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Hace años que en todas las encuestas, sean estas del CIS o de cualquier empresa demoscópica, los políticos aparecen como uno de los colectivos peor valorados por la ciudadanía. El desgaste de las instituciones surgidas del 78, un progresivo distanciamiento entre los líderes políticos y sus representados -los partidos han dejado de ser instrumentos de debate e intermediación con la gente- y la gestión de la crisis económica, con un reparto de cargas totalmente injusto, han ido socavando la confianza en un sistema político excesivamente ensimismado en la Transición y poco capaz de abordar los nuevos retos de un mundo globalizado.
Una clara señal de alarma se produjo con el movimiento 15-M, con el que decenas de miles de personas, fundamentalmente jóvenes, gritaron: “No nos representan”. Era un síntoma de la crisis de legitimidad del sistema democrático pero, en aquellos momentos, los partidos existentes no fueron capaces de percibir la importancia de las movilizaciones, de entender que eran la punta del iceberg de un descontento bastante generalizado en la sociedad. No solo no valoraron el movimiento sino que casi lo ridiculizaron, emplazándolo a convertirse en partido y presentarse a las elecciones.
Después han aparecido nuevos partidos, pero en éstos, hasta el momento, han predominado las políticas erráticas y los intereses de parte, no han servido para empoderar al pueblo, para fortalecer la democracia. Tampoco han sido útiles para reforzar el sentimiento de pertenencia a un proyecto común, ni para convertir a las instituciones en instrumentos capaces de mejorar las condiciones de vida de las personas.
El bloqueo parlamentario vivido desde hace más de un año ha impedido revocar leyes tan injustas, tan poco democráticas, como la que permite despedir a una persona por estar enferma. También ha permitido que un Poder Judicial en funciones asigne 52 plazas discrecionales de alto nivel, cosa que no ha hecho la Fiscalía, “dependiente” del Gobierno, que mantendrá paralizados 30 nombramientos mientras esté en funciones. Diferentes maneras de entender la democracia; va a ser cierto, como dice Sánchez-Cuenca, lo de la superioridad moral de la izquierda.
El resultado de las elecciones del 10-N tampoco nos permite ser muy optimistas en cuanto a las posibilidades de fortalecer la democracia. La fragmentación parlamentaria y la necesidad de contar con la abstención de ERC -con Esquerra nunca sabemos si va a salir cara o cruz, pero de momento se lo está poniendo difícil a Pedro Sánchez- condiciona las posibilidades de que se forme un gobierno progresista y su capacidad de acción en el futuro.
El campo está abonado para la presión, el acoso y el chantaje. Cada voto va a ser esencial y mucho me temo que en cada votación, los diputados susceptibles de apoyar un gobierno PSOE-UP van a vender caros sus votos independientemente del número de votantes que representen, lo que no es tampoco un ejemplo de democracia.
El acoso de la derecha se da por descontado, ya nos tienen acostumbrados a esa oposición destructiva, a esa crítica apocalíptica en la que todo vale para quienes no consideran legítimo ningún poder que no sea el suyo. Lo malo es que la necesidad del PP de contar con los votos de Vox para gobernar determinadas instituciones, está llevando a los populares a asumir determinados objetivos políticos de un partido de extrema derecha que no es un partido democrático.
Vox no es un partido democrático porque en su modelo de sociedad solo pueden existir quienes tienen su misma forma de pensar. No tenemos cabida gente de izquierdas, feministas, inmigrantes…, está contra las leyes que defienden a las mujeres de la violencia machista, contra la Declaración de los Derechos del Niño…, pretende ilegalizar partidos, cerrar cadenas de televisión como La Sexta… Eso sí, en lo económico son ultraliberales, están a favor de la desregulación económica, de la reducción drástica de impuestos -y por lo tanto de servicios- y de un sistema de pensiones basado fundamentalmente en la capacidad de ahorro durante la vida laboral de cada persona. Vox es un peligro para la democracia y lo es también para garantizar unos mínimos que permitan vivir con dignidad a millones de personas.
También los poderes económicos están agitando las aguas. Los llamados poderes facticos siempre han movido los hilos para conseguir gobiernos y políticas favorables a sus intereses, en este sentido no es de extrañar que prefieran un gobierno PSOE-PP, pero no recuerdo declaraciones tan tremendistas como las de John de Zulueta, presidente del Círculo de Empresarios. Para de Zulueta, el posible gobierno de coalición entre PSOE y UP es “lo más grave que ha sucedido a España desde el 23-F o el 1-O”. Al dirigente empresarial lo mismo le da un caso que otro, es evidente que el análisis fino no es su fuerte, pero sí tiene claro que prefiere cualquier cosa antes que un gobierno progresista, incluso “es mejor ir a terceras elecciones”. O a unas cuartas, quintas… hasta que salga lo que él quiere. Todo un ejemplo de respeto de la voluntad popular.
Por si fuera poco, José María Aznar, Alfonso Guerra y otras viejas glorias del PSOE arriman el hombro a la tarea de desestabilización. Todos niegan legitimidad a UP para formar parte de un futuro Gobierno -para Aznar son comunistas y chavistas y para Guerra, Podemos no es una organización democrática-, prefieren un acuerdo con la derecha que ha puesto la alfombra roja para la entrada de Vox en las instituciones. Sería un Gobierno muy constitucional, pero que no resolvería ninguno de los problemas pendientes en la agenda social, ecológica o de convivencia territorial.
PSOE y UP tienen un gran trabajo por delante, muchos frentes abiertos y mucha gente intentando poner palos en las ruedas. La mejor manera de superar los retos es con más democracia: intentando todos los acuerdos parlamentarios posibles -en algunos casos, como las pensiones, necesariamente con la derecha- explicando a la sociedad los proyectos políticos, definiendo espacios de colaboración con las organizaciones sociales. Y, además, que haya suerte.
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