventuras (tal vez más mesurada en ironías) donde una tripulación surca los cielos reparando trastadas de monstruos y villanos y haciendo, en definitiva, lo que hacen los niños, salvar el universo todos los días. Se trata de uno de los trabajos menos conocidos de Joann Sfar (en colaboración con Emmanuel Guibert y Mathieu Sapin), un autor que se toma muy en serio el cómic porque lo reconoce como el medio que le construyó. De él son más populares e igualmente recomendables series como Pequeño Vampiro (que no debe confundirse con el personaje literario de Angela Sommer-Bodenburg) o la saga de La Mazmorra, un proyecto faraónico compartido con Lewis Trondheim (y tropecientos dibujantes invitados) que se bifurca en varios estadios temporales entre la fantasía medieval, el divertimento y la entretela decimonónica. Y que no se sabe si es primero para adultos o si lo descubrieron los niños.

Si mencionamos a Trondheim es inevitable recordar que de él tenemos recién horneada nueva serie, Ralph Azham (Norma), donde, como de costumbre, el sentido de la aventura se entiende en toda su pureza: la plena responsabilidad de uno sobre sí mismo como sueño de libertad. Disfrutadas las tres entregas disponibles de esta fantasía heroica con protagonista maldecido (un pato con la clarividencia de saber cuántos hijos va a tener la gente) y espolvoreada de la cantidad precisa de humor, romance y tragedia aleatoria, ya se puede certificar que Trondheim ha vuelto a hacerlo, también trascendiendo en mucho, sin desvirtuarla, la dimensión infantil que aquí pretendíamos tratar.

Centrémonos. En la misma línea de dibujo suelto y narración instintiva que practican Sfar y Trondheim, Artur Laperla, dibujante que ha entonado el mundo de la infancia en álbumes para adultos como Dream Team (con Mario Torrecillas al guión), tiene en su haber un vanidoso superhéroe a quien su archienemigo aplicó un rayo patatizador que le convirtió en tubérculo. Las aventuras de Superpatata, que ya conoce tres álbumes, están recomendadas para mayores de 6 años en el catálogo de Mamut, un sello de Bang Ediciones que logró el premio Jeunesse 2014 en el último Festival de Cómics de Lyon y que divide su producción por edades partiendo de los parvulitos. Para ello cuenta con nombres de altura del cómic nacional como Alex Fito, Juan Berrio, Pep Brocal, Fermín Solís o Miguel B. Nuñez, que confeccionan primero libros sin palabras, para que los pequeños se familiaricen con el asunto de la secuencialidad, y poco a poco van introduciendo complejidad y modulando géneros como la aventura o la ciencia-ficción.

Si lo que se quiere es sumar a la lectura el juego ilusorio, Curiosón. Viaje al corazón del océano (Fulgencio Pimentel), de Matthias Picard, es una de esas rarezas que les pondrá tibia a los niños la glándula pineal, ejercicio muy adecuado para soñar bien soñado incluso despierto. La peripecia contemplativa de un pequeño buzo barroco que, con su propuesta en tres dimensiones (el volumen incluye un par de gafas anaglíficas para retoño y progenitor), tiene muchos números para convertirse en uno de esos libros-talismán que padres y madres pueden llegar a aborrecer.

Jóvenes carrozas

Antes de darse por derrotados, esos mayores tienen la oportunidad de recordar qué demonios era toda aquella intensidad acudiendo a Lo primero que me viene a la mente (Astiberri), el último trabajo del alicantino Juaco Vizuete, que en forma de narración fragmentaria y dada a los vaivenes -como la misma memoria- cuaja la construcción de un hombre en un ejercicio similar al que Blutch había realizado en El pequeño Christian (Norma). La operación, recurrente en autores cuarentones, es más compleja de lo que parece, pero Juaco consigue significarla con naturalidad aparente, eludiendo el fetichismo sentimental y fijando con viveza no sólo los recuerdos del niño sino su extrañamiento, su intriga y su dolor de barriga.

Y es que solo hay un sentimiento que el adulto pueda saborear mejor que el niño: la nostalgia, que por lo general emerge infundada pero que en el caso de los tebeos tantas veces cobra sentido. Al menos así lo demuestran las recientes ediciones integrales de títulos como Johan y Pirluit (Dolmen Editorial), serie de Peyo donde a finales de los años cincuenta nacieron como secundarios los pitufos, o el Todo Umpa-pá (Salvat) de Uderzo y Goscinny, piel roja y ancestro inmediato de Astérix que mantiene el músculo a medio siglo de su creación.

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