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Aplausos sanitarios, despidos y ausencia de libertad por el coronavirus

Francisco Javier León Álvarez

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Escribo desde mi casa. Soy otro de los millones de personas que, por voluntad propia, me he quedado en ella para intentar frenar la propagación y los efectos del coronavirus. Trabajo para una institución de la Administración pública, que me obliga a incorporarme a mi puesto una vez a la semana, permaneciendo en él solo y a puerta cerrada, aunque el centro en cuestión no presta temporalmente ningún servicio, tal y como lo establece el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo.

A fecha de hoy, todavía estoy a la espera del teletrabajo. No quiero que me regalen mi salario ni que digan que los empleados públicos somos unos privilegiados. Mientras tanto, considero que así me expongo y expongo a mi familia a un posible contagio, cuando ya debería estar haciendo mis funciones en el mismo horario y con las mismas responsabilidades y obligaciones desde mi casa. Nunca me he negado a trabajar, pero como dice el primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson, importa más la economía que las personas, importa más que me contagie y que siga con la cadena de la enfermedad que cortarla de raíz.

Estos primeros días, antes y después de la aprobación de ese Real Decreto que proclamaba el estado de alarma por el coronavirus, se ha implantado algo muy duro y a lo que no estamos acostumbrados: el silencio. La ventana de tu casa se ha convertido casi en el único contacto con el exterior, pero también en la reja carcelaria que te priva de decisiones, movilidad y acciones. A través del cristal intuyes que las calles están casi vacías y que las pocas personas que caminan por ella se miran de reojo y hasta con recelo, manteniendo la salvadora distancia de un metro.

Dentro de tu casa tienes de todo o casi todo, pero has renunciado a la capacidad de respirar, de besar, de abrazar, de ver una puesta de sol, de oler la flores en primavera, de sentir la lluvia en la cara mientras sonríes, de pisar fuertemente las calles de adoquines cuando te manifiestas. Tal vez, así te pares a pensar y valores qué suponían antes actos tan cotidianos como visitar a tus padres o saludar al vecino cuando paseabas a cualquier hora de la noche.

Ahora, quizás, comprendas lo que significa la pérdida de la libertad, eso que tanto menospreciabas porque creías que siempre existiría, y qué consecuencias tiene. A lo mejor te darás cuenta de lo que supone su privación para aquellos que luchan en el mundo con el fin de lograr una sociedad democrática y para vencer las injusticias. Y también, aunque de muy lejos, los efectos de las epidemias que se suceden en otros países menos desarrollados, que sufren además la desnutrición, el hambre y la implantación de Gobiernos corruptos, de cuyas verdaderas pandemias nadie se acuerda porque no se puede hacer un negocio con ellas. Esos países, bajo su subdesarrollo, han soportado unas consecuencias más duras y no tienen Internet ni recursos digitales en los que emplear su tiempo para distraerse ni menos aún medios sanitarios públicos para curar sus enfermedades. Su único aislamiento es el sufrimiento, mientras ven morir progresivamente a sus seres queridos.

Posiblemente, es un buen momento para que cuando todo termine, salgas a esas mismas calles, que hoy permanecen mudas, como si alguien le hubiese cortado la lengua a quienes van y viene con temor. Luego, tocas en la puerta del vecino para decirle cómo está y si necesita algo, y a continuación le das un abrazo, sin pedir nada a cambio. Habrá otro tipo silencio distinto, el justo, el necesario, el obligado para que los dos se vuelvan a encontrar.

Pero más allá de este sentimentalismo, hay una cara y una cruz de lo que está sucediendo en relación con el coronavirus en España, que es aplicable a otros países.

Desde esa misma ventana, convertida en tu trinchera, escuchas a otras personas que, también atrincheradas, se citan anónimamente a una hora determinada y con un único fin: aplaudir la labor que realizan los profesionales de la sanidad pública, que con su actitud y esfuerzo hacen frente a los estragos de este virus. Ellos, que conocen muy bien los efectos de los recortes sanitarios de la derecha y los agujeros de un sistema deficiente, incluso han padecido el contagio y han recurrido a su propio aislamiento, pensando que tienen hijos, esposos y madres, como todos nosotros. La familia es un faro que nos guía en momentos de tempestad y zozobra.

Ese aplauso colectivo y anónimo, tras las ventanas y los balcones donde habitan el miedo y el desconcierto, nos recuerda que ahí fuera hay profesionales que velan por nuestra salud en situaciones tan extremas como esta. No obstante, su eco va más allá de reconocer su labor: es la muestra de que nosotros estamos confinados.

Mientras todo esto sucede, hay otras personas que no son héroes, sino las víctimas directas de esta nefasta gestión del coronavirus y de la planificación de la crisis económica implícita: los trabajadores. El abanico es muy amplio. Por un lado, los autónomos, cuyos negocios están cerrados obligatoriamente y se ven abocados a unas pérdidas, de las cuales muchos no se repondrán, con el consiguiente cese de su actividad. Esto afectará al tejido de los pequeños comercios de los barrios, conformados por librerías, tiendas de ropa y comestibles y otro sinfín de negocios, que no tendrán los recursos para seguir adelante. Por otro, los que se incluyen dentro de los ERE y ERTE, que ya se están gestando dentro del proceso de los reajustes económicos, caso de SEAT, Burguer King, Ford y Air Europa, entre otras muchas empresas, por su período de inactividad. A ellos se les suman los contratados temporalmente, mano de obra prescindible, que ya de por sí tenían unas condiciones desfavorables y cuya estacionalidad no es que entre en barrena, sino que desaparece al no existir producción.

Y en este marco, muy simplificado, conviven también las amenazas de los empresarios, que actúan al margen de las directrices estatales sobre las medidas sanitarias obligatorias que sus empleados deben tomar. Sí, porque aunque no lo creas, mientras tú estás en tu casa, hay miles de personas que siguen trabajando en el sector de la limpieza para eliminar cualquier rastro del virus indicado. Un familiar mío lo hace en una empresa privada y ya se ha visto coaccionado por su jefe para que no difunda que varias compañeras, vinculadas a esa misma empresa, pero de otros sectores, se contagiaron con el coronavirus mientras desempeñaban sus cometidos. Hay que silenciar este hecho y cuidar la imagen para que no se prescinda de sus servicios, sobre todo en un momento de quiebra como este. La persona sobra porque es reemplazable. Esto es un comportamiento y efecto propio del capitalismo, que nos deshumaniza, incluso en situaciones así, donde la barbarie de las ganancias y la opresión del dinero está siempre por encima de los más mínimos derechos.

Por eso, ese silencio del que hablaba al comienzo, ese agudo silencio, que pesa como una losa, no hay que romperlo solo con el agradecimiento por los conciertos y los recursos digitales en abiertos que proliferan gratuitamente en Internet, como una de las muchas formas para paliar el aislamiento por el coronavirus. Sí, la Red es un vehículo contra esa situación concreta, pero nos adormita para desviar la atención.

Hay que salir al balcón y a la azotea, sin perder el aislamiento sanitario provisional, y gritar y hacer caceroladas al unísono, bajo un mismo lema reivindicativo: demandar que cesen las investigaciones mundiales con virus para crear armas bioquímicas y que no aceptamos crisis económicas planificadas e impuestas bajo paraguas como el coronavirus, que conllevan la aplicación de medidas neoliberales, el recorte de derechos y libertades, el desmantelamiento de la clase trabajadora y su marco reivindicativo, y la aplicación de recortes públicos para paliar la situación deficitaria.

Ahora, simplemente abraza a tu hijo en silencio, mirando por la misma ventana de ayer y antes de ayer. Cuando esto termine, no necesitaremos medallas ni esculturas que nos recuerden lo que hemos pasado, sino hechos. No basta con poner pañuelos verdes o blancos en los balcones para reconocer la labor de los sanitarios. Eso es simbólico, de agradecimiento, pero debemos ir más allá. En el momento en que recobremos la oportunidad de salir a la calle, debemos valorar las transformaciones que se deben realizar para lograr una sociedad más cohesionada y equilibrada. Pero algo sí es evidente: en este aislamiento hemos perdido mucho más que el tiempo que ya no recuperaremos. Piénsalo y actúa.

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