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Te cuento un secreto

Te cuento un secreto: el jueves antes de empezar la campaña me refugié en un lugar que amo, una casa entre el Mercado Central y la plaza de San Cayetano. Apagué el móvil y pensé: “eres una inconsciente”, y me dejé abrazar por el sabor de una ciudad: Zaragoza; de un país que se tatuó poco a poco, y con exquisita sencillez, sobre mi piel: Aragón.

Entonces alguien, una sombra, se asomó a uno de los balcones de esa casa y me susurró: “Nadie nos robará esta ciudad ni este país. Nadie podrá hacerlo”. Y en mi mente un torbellino de recuerdos: de noches en blanco, de aquel gato sobre tu hombro, de rosarios interminables, de miedos escondidos, de risas, de batallas perdidas, de amores vencidos, de bombones de licor, de poemas. Enseguida supe que la sombra iba a desaparecer y yo quería gritar: “Nadie lo hará; nadie podrá hacerlo”, y quería añadir: “Gracias”. Pero mi sombra ya no estaba y mis ojos seguían cerrados, bañados en un lago dormido.

Abrí los ojos y de forma automática encendí el móvil. El primer washap que leí, decía: “el vídeo electoral no es bueno. Es buenísimo!!!!”. Sonreí y pensé que la vida siempre merece la pena. Quise girar la mirada y volver a detener mis ojos sobre ese balcón, no lo hice. Juan Martín y José Luis Soro me esperaban unos metros más allá y sabía que no tenía que hacer nada especial para convencerlos, solo decirles lo que siento cada vez que pienso en Zaragoza y en Aragón. Esa es mi única verdad y ellos lo saben.

Te cuento un secreto: el jueves antes de empezar la campaña me refugié en un lugar que amo, una casa entre el Mercado Central y la plaza de San Cayetano. Apagué el móvil y pensé: “eres una inconsciente”, y me dejé abrazar por el sabor de una ciudad: Zaragoza; de un país que se tatuó poco a poco, y con exquisita sencillez, sobre mi piel: Aragón.

Entonces alguien, una sombra, se asomó a uno de los balcones de esa casa y me susurró: “Nadie nos robará esta ciudad ni este país. Nadie podrá hacerlo”. Y en mi mente un torbellino de recuerdos: de noches en blanco, de aquel gato sobre tu hombro, de rosarios interminables, de miedos escondidos, de risas, de batallas perdidas, de amores vencidos, de bombones de licor, de poemas. Enseguida supe que la sombra iba a desaparecer y yo quería gritar: “Nadie lo hará; nadie podrá hacerlo”, y quería añadir: “Gracias”. Pero mi sombra ya no estaba y mis ojos seguían cerrados, bañados en un lago dormido.