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Escrache: asediar la fortaleza sin ánimo de conquista

Álvaro Ramis

Desde que la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) ha decidido hacer uso del escrache como estrategia de incidencia política se ha instalado en la opinión pública la pregunta por la legitimidad de este recurso. Una duda relevante que debería dar pie a una deliberación que de cuenta integral del dilema. No parece pertinente responder a la pregunta por la eficacia del escrache en cuanto tal. Ya será la propia PAH la que evaluará ese aspecto, de acuerdo a los objetivos generales que ella misma se ha fijado. Lo que nos cabe a los ciudadanos es dilucidar un criterio respecto a la pertinencia ético-política de este recurso de presión, en el contexto de una sociedad que se comprende a si misma como democrática.

Mi aproximación no es neutra. Entre 1999 y 2003 participé activamente en las actividades de la “Comisión Funa”, la versión chilena de los escraches argentinos. Los escraches ( o “funas” en el contexto chileno) buscaban alcanzar un gran objetivo: poner en evidencia el hiato institucional que impedía que los autores de crímenes en contra de la humanidad fueran juzgados, debido a leyes de “punto final” promulgadas en el periodo dictatorial y acatadas por los nuevos gobiernos civiles. Luego de cientos de acciones de denuncia pública se logró dejar patente ante la opinión pública y ante los poderes del Estado que el marco de impunidad que amparaba a asesinos y torturadores, y que les permitía transcurrir arropados por el anonimato y la desmemoria, era socialmente insostenible.

No se puede afirmar que los escraches, por si solos, lograran que la Corte Suprema chilena de forma paulatina pero firme, reformara la jurisprudencia y permitiera que al menos los más notorios autores materiales de los crímenes de la dictadura pinochetista se sentaran en el banquillo y recibieran una condena. Pero sin la enorme presión social que generó esta estrategia los grandes decisores políticos y jurídicos jamás se hubieran atrevido. Es cierto que los condenados han sido proporcionalmente pocos y han cumplido sus sentencias en condiciones extremadamente benévolas. Pero sin duda la percepción ciudadana es que se ha alcanzado un grado de justicia que parecía imposible, y lo más importante, el poder judicial recuperó legitimidad y credibilidad.

¿Que tienen en común las víctimas del terrorismo de Estado de Argentina y Chile con las víctimas de las hipotecas abusivas en España? En ambos casos las autoridades políticas y los juristas reconocen que se ha cometido una grave injusticia, pero a la vez la única solución que ofrecen a los afectados es la conformidad pasiva al orden legal y en el mejor de los casos, la vaga promesa de un paliativo futuro. Es verdad que no es lo mismo delatar públicamente a un torturador o a un asesino que denunciar a un parlamentario por oponerse a la Iniciativa Legislativa Popular propuesta por la PAH. Pero en ambos casos se busca poner en evidencia que existen actores, que presionados por poderes fácticos y con plena conciencia del desfase entre justicia y legalidad, deciden mantener el stau quo a costa de la dignidad de un conjunto de ciudadanos que ven conculcados gravemente sus derechos.

¿Justifica esta situación la implementación de una estrategia de asedio no violento? Pues sí, lo justifica, y más todavía, la realidad así lo reclama, en la comprensión del orden Constitucional como un programa inacabado, y del Estado de derecho como un proyecto necesitado de permanente revisión. Es una idea que describe muy bien Habermas cuando expresa: “El poder comunicativo es ejercido a modo de un asedio. Influye sobre las premisas de los procesos de deliberación y decisión del sistema político, pero sin intención de asaltarlo, y ello con el fin de hacer valer sus imperativos en el único lenguaje la fortaleza asediada entiende[1]”.

Por ello la justificación última de la denuncia pública de la injusticia radica en reafirmar el vínculo entre sociedad civil y sociedad política “cuando las tentativas legales de la primera de ejercer influencia sobre la segunda han fracasado y también han quedado agotadas otras vías[2]”. Se busca así, dice Habermas, que las “esclusas” del Estado se mantengan abiertas impidiendo su manipulación o clausura. Por ello recurrir al escrache no es más que confrontar a la democracia con los principios que la fundamentan, haciéndolos valer en contra de su inercia sistémica.

[1] HABERMAS, Jürgen. Facticidad y Validez, Trotta, Madrid, p. 612.

[2] Ibid. p. 465.

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