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Diana, de la calle y la droga a la reinserción social: una historia en positivo de una mujer transexual sin techo

Diana, en la terraza de la Sala El Cachorro, en el barrio de Triana

Javier Ramajo

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Diana tiene 50 años y ahora mira al futuro con optimismo. Su trayectoria en la vida puede ser calificada de muchas maneras menos fácil. “Sólo me falta montar en globo”, bromea. Cree que dios le está recompensando en los últimos tiempos por su lucha en un pasado de esfuerzo. Lo que no se puede negar es que la historia de Diana es una historia de superación, de pelea por salir del lodo, de reinserción social. Y de que los merecimientos de los que muchos hacen gala tienen mucho que ver con el lugar en el que naces y el entorno en el que creces. Ella no quería vivir en una mentira, ella cambió la calle y la droga por un porvenir prometedor (¿una peluquería en Francia?). Ella, a quien su padre nunca la llamó Diana, eligió la vida tras haber tocado fondo. Es el relato de un caso positivo de una persona que ha estado en situación de calle. Y, como mujer transexual, víctima triple de rechazo social. “Si me dicen hace diez años como estoy ahora mismo no me lo hubiera creído”. Dice sentirse feliz si su testimonio sirve para quienes, como ella, no ven salida a su situación. Hay salida, y la vida le sonrié “de una manera preciosa”.

Sonríe también Diana, pero una úlcera en una pierna ha estado a punto de jugarle su última mala pasada y ha retrasado la obtención de un título oficial de peluquería. Padece de mala circulación por culpa de los tres litros de silicona líquida que una ATS de Madrid le infiltró hace unos años en glúteos y pechos por apenas mil euros. “Me rellenaron como los pavos”. Paco era muy delgado y a aquello había que “darle forma”. Se ahorró cinco mil euros (le pedían seis mil) con aquella 'operación' ya que, aconsejada por su madre, hizo venir a la ATS a Sevilla y evitó las dos semanas de reposo en un hotel de la capital de España a las que le obligaban. Ella la cuidaría, como siempre, al igual que Diana le devolvió los cuidados de toda su vida acompañándola durante seis meses en la cama del hospital mientras su luz la iba apagando el cáncer. El dinero para la silicona lo iba a conseguir Diana mediante un matrimonio de conveniencia con una venezolana, que se presentó en su casa el día de la boda pero a ella la encontró en pijama y se quedó sin papeles. Así discurrió su vida hacia abajo, y hacia arriba, entre el drama y la búsqueda constante.

El género

Su padre fue durante toda su vida celador en un hospital de Sevilla y ella era la pequeña de cinco hermanos. Paco se enamoraba de los niños y no entendía por qué. “Me hacía su mejor amigo para estar más tiempos con ellos”, recuerda. Su primer acercamiento íntimo lo tuvo con Antonio, a los once años. Su madre, como buena madre, le pilló desde la ventana del patio. “El día que naciste me di cuenta de que venías muy fino para ser un niño”, le dijo después de un primer asombro.

Con el paso de los años, a los 22 ó 23, se lo planteó sin tapujos a su madre: “Yo quiero ser mujer, yo quiero ir más allá”. No se conformaba con vestir de hombre y ser “mejor visto” para la sociedad, como le aconsejó su madre, que pensaba que así la salvaba y que le avisaba de que se le cerrarían puertas, de que iba a ser discriminada, aunque estuviera acabando el siglo XX. Pero Paco quería ser Diana y tirarse “al río”, no quería “vivir una mentira”, vivir “en un engaño”. En cualquier caso, la respuesta también fue muy de madre, como el episodio de la ventana: “Yo te voy a apoyar en todo porque soy tu madre”. Muchas amigas no tuvieron ese soporte, comenta Diana. Su padre lo asimiló de otra manera, lo aceptó por intermediación de su esposa, pero no estaba convencido. “Mi padre nunca me llamó Diana”, resume. Lo aceptó por ella, no por él mismo ni por su nueva hija.

“Mamá, ¿y qué nombre me pongo?”. Ella le propuso Diana, “y así siempre sabré que lo hice por ella”. Luego vino la “pelea” con un juez, que le ofreció llamarse Reyes “porque era más ambiguo”. Cuatro años de papeleos y endocrinos le valieron para ser una mujer de verdad. “Ya no tenía documento en el mundo que pedirme el juez”, recuerda con sorna. Su madre sabía dónde iba cada noche, a la calle detrás del Hotel Los Lebreros y luego a 'la calle de las trans' en la Carretera Amarilla. “Mi madre era como una diosa para mí. Me ayudó tanto, aunque también le hice mucho daño”.

Su relación con su madre acabó en un hospital. Seis meses de compañía de día y de noche en el Virgen del Rocío hasta la despedida más lenta, para “redimirse” de los disgustos que le había dado por culpa de la heroína y la cocaína, más allá de identidades de género. Su muerte hundió a Diana en la droga. Al no estar ya su madre, se refugió en ella y no se enfrentó a sus problemas. Le dejó diez millones de pesetas que tenía guardados en una caja fuerte y que volaron por su adicción. Vendió el piso que tenía y todo se le oscureció. 2.500 euros cada dos semanas como prostituta se iban en droga. “Cuanto más ganaba, más me gastaba”. Ahora está “limpia” y lleva tres años sin consumir. Después de pasar cuatro años en situación de calle, un fortísimo accidente de coche fue el punto de inflexión tras “muchos años dando tumbos”.

La droga y la calle

Aquellos tumbos empezaron pronto, en el cuarto que compartía con sus hermanos. Desde la litera de arriba veía fumar plata a su hermano mayor. “Desde siempre he vivido muy de cerca la droga”. Sus “caramelos” de niño venían en paquetes de diez, lo uno llevó al otro y empezó a consumir desde muy joven. Se buscaba la vida, la mala, en la estación de autobuses del Prado y luego “andandito hasta las Tres Mil” a por su dosis, confiesa de su etapa en la calle. Cuatro años sin techo tras pasar por Almonte y también por Barcelona, donde vivió seis años.

De la calle recuerda el frío, el hambre, el rechazo, la discriminación, pese a la ayuda de “señoras mayores, sobre todo”, asegura. También pasó por Málaga, donde buscó desesperadamente un trabajo como camarera o similar. “No paraba de echar currículums, pero mí no me llamaba nadie”. No pasaba del 'ya te llamaremos' y solo le llegó una oferta cuando, cansada de pedir, había vuelto a Sevilla. “Tuve que recurrir a lo mismo. No tenía otra opción”. No paraba de buscarse la vida y de vez en cuando se asentaba con alguna pareja. “Me sentía más segura a la hora de echar un cartón en cualquier suelo. Intentaba dormir en algún sitio que tuviera un guardia de seguridad de noche cerca. Siendo una persona transexual, he tenido muchísima suerte de que no me patearan y no me haya pasado nada durmiendo en la calle”. Sabedora de que algunos se han aprovechado sexual y económicamente de ella, prefería la protección. “Con esta no me falta de nada, pensaban”.

Una vez tuvo hasta que comprar una manta por diez euros a otra persona sin hogar, relata. En aquella etapa, tampoco niega algunos pequeños delitos para poder comer, principalmente “en algún chino”, de donde alguna vez se llevó ristras de flores de pascua “para venderlas por los bares con mucho arte”. Un día, una agente de policía que la conocía le pilló justo antes de ejecutar su penúltimo plan de supervivencia: “Ten cuidado con este chino que tiene muy mala leche”, le dijo con picardía de paisano.

La integración

Derivada del albergue municipal a una casa de acogida de las Hermanas de la Caridad de Sevilla y con el alivio de la metadona, Diana recibió el mimo que ya no le podía dar su madre tras aquel accidente de coche con su amigo. “Me cambiaron el chip, porque yo quería quitarme la vida en aquellos momentos”. Dos años y medio de desintoxicación y de tranquilidad le sirvieron para dar el salto a la reinserción por sí misma, sin las ataduras de un centro. Así se encontró con la Asociación Realidades para la Integración Social que, como en la Asociación Elige la Vida, le allanaron el camino, “pasito a pasito”. De esa forma, además, cambió la calle por una academia de peluquería en Pagés del Corro, en Triana, dice mientras presume de su nuevo color de pelo. “Así practicamos y, de paso, salimos monísimas”, bromea.

Realidades le ofreció un piso en el Polígono Sur, en el que ya lleva dos años y que le ha enderazado la vida. Aún dependiente de la metadona, espera poder pasar su transición hacia un futuro laboral como peluquera en apenas unos meses. “El mono de la metadona es más duro que el de la heroína”. Desde hace tiempo no da pasos atrás, y compagina su formación con Radio Realidades, donde presenta un programa en el 106 de la FM, 'Vive y deja vivir', una máxima para Diana desde que supo dejar atrás la vida que le había tocado en suerte. Mientras, en la academia, se sirve de su “fuerza de hombre” en las manos para dar volumen a los peinados. Pese a “algunos prejuicios”, se siente “en su sitio” con su tarea. “Hacemos hasta de psicólogas”, resalta.

La vida no le ha permitido tener hijos de forma biológica pero “dios” le ha dado ahora “un regalo” de cuatro años, rubio y de ojos azulísimos, hijo de su actual pareja, un francés con quien le gustaría, por qué no, empezar una nueva vida en su país de origen y montar allí, por qué, una peluquería cuando ya tenga su título bajo el brazo. Sería una “recompensa a toda mi lucha y mi esfuerzo”, de la que ya disfruta, después de haber pasado tantas dificultades y que ahora quiere mostrar abiertamente para ayudar a otros a salir adelante.

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