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Vidas adultas sentadas en los pupitres de El Salvador

Jorge, Blanca, María Raquel y José Ricardo en su escuela de la comunidad San Bartolo de El Salvador/ Alba Sotelo

Gabriela Sánchez

San Carlos Lempa (El Salvador) —

Tienen 16 y 17 años pero van a clase con niños de 13. José Ricardo siempre llega tarde después de ordeñar a cada una de sus vacas. Blanca acude al colegio más cansada que sus compañeros después de visitar otra escuela, la de su hija. Las manos rojas de Jorge aportan pistas sobre las horas dedicadas a la agricultura. Estamos en un colegio de una zona rural empobrecida de El Salvador cuya comunidad está rodeada de plantaciones de caña de azúcar y maíz, en una época en la que una parte de los alumnos desaparecen para ayudar a su familia.

“La escuela se adapta a la comunidad. La necesidad de sus familias obliga a los alumnos a trabajar desde muy jóvenes. Otros se convierten en padres cuando aún vienen al colegio, actualmente tenemos tres madres. Cuando alguno comienza a faltar con frecuencia, imaginamos lo que ocurre y les entregamos una guía para que pueda seguir las enseñanzas a distancia”, explica la profesora de Sociales de la escuela. Pero no es fácil y los cursos pendientes se amontonan. “Tenemos 'sobre edad' en la escuela”, reconoce la maestra.

Ayudar a la familia, aprender a trabajar para obtener ingresos cuanto antes o la llegada temprana de la paternidad son algunas de las circunstancias que los niños salvadoreños comienzan a enfrentar a una corta edad y que influyen en su escolarización. El número de niños y adolescentes -entre los cinco y 17 años- que realizan alguna actividad productiva supone el 8.5% de la población infantil, según la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples (EHPM) de 2013 realizada por el Gobierno salvadoreño. La cifra ha experimentado una reducción de más del 11% con respecto al año anterior. Según las autoridades, esta caída se debe a las políticas implementadas por el gobierno para prevenir y reducir el trabajo infantil, tras las advertencias de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que monitorea los resultados.

La captación de menores por las pandillas es otro de los obstáculos a la educación. Mientras estudian en la escuela los jóvenes no están tan expuestos a la captación de las maras como lo estarán en secundaria pero tienen sus riesgos. “¿Qué va a ser de estos niños cuando salgan de aquí?”, se pregunta la profesora. Reconoce que este colegio no ha sufrido el acecho de las pandillas, pero menciona otros que sí, lo que influye en la programación de sus actividades. “Antes salíamos más... Hacíamos excursiones junto a otros colegios, intentábamos enseñar más allá de estas paredes. Pero ahora, tal y como está la situación de la criminalidad, no se puede. No podemos arriesgarnos a que se acerquen a nuestros alumnos”, apunta de forma contundente. Lo hace con conocimiento de causa. Hace casi un año un grupo de pandilleros mataron uno de “sus chicos” de 16 años cuando más niños de la escuela jugaban al fútbol en horas no lectivas.

Blanca: a la escuela de su hija antes de ir al cole

Blanca se siente diferente al resto y opta por callar. Comenzamos a charlar sobre la corta edad a la que muchos salvadoreños inician la paternidad. Sus compañeros reconocen que es algo común. Con algo de vergüenza, Jorge asegura que prefiere esperar a acabar sus estudios, teme tener aún menos tiempo para aprender y quiere garantizarse un “buen trabajo”. Mientras, Blanca mira para un lado sonriendo. El resto también se ríe mientras comenta. Sabemos que algo pasa, algo nos estamos perdiendo. Blanca evita decir nada.

Ríe con el sonrojo de una niña que escucha aquello que se niega a asumir. Su habla es interrumpido constantemente por una risa nerviosa. Esconde su rostro con sus manos, mira de reojo, vuelve a reír. Se sonroja como una niña porque es una niña, aunque ya haya nacido otra de ella. Fue madre a los 13 años y dejó la escuela. Pero quería volver, le gustaría ser enfermera. Este curso, transcurridos tres años, regresó. “Así puedo completar mis sueños”. Tiene 17 años y cursa sexto de primaria.

Cada día, antes de llegar a su colegio, prepara a Catherine, su hija de tres años y la lleva a la escuela infantil. “Intento hacer los deberes cuando ella duerme, aunque algunos días no puedo”, relata Blanca. Otros no puede acudir. Según describe, la niña cae enferma con frecuencia por una enfermedad pulmonar. No es la única, asegura. La comunidad que rodea al colegio está rodeada de cultivos de caña de azúcar. Las técnicas de explotación industrial son denunciadas por sus habitantes y ya ha habido varios casos de insuficiencia renal derivados de los químicos rociados en las plantaciones y por la quema de los cañales. Cada año, un avión fumiga los cultivos. El producto cae sobre los integrantes de la comunidad. “Los bebés se ven especialmente afectados. Mi niña tiene problemas en los riñones”, lamenta Blanca sobre un pupitre situado en el patio de su colegio.

Jorge y sus manos rosadas

Jorge escribe sus deberes con las manos teñidas de rojo. El día anterior estuvo trabajando con sus padres en la cosecha de maíz de su casa: el producto rociado sobre ellos marca a todo aquel que manipule el cultivo. Quiere ir a la universidad, quiere ser abogado. Es consciente del retraso en sus estudios, cursa sexto de primaria cuando debería estar en bachillerato, pero todo forma parte de un elaborado plan.

Cuando tenía 13 años abandonó la escuela. “Necesitaba aprender a trabajar en el campo. Sentía que debía ayudar a mi familia, aunque ellos estaban en contra de que dejase de estudiar”. Pero más que abandonarla, la dejaba aparcada por un tiempo. “Dos años para saber lo que era trabajar de verdad. Pensé en que lo mejor era dejarlo, retomarlo después y compatibilizar el oficio con los estudios”.

Así lo hizo, exactamente como planeó, aunque resultase ser algo más duro que lo transmitido en sus esbozos mentales. Cuando se le necesita en casa o cuando surge algún trabajo falta a clase y luego intenta recuperarlo. “Aunque mis notas no son muy buenas...”, confiesa el joven de 16 años mientras parece querer meterse dentro de sí mismo de timidez.

Critica la explotación industrial de la caña de azúcar y es consciente de los daños que está causando a su comunidad: el producto químico que desprende una avioneta cada año para acelerar la concentración del azúcar ha provocado enfermedades a algunos de sus vecinos y arrasa los cultivos de maíz. Pero, de vez en cuando, tiene que trabajar en ella. “Para ayudar a mi familia”, repite Jorge una y otra vez. A la salida de clase, reconoce uno de sus mayores miedos dentro de los cañales al anochecer: “temo que me atropellen con uno de los tractores. Mi tío murió atropellado por uno de ellos, cuando ha oscurecido los conductores no ven nada, y no es extraño que ocurra. Hay que andar con mucho cuidado”. Se va a casa. “Ayer nos quedó una parte de la parcela por cultivar”.

José Ricardo y sus batallitas con sus jefes

Hora de salida en la escuela de San Bartolo. Un grupo de jóvenes se queda charlando, mientras plantan un árbol de mango en el huerto de la escuela. El árbol ha quedado muy torcido y a José Ricardo le resulta familiar. “Cómo me gritaba el jefe aquella vez por dejarlos así –dice entre risas–” mientras hinca la pala en la arena. No trabaja para alguien en concreto sino que, cuando se le necesita, los vecinos suelen acudir a casa a ofrecerle algún trabajo, a lo que se suman las tareas diarias para ayudar en casa, acrecentadas en la época del maíz; cultivos que, según detalla, se les han echado a perder en más de una ocasión. “Los químicos que expulsa el avión de los cañales los queman”, dice el joven de 16 años. Él mismo ha sentido el producto en su piel, algún año ha sido rociado cuando estaban en el colegio.

José Ricardo mira la hora. Hoy se está retrasando un poco más de lo habitual y el trabajo se acumula. “Me levanto a las cinco de la mañana para ordeñar a las vacas, hoy he estado más de tres horas... están bien duras. Y ahora me toca encargarme de los cabritos –mira su muñeca sin reloj–. Ya voy tarde”. Las carcajadas de sus compañeros estallan.

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Nota: Esta cobertura es posible gracias a la financiación de la ONG Agareso y del Fondo Galego de Cooperación con el objetivo de trasladar a un grupo de periodistas para contar a través de un documental los esfuerzos comunitarios para sacar adelante a la sociedad, en un contexto marcado por la violencia de las maras y la pobreza.

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