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Presión, ansiedad y un futuro incierto: el día a día en la Universidad lleva al 30% del alumnado a tener pensamientos suicidas

La presión crece sobre todo los estamentos universitarios.

Daniel Sánchez Caballero / Paula del Toro

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Un pequeño altar de flores en la puerta de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid recordaba hasta hace unos días la tragedia de la estudiante que se quitó la vida allí mismo hace unas semanas. Es el último caso (conocido) de un suicidio en un campus, un asunto sobre el que no se habla –la UCM comunicó en X que la joven había “fallecido”– pero muy real.

Las razones que llevaron a esta joven a quitarse la vida no se han hecho públicas, pero tampoco puede resultar una sorpresa mayúscula que una universitaria decida que no puede más. El suicidio es la principal causa de muerte entre las personas de 12 a 29 años –el estudio, irónicamente, es de la propia UCM–, colectivo que incluye a la mayoría de los estudiantes y a muchos aspirantes a profesor en sus primeros pasos profesionales. Sin ser la misma cosa, las autoagresiones y la salud mental son quizá los principales problemas a nivel de bienestar de toda una generación. La presión en la academia machaca a alumnado y profesorado, especialmente a los más jóvenes que tratan de abrirse camino en la Universidad, un lugar donde se exacerban los problemas por varios motivos.

Por un lado, la mayoría de las personas está en una edad complicada en sí misma, explican expertos en el tema. Sobre todo para el estudiantado, que ve cómo se mezcla un momento vital difícil en el que se cambia instituto por universidad y se pasa de alguna manera de una vida adolescente a otra preadulta. Empieza a crecer la presión, la competitividad, la preocupación por un futuro que ya no parece tan lejano ni luce amable. Las notas, el mercado laboral que asoma en el horizonte, el techo bajo el que vivir. El mundo se encoge y oprime.

Para quien quiera seguir la vía académica, la carrera empieza el día uno. Hay que estudiar, investigar, publicar, ubicarse bien. La vida universitaria es exigencia y competición, y el camino bueno es estrecho y no acepta a todos

“Sin dramatizar, pienso en mi futuro desde que me levanto hasta que me acuesto”, cuenta Sofía, 19 años y en 1º de Comercio y Marketing. Es una especie de bucle, intenta explicar. La ansiedad sobre el futuro invade su mente y le impide remontar, la paraliza, lo que la lleva a sentirse más presionada y esa presión se traduce en tardes de procastinar. “En pensamientos intrusivos de que voy a acabar dejándolo y teniendo un trabajo monótono y estando deprimida”. Lo que lleva de nuevo a la ansiedad sobre el futuro, y vuelta a empezar.

Para quienes además tienen claro que quieren continuar por esa vía su trayectoria laboral, la carrera empieza el día uno. Para trabajar en la Universidad hay que estudiar, investigar, publicar, ir a congresos, relacionarse, hacer estancias (en el extranjero preferentemente), ubicarse bien, lidiar con una burocracia y unos procesos administrativos interminables. La vida universitaria es exigencia y competición, y el camino bueno es estrecho y no acepta a todos.

Si no estás entre los mejores, recuerda la doctoranda y presidenta de la Federación de Jóvenes Investigadoras (FJI/Precarias), Cristina Rodríguez, toca transitar la pista de piedras. En su caso, cerca de la treintena, los tres años que le ofrece el contrato predoctoral que acaba de firmar para hacer su tesis es el periodo de estabilidad más largo del que ha disfrutado nunca, explica, y si no se le da muy bien, cuando mire hacia atrás dentro de varios aún lo recordará como una de sus mejores épocas.

Los doctorandos, dicen algunos estudios, tienen seis veces más probabilidades de tener ansiedad o depresión que la población general. A partir de ese primer hito académico, cada escalón (contrato postdoctoral, plaza de contratado doctor, acreditación para profesor titular, solicitud de sexenios, concurso para la plaza, acreditación para catedrático, otro concurso) es un reto, es angustia y, a veces, es pelea.

El 30% del alumnado tiene ideaciones suicidas

Salud mental y suicidio son dos términos que se relacionan, pero no acaban de mezclar. “No todas las personas que se suicidan tienen problemas de salud mental ni todas las personas que tienen problemas de salud mental se suicidan”, aclara Pastora Reina, profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla con años de experiencia en el tema.

Esta investigadora recuerda los datos que ofrecen sus estudios, unas cifras que parecen asentadas porque son muy similares a las que ofrecen otras unidades o centros: el 25% de los estudiantes universitarios tiene riesgo de suicidio. Uno de cada cuatro. Dicho de otra manera, en una clase de 60 estudiantes son 15 los afectados. Las investigaciones que ha liderado Berta Moreno Kustner, catedrática en Psicología en la Universidad de Málaga, hablan de que un 30% del alumnado tiene ideaciones suicidas y la mitad de ellos ha llegado a trazar un plan. Un poquito más aterrizado: en el grupo de seis amigas de la facultad de tu hija, dos lo han pensado alguna vez –quizá ella misma– y una ha estudiado cómo ejecutarlo.

Las universidades poco a poco van tomando conciencia de la situación y montan unidades de atención psicológica o las refuerzan si ya existían para atender las dos casuísticas. Se intenta formar al profesorado o a estudiantes con el fin de que estén atentos a las señales que emiten sus pares, y que se sepan cómo afrontarlas. Porque todo se junta en la academia.

El estudiantado por un lado sufre los problemas típicos de su edad: “Es una población con una serie de problemas de salud mental particulares. Por ejemplo, el debut de algunos problemas de personalidad, como los trastornos límites de la personalidad, que empiezan a manifestarse a esa edad”, explica Joan Deus, coordinador del Servicio de Prevención y Logopedia de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). “También suelen aparecer a esta edad las conductas de trastorno alimentario o las conductas adictivas a tóxicos o también a las tecnologías de la información. El uso del móvil está resultando un auténtico problema”, advierte.

Por otro lado, a los cambios internos se suman los externos. “Existen problemas específicos del ámbito académico”, continúa Deus. “Típicamente, problemas de adaptativos de tipo ansioso. Problemas reactivos al modelo, al sistema de aprendizaje y a todo lo que es entrar en el mundo universitario. Son unos problemas que observamos mayoritariamente y de forma creciente. Los estudiantes necesitan un periodo mayor de adaptación al sistema universitario y al sistema educativo propiamente dicho”.

Con esos mimbres, se teje una cesta en la que la mitad del estudiantado ha consultado alguna vez a un profesional sanitario por un problema de salud mental, según un estudio pionero sobre la cuestión del Ministerio de Universidades que abordaba por primera vez desde el Gobierno la situación mental y el riesgo de suicidio entre los universitarios. La mitad de los universitarios ha tenido síntomas depresivos y/o ansiedad moderada o grave en algún momento, según este mismo informe.

Paula tiene 24 años y está en la recta final de una Ingeniería en Tecnologías de la Telecomunicación. Ya mira al futuro con aprensión. “Me preocupa que, cuando salga de la carrera, nadie me contrate por no tener la experiencia suficiente después de todo el esfuerzo”, admite. El ambiente en clase tampoco ayuda y además le ha costado un peaje personal: “He perdido amistades durante la carrera , principalmente por la competitividad que hay”. Una competitividad que le lleva a agobiarse cuando no rinde como ella misma espera.

Esta futura ingeniera cree que las universidades deberían tener servicios de orientación para el estudiante, igual que en los institutos. “Hay muchos aspectos en esta etapa que merman nuestra salud mental y por muy fuerte que seas la presión te puede pasar factura”.

Poco a poco se van implementando. En la UAB, Deus explica que el servicio de prevención que él coordina “atiende psicológicamente en situaciones de crisis y también ante intentos de conductas autolíticas”, en este último caso codo con codo con la unidad de psicología clínica porque “en algunos pacientes la conducta autolítica va asociada a una situación de salud mental”.

Poco a poco, la Universidad va tomando conciencia de la problemática y proponiendo soluciones. La UAB, por ejemplo, está implementando un servicio "pionero" que de adaptaciones curriculares cuando el estudiante se ve desbordado por la presión

Fuera de la atención de emergencias, la universidad también forma a su profesorado para que sepa detectar problemas de salud mental entre su alumnado ante la “preocupación generalizada” de los decanatos por la cuestión y la evidencia, añade Pastora Reina, de que no está preparado para detectar estas situaciones. La gestión del estrés, continúa Deus, es “otro problema habitual dentro del campus”. Para esta casuística se está implementando un servicio “pionero” que consiste en realizar adaptaciones curriculares cuando la situación desborda al estudiante y a su rendimiento académico para que no pierda el ritmo de sus compañeros.

Otra vía de abordaje, explica Moreno Kustner, es formar a los iguales. “Hacen falta referentes”, cuenta, “y si un alumno tiene algún problema es más fácil que acuda a un par y que este esté formado para ofrecer ayuda”.

La incertidumbre de lo que viene

Un servicio de orientación habría necesitado también Natalia cuando acabó el máster que cursó. “Lo que más me preocupaba era no saber cuál iba a ser mi próximo paso”, recuerda. Puede parecer algo banal, pero a esta matemática esa incertidumbre le abrió las puertas de la ansiedad. “La poca información sobre qué opciones existen para encaminar mi vida me pareció muy frustrante, y parece que si pierdes un año para probar diferentes opciones y así poder elegir con cierta seguridad te estás quedando atrás. Se siente mucha presión por el entorno, el mercado laboral y la sociedad en general”, opina.

Ha acabado haciendo un doctorado y es perfectamente consciente de que su elección no le va a facilitar la vida. El colectivo predoctoral, personas ya graduadas que cambian el estatus de estudiantes a trabajadoras sin salir de la universidad, es de los más vulnerables ante problemas de salud mental, según reconocen varios estudios, aunque el informe de Universidades recoge una mayor ansiedad y depresión en los grados. Rodríguez, de la FJI/Precarias, explica por qué.

“Hay mucha presión. Si quieres hacer una carrera investigadora sabes que necesitas una buena nota desde el principio. Para conseguir un contrato predoctoral la nota mínima exigida no es tan alta, pero como hay tan pocas plazas acabas necesitando un 9. Eso lo sabes desde que estás en primero. Luego, si se da bien –porque en cuatro años pueden pasar muchas cosas–, empezarás a trabajar de manera gratuita en investigación, porque hay tanta competitividad que ya para los predocs (como se conoce en la jerga los contratos, habitualmente de cuatro años, para hacer un doctorado) cuentan también los méritos, investigaciones publicadas o asistencia a congresos. En los criterios de los [contratos] de Formación de Profesorado Universitario [FPU, los otorga el Gobierno] ya se evalúa el tipo de revista en que se publican los artículos, cuando se supone que los artículos son el resultado de la investigación que tienes que hacer para la tesis”, desgrana.

Y ese, conseguir un contrato, es el escenario bueno. El malo, más habitual en estudios como las Humanidades, es hacer la tesis –una labor que requiere una dedicación casi exclusiva– sin contrato. Entre unas y otras, el 80% de quienes hacen un doctorado están mentalmente agotados y un 32% sufre el riesgo de entrar en quiebre emocional y desarrollar una depresión, según un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid. Causa-consecuencia, entre el 30% y el 50% de quien empieza a investigar para una tesis lo acaba dejando, y todo esto sin entrar en los efectos que tiene sobre la Ciencia en sí, que se alimenta en buena medida de estos trabajos.

Suponiendo que el periplo del doctorado acabe bien, llega el salto al postdoc, a la búsqueda de la estabilización en la Universidad. No es una etapa mejor para la mayoría de la gente. “Hay un importante cuello de botella”, señala Rodríguez. “Si en el predoc hay pocas plazas, después empeora”. Lo habitual, para esos pocos afortunados que tienen éxito, es que consigan un contrato de dos o tres años. “Pero ya desde el principio estás pensando en la siguiente convocatoria, y eso te impide dedicar toda tu atención a tu trabajo”, cuenta Rodríguez, con preocupación por el futuro inmediato. De contrato de dos años en contrato de dos años no se puede planificar una vida, explica lo obvio la doctoranda. Este mal es común a otros espacios, pero en el mundo universitario ni siquiera existe la remota esperanza de cazar un contrato indefinido.

'Predocs', 'postdocs'... Siempre estás pensando en la siguiente convocatoria. Hasta los 40 años o así la carrera académica es una olimpiada

Esta etapa no es mejor ni tampoco más corta. “La carrera investigadora es una olimpiada que llega hasta los 40 años”, cita Rodríguez la edad media a la que se suele estabilizar el profesorado en España. “La ciencia se supone que es colaborativa, pero el sistema está diseñado para ser súpercompetitivo con tus compañeros”, sostienen desde la FJI. “Con esta competitividad extrema es fácil sentir que lo que haces nunca es suficiente, que puedes dar más”, relata Rodríguez, “y todo eso ahonda en el burnout [estar quemado]”.

El ambiente de incertidumbre que refería Rodríguez, ese no poder planificar más allá de los siguientes dos-tres años de tu vida, se une un modelo muy jerarquizado en el que los directores de tesis o investigadores principales (IP) tienen un poder casi absoluto sobre sus subordinados. Más mella sobre los jóvenes profesores.

Lo sufrió Carmen (ha preferido mantenerse en el anonimato por temor a represalias) en sus carnes cuando preparaba su doctorado. Estaba en su último año de contrato y la tesis no avanzaba como ella quería, por lo que decidió dejar de dar clases –otra de las tareas que hacen los doctorandos–. Ahí empezaron sus problemas. “Comenzaron los ataques de mi director. En una videoconferencia me dijo que estaba ''jugando sucio'', que mis clases estaban ''de sobra preparadas''...que ''solo sería mes y medio''...que ''si tenía problemas para dormir y de ansiedad era porque necesitaba tomar pastillas porque tenía un problema''... Tuve varios ataques de ansiedad, vi que mi tesis no le importaba nada”, recuerda. Carmen habla de “abuso laboral, control emocional”. Habla de ataques “sistemáticos” por la calidad de su escritura, de su trabajo.

Su caso no es regla, pero tampoco excepción, recuerda Rodríguez. “La Universidad mantiene una estructura muy jerárquica y quienes estamos más abajo, que además somos los que más trabajo sacamos, lo sufrimos más”, relata, y refiere situaciones relativamente típicas en las que los IPs se apropian del trabajo de sus subalternos, otros represaliados por denunciar prácticas corruptas o presiones para irse o quedarse en un grupo de investigación, siempre con la espada de Damocles de que tu futuro como investigador, tu siguiente contrato, puede depender de esa persona.

Cada escalón es un riesgo

Alicia (nombre cambiado para respetar su intimidad), profesora en la Complutense, siente es necesario hablar del “ambiente tóxico” en las facultades, de situaciones más cotidianas, dice, de lo que puede parecer desde fuera. De ponerle palabras al silencio en torno “el malestar que vive la universidad, el malestar que viven los estudiantes especialmente, pero también profesores, los que están en una posición inestable laboralmente e incluso los que ya tienen su plaza”. A Alicia el suicidio de la estudiante de Geografía e Historia la retrotrajo automáticamente a una situación extrema que vivió cuando un compañero de departamento iba a leer la tesis, años atrás.

“Esta persona tenía miedo de fallarse a sí mismo. Cuando desarrollas una personalidad perfeccionista, habitual en nuestras carreras porque quieres competir, el grado de implicación puede ser peligroso con uno mismo”, recuerda hoy. “Le entró pánico ante la lectura de la tesis, o la lectura fue el desencadenante, no lo sé”, duda. Pero el caso es que el compañero se intentó suicidar. Había más elementos en aquella ecuación –un departamento partido en dos bandos, su orientación sexual–, pero fue la presión académica la que le llevó a dar el paso, asegura Alicia. “Lo he hablado con algunos compañeros y no son pocos los que conocen a alguien” en una situación parecida, cuenta.

Esta profesora explica que según su experiencia “ante cualquier momento en el que tienes que dar el do de pecho para subir” en el escalafón universitario (lectura de tesis, presentarse a concursos, a plazas para titular, pedir la acreditación de catedrático...) puede generar “una ansiedad tan inmanejable que si no has puesto los medios para afrontarlo puede acabar como acabó” su compañero: con un intento de suicidio.

“Estamos quemados por el sistema que tenemos”, conviene Joan Deus, de la Autónoma de Barcelona. “Se nos pide gestión, docencia, investigación, y además lo están cambiando todo cada dos por tres, sin haber tenido tiempo siquiera de asimilar el anterior”, explica. El personal universitario se mueve por incentivos: para conseguir ascensos o mejoras hay que cumplir una serie de requisitos que pide la Aneca, la agencia que regula la calidad universitaria. Y ahora la Aneca está inmersa en un cambio notable, lo que trae de cabeza a los investigadores, que llevan años intentando ajustar su actividad al modelo anterior y se encuentran ahora con que les cambian las reglas de juego (se supone que a mejor) a mitad de la partida.

Y luego está la excelencia. “Los niveles que se pretende alcanzar están desquiciados”, sostiene Alicia. “Son imposibles de compatibilizar con una vida normal, exigen plena dedicación. La gente está trabajando a unos niveles que no son normales”, advierte.

El ambiente competitivo no se da solo entre estudiantes o jóvenes docentes. En los departamentos de las facultades, recuerda Alicia, también hay “mucha presión” y “comportamientos de micromafia que te pueden destrozar anímicamente a muchos niveles”: “Vas a necesitar apoyos siempre, solo es imposible. Y si tienes gente en contra, olvídate. Te pueden poner al alumnado en contra”, ilustra. También es habitual que se saquen plazas ad hoc para el favorito de un determinado profesor o que nunca salga la que alguien está esperando.

¿El resultado? “El profesorado está quemado, conozco muchas personas de baja por burnout”, sostiene Deus. “Hay una circunstancia que no es estadística, pero la comentamos entre nosotros: los profesores de universidad solían continuar su carrera haciendo emeritajes. Ahora estamos deseando jubilarnos”.

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