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Ladran, luego existimos: sobre la cuestión animalista

Animalistas denuncian el toro enmaromado de las peñas de Benavente (Zamora)

Chema Álvarez

Todos los días, tal como le aconteciera a Ulises retornado, Frida acude a mi regreso a casa con sus orejillas gachas a lamerme la mano mientras muestra su alegría con el vaivén de su cola. Sé que, como Argos al final de la Odisea, moriría de contento después de reconocerme, porque su gratitud de perro es infinita, y la lealtad inmensurable. Entre ladridos y resoplos insiste en tirarme una desgastada pelota para que corretee tras ella, ajena al cansancio de quien ya camufla andrajos de viejo tras el difícil regreso a Ítaca, y me mira con los espejos de azabache de sus ojos que, como los de Platero, son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Mis hijos adoran a su hermana perruna. Alborotan sus horas con ella entre saltos y carreras y también comparten los momentos de sosiego, cuando se tumba con un poso de melancolía y aguza las orejas al compás de unas campanas cercanas que tocan a difuntos. Compartimos vida, alegrías y tristezas, y aunque hablemos diferentes idiomas nos entendemos en una jerigonza que ejercita el lenguaje de las emociones y de los sentimientos, donde son innecesarias las palabras.

Su lugar en la familia nos hace comprometernos con su causa. Nos duele el maltrato innecesario y gratuito que recibe cualquier especie, camine o no sobre dos patas, porque entendemos que unas sobrevivimos gracias a las otras, no a costa de las otras. La exhibición y explotación de animales con afán de divertir a los bípedos con telencéfalo altamente desarrollado y pulgar opositor que somos nosotros nos repugna, porque adivinamos el uso del animal como objeto de entretenimiento ajeno a la crueldad que se le imprime, y no como sujeto que siente y padece. Cosificamos la vida ajena en un ejercicio más de sobrehumana soberbia.

Las instituciones, que pagamos con nuestros impuestos, contribuyen al embrutecimiento colectivo. Circos con animales, festejos donde se putea a una vaquilla, corridas de toros y barbaridades varias consistentes en disfrutar, borrachos o no, de un espectáculo donde agonizan seres vivos y sintientes, se permiten y subvencionan con el aplauso de ayuntamientos gobernados por políticos cuya ambición no es alcanzar altos grados de la ética de la virtud, sino mantener el número de votos que les permita seguir gobernando, cueste lo que cueste, sufra quien sufra. Como gobernantes, eluden su obligación de organizar una polis donde cohabitan diversas especies, porque entienden que el contrato social acoge sólo a la ciudadanía que es susceptible de votarles, donde el animal-objeto es únicamente responsabilidad de su amo, y asumen que la defensa de estos últimos como sujetos es cosa de las protectoras animalistas, desbordadas de trabajo ante el escaso apoyo de la administración pública.

La condición humana es la condición animal. Son tantos los cuentos que nos han contado acerca de nuestra superioridad que despreciamos cuanto a nuestro alrededor hay, ajenos al principio de simbiosis que permite nuestra existencia. Poco a poco cada vez somos más los que asumimos que nuestra supervivencia depende de nuestra interconexión con lo que hay por encima o por debajo del planeta Tierra. Mi perrita Frida, despreciada por los pretendientes antes de la vuelta de Ulises, nos lo recuerda a diario con su mirada color azabache. Somos, de todas las formas de vida conocida, la última especie en enterarnos de esta inconcusa verdad.

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