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Mundial 22: un gol en propia puerta

Gradas vacías antes de que acabara el partido inaugural del Mundial de Qatar.

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Catar no es Berlín del 36. Ni el Mundial de Fútbol, una Olimpiada. Jesse Owens no podrá restregarle de nuevo sus cuatro medallas de oro en atletismo a la raza aria de Adolf Hitler. Sobre todo, teniendo en cuenta que en los equipos que en estos días llenan los estadios cataríes no hay mujeres que jueguen en ninguno.

Cuando hablamos del Mundial, hablamos de hombres. Cuando hablamos de fútbol, también solemos hacerlo, porque ni siquiera en España hemos avanzado demasiado desde aquel estereotipo de Las Ibéricas F.C. que Pedro Masó rodara con La Contrahecha cincuenta años atrás. A pesar de que, en 1924, el Real Madrid incluía a Clara Campoamor como asociada, hasta la transición democrática había estadios patrios en los que no había cuartos de baño para mujeres: el éxito que la FIFA se atribuye para los campos de Arabia Saudita.

Y si en España, en este último medio siglo, la mujer entró en el fútbol y el fútbol entró en la mujer, su imaginario sigue llevándonos a un bar con olor a Varón Dandy y Ábrotano Macho, entre la violencia contenida y la real, entre el palco oficial, la peña, la hinchada familiar y los ultras tan familiares. Identidades de género, eso dicen.

La FIFA se enorgullece ahora de haber abierto las bancadas de Irán al mujerío. Así fue, en 2019, cuando aplicaron una política de cuotas: se les permitía la entrada, aunque a pequeños grupos, no fueran a distraer a los jugadores si llevaran el hiyab mal puesto, como le ocurriera en septiembre a Mahsa Amini, hasta ser detenida y muerta bajo custodia. Ahora, en plena oleada represiva por protestar contra la represión, les mandan a los lanceros iraníes, a los antidisturbios, para que el gas mostaza les impida ver a la selección de su país ganarle a la del Líbano por dos a cero.

Los conjuntos de la democrática Europa ni siquiera se atreven a lucir un brazalete de color violeta, del arcoíris o con las etiquetas de la Budweisser, después de que las autoridades cataríes hayan decidido prohibir la cerveza durante esta Copa del Mundo

Quizá por ello, ahora, la selección de los persas se niega a cantar su himno, echándole valor a unos ayatolás poco propensos a semejantes sutilezas. Entre tanto, los conjuntos de la democrática Europa ni siquiera se atreven a lucir un brazalete de color violeta, del arcoíris o con las etiquetas de la Budweisser, después de que las autoridades cataríes hayan decidido prohibir la cerveza durante esta Copa del Mundo.

Cada vez que escucho a los propios de la FIFA intentar tapar sus vergüenzas con discursos, les imagino como a Rosa Parks atrincherada en su asiento de autobús, canijos y sonrientes como Mahatma Gandhi, tenaces como Nelson Mandela o épicos como el doctor Martin Luther King. Solo que mientras se embolsan las comisiones y los sueldos, sus palabras me llevan a las de Jesús Gil en el jacuzzi, a las de Berlusconi en un congreso de velinas, a las de la Cumbre del Clima que debería llamarse la Cumbre contra el Clima, a las arengas de paz en Naciones Unidas, a las de Díaz Ayuso frente a las manifestaciones por la Salud Pública, al modo tan Génova y tan Gürtel que Núñez Feijóo tiene de cerrar filas con la paradisíaca alcaldesa de Marbella, o a la manera tan elegante que tiene nuestro Gobierno de destruir con palabras sus propios hechos. Parole, parole, parole, debería ser la banda sonora de este y de otros acontecimientos deportivos, políticos o mediopensionistas.

Si tanto afán le ha entrado ahora a la FIFA, a la UEFA o a la Federación Española por corregir la deriva planetaria, que organicen el Mundial en Palestina, la Eurocopa en Kiev y la nuestra en la frontera entre Melilla y Nador, para que den el saque de honor los ministros de Interior de España y de Marruecos. Sus arengas de bienqueda huelen hoy a dólares o a petrodólares, no a derechos humanos.

Probablemente se estén metiendo un gol en propia puerta, porque quizá algún día, cualquier tirano también les prohíba gritar de rabia o alegría, y tal vez venga alguien a detenerles en la calle por no llevar de manera adecuada las orejeras

¿Y los aficionados? El fútbol fue cosa de hombres, pero ahora sigue siendo humano. Los seguidores de las distintas selecciones patrias se sentarán a ver los partidos, en una barbacoa o en un desayuno, según las horas; despacharán birras a kilómetros de distancia de donde no se pueden consumir y mirarán a otro lado intentando, eso sí, no perderse ninguna jugada. A muchos, les dará escalofrío pensar en los obreros muertos mientras construían las instalaciones deportivas por cuyo césped corren ahora los balones de la misoginia y la homofobia. A otros, les fastidiará que se mezclen con el deporte estas mezquinas consideraciones sobre la dignidad, la igualdad y esas otras zarandajas. Y no sabrán que, así, probablemente, se estén metiendo un gol en propia puerta, porque quizá algún día, cualquier tirano, también les prohíba gritar de rabia o de alegría, tal vez venga alguien a detenerles en la calle por no llevar de manera adecuada las orejeras. Si nunca tuvieron éxito los boicots a Carrefour, al apartheid o el bloqueo de Cuba, dudo yo mucho que nadie en su sano juicio llegue a plantearse una huelga de televisores caídos o de gradas vacías por muchos motivos que existan para ello.

Las grandes religiones degradan a la mujer, decía Eduardo Galeano y contaba al Islam entre ellas, pero también al cristianismo y al judaísmo. Cuando llegaba el Mundial, el escritor uruguayo se atrincheraba en su casa de Montevideo, llenaba las alacenas como si fuera a estallar la próxima guerra atómica y colocaba un cartel en la puerta: “Cerrado por fútbol”. Me pregunto qué haría ahora, con su dulce Helena: me imagino que vería enfrentarse a su afición con su emoción y, lo más seguro, apagaría el aparato de televisión. Encendería su corazón. Y, probablemente, la radio.

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