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La bondad insensata

Antonio Morales

La historia de este planeta está jalonada de holocaustos, imperialismos, dictaduras, crímenes contra la humanidad, guerras civiles, desigualdad, violencia, genocidios, consumos desaforados que destruyen la naturaleza... Todo parece darle la razón a Plauto cuando, ya un par de siglos a.C, planteó lo de homo homini lupus. O a Thomas Hobbes cuando en el siglo XVIII afirmó que al ser humano lo domina su egoísmo, lo que hace que termine siendo un lobo para sí mismo: “El hombre es un lobo para el hombre”. Este artículo no pretende polemizar sobre el viejo debate de si el hombre es bueno por naturaleza o es realmente un lobo para sus congéneres, sino dar cuenta y compartir la lectura de un bello y esperanzador libro que acabo de leer. Se trata de La bondad insensata. El secreto de los justos, del periodista, historiador y ensayista italiano Gabrielle Nissim, editado por Siruela (El Ojo del Tiempo), que nos dice que “en los momentos más oscuros de la humanidad ha habido hombres que han tenido la valentía de asumir una responsabilidad personal respecto al mal y que se han prodigado en actos de bondad extrema”.

La obra de Nissim agita las conciencias. Empieza con una conversación con el juez Moshe Bejshi, artífice del Jardín de los Justos de Jerusalén, que comenta que se ha dado cuenta “de que nunca lograremos erradicar de la historia el mal que unos hombres hacen a otros hombres (...) Algún consuelo nos queda: siempre podemos contar con la obra de los justos que en cualquier época tienen el valor de enfrentarse al mal y salvan siempre al mundo”.

Es lo que plantea Vasili Grossman: “Yo no creo en el bien, yo creo en la bondad. Es la bondad de un hombre para con otro hombre, una bondad sin testigos, pequeña, sin grandes teorías. La bondad insensata podríamos llamarla. La bondad de los hombres más allá del bien religioso y social”. O los comportamientos que sugiere Hannah Arendt “que no son prerrogativa de intelectuales o de hombres cultos, sino que están al alcance de todos: la soledad, la aptitud para desarrollar un diálogo silencioso con el propio yo, la capacidad de juzgar poniéndose en el lugar del otro, la imaginación, la facultad de sentir vergüenza por las propias injusticias, el uso de la voluntad para iniciar un acto de resistencia, la confianza en que los otros puedan continuar la propia acción, la disposición a perdonar”.

Frente a la experiencia personal de dos grandes escritores como Jean Ámery y Primo Levi, supervivientes de campos de concentración, que terminaron suicidándose decepcionados porque pensaron que, “después de la Segunda Guerra Mundial, era posible el nacimiento de un mundo absolutamente nuevo y se hicieron ilusiones con la supresión de la violencia del corazón de los hombres”, el autor nos devuelve una observación de Marco Aurelio: “No esperes ver establecida la república de Platón; antes bien conténtate con que se promueva un poquito la utilidad pública; ni pienses tampoco que ese pequeño progreso sea escaso fruto para tu trabajo”. Y afirma que todos los hombres- incluidos aquellos que nos parecen más cínicos e insensibles- pueden alzarse contra el mal de una manera inesperada y hasta nosotros mismos, quizá disponemos de esa fuerza interior para llevar a cabo algunas pequeñas acciones que pueden impedir una injusticia, cuando parece absurdo y completamente imposible tratar de cambiar el curso de los acontecimientos que nos superan.

Se trata de la salvaguardia, como plantea Arendt, de la propia autoestima y dignidad, que no necesariamente está relacionada con situaciones límites, ya que “un individuo vive siempre en un campo de batalla: dejarse homologar y permanecer en silencio o, por el contrario, mostrar el valor de levantar cabeza”. O, como señaló Kant, mentirse a sí mismos para huir de la inquietud: “contarse mentiras parece el camino mejor para vivir tranquilos”.

Resistir es, por tanto, imprescindible. Porque como subraya el filósofo Jan Patocka,“hay situaciones en las que para defender los valores fundamentales merece la pena sufrir, porque las cosas por las que eventualmente se sufre son aquellas por las que merece la pena vivir”. Es deseable convertirse en justo y lo puede ser cualquiera, “incluso quien en una sola vez en toda su existencia, frente a un solo atropello, frente a un solo hombre perseguido, a una sola mentira, tiene el valor de romper con el conformismo y llevar a cabo un acto de bien, de amor o de justicia”. Porque “los justos, salvo muy raras excepciones, no eliminan el mal político, solo consiguen limitar los daños en el marco de un espacio en el que son soberanos (...) Los justos no cambian el mundo, pero salvan la esperanza en la humanidad”.

El libro nos describe minuciosamente la historia de hombres y mujeres que se arriesgaron por los demás en nombre de una ética personal y de una moral no dictadas por leyes, ideologías o religiones. Conmueve realmente ver como muchos de esos sacrificios se hicieron en vano o incluso fueron cuestionados. Y es precisamente por todo esto por lo que me vienen a la mente algunos personajes actuales que han realizado “actos de bondad insensata, poniendo en riesgo su vida, pero capaces de responder a su conciencia”.

Los medios de comunicación nos trasladan con frecuencia bondades insensatas. Así vemos gestos heroicos como los de la niña Spozmai que se negó a cometer un acto terrorista matándose al quitarse su chaleco explosivo. O el niño Aitzaz que se abrazó a un terrorista suicida saltando por los aires y evitando una masacre. Como ellos, cada día infinidad de personas justas ejecutan pequeñas o grandes acciones heroicas. Cómo podrían calificarse si no las actuaciones de personas como el soldado Bradley Manning que arriesgó su vida y ha perdido su libertad por razones de conciencia filtrando información sobre las violaciones de derechos humanos de las tropas norteamericanas en Irak y Afganistán; o Edward Snowden, el ex analista de la CIA que ha peleado por un orden mundial más libre, pacífico y democrático denunciando los modernos sistemas de vigilancia a estados y personas, utilizados por la Administración de Obama, para implantar una trama internacional masiva de espionaje de comunicaciones telefónicas y de internet; o Hervé Falciani, informático de la filial suiza del banco HSBC, que renunció a su cómodo y bien remunerado puesto de trabajo para descubrir a más de 130.000 evasores fiscales de varias nacionalidades; o Julian Assange, que permanece recluido en la embajada de Ecuador en Londres por crear WikiLeaks y hacer públicos 251.287 documentos diplomáticos de los Estados Unidos donde se mostraban vulneraciones a las convenciones internacionales...

Son los “pescadores de perlas”, a los que se refirió Hannah Arendt, que buscan el bien sumergido y oculto. Son los que “están es disposición de rescatar del olvido a quién en las situaciones trágicas sabe escuchar al otro y es capaz de compasión, al que combate por la verdad y no acepta compromisos con la mentira política, al que preserva la memoria del mal cuando se la quiere eliminar y olvidar, al que es capaz de pensar con autonomía frente a la zozobra moral de las costumbres, al que no intercambia su propia supervivencia con la liquidación de otro ser humano, al que intenta preservar la integridad moral incluso en condiciones de gran soledad, al que no renuncia a su propia capacidad de juicio, al que siente sobre sus hombros la responsabilidad del mundo y quiere proteger a la humanidad en el espacio en que cada uno es soberano”.

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