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Espacio de opinión de Canarias Ahora

Todos somos Charlie

Eduardo Serradilla

Llevo toda una semana pensado, tratando de buscar una, otra explicación que me quite esta sensación de agotamiento que no desaparece ni de día, ni de noche. Mi estado no es nuevo, pero desde hace una semana la cosa ha ido a peor.

Llevo una semana pensando lo fácil que es vivir viendo todo desde la barrera, sin implicarse, ni significarse por nada, dos palabras a las que siempre recurren aquellos que van de “políticamente correctos”, aunque luego quienes así hablan sean unas verdaderas arpías.

Llevo una semana pensado en los ideólogos que han escrito el credo que hace suyo buena parte de nuestra sociedad. Según dicho credo, es del todo absurdo molestarse y/ o implicarse por nada, dado que nunca se sabe, a ciencia cierta, qué puerta deberá uno tocar, o a quién le deberá pedir un favor en el futuro. De ahí que la idea generalmente aceptada es que, lo mejor que se puede hacer, es tener un perfil bajo, tirando a oscuro y, así, nada, ni nadie te podrá nunca acusar de haber tomado partido por algo que no sea tu interés propio, egoísta y conveniente.

Luego, llegado el momento, poco importa a quién habrá que lamerle el culo con tal de lograr lo que uno se haya propuesto, por mucho que tus tripas se rebelen y acabes vomitando hasta la primera papilla. La ética, la honradez, la moral y pamplinas por el estilo no ayudan a pagar los recibos, ni mucho menos a engordar la cuenta bancaria.

Llevo una semana pensado en nuestro degenerado, vacuo y nauseabundo mundo, un lugar donde una voluntad, un credo, una ideología… todo, absolutamente todo, tiene un precio y siempre habrá alguien, y últimamente son legión, dispuesto a venderlo todo al mejor postor. Es la ley de la oferta y la demanda que diría un neocon para justificar cualquiera de las tropelías que se cometen en nombre del capital, el sistema y el bienestar de la sociedad.

Oferta y demanda que también rige los designios de todas esas formaciones políticas, impregnadas de un conservadurismo rancio y decimonónico, que apelan a unos valores que siempre desencadenan alguna que otra contienda fratricida, por mucho que se empeñen en hacernos mirar hacia otro lado. Son de los que creen que desfilando con el paso de la oca, lanzado soflamas nacionalistas, invocando la segregación, además del miedo secular a todo lo que viene de fuera, con ecos de una raza superior lograrán solucionar algo.

Su discurso -el discurso de quienes sólo ven nuestra sociedad como un escenario para medrar, para imponer sus ideas por el uso de la fuerza y anular todo aquello que consideran impuro y pernicioso- es tan hediondo como el de quienes condicionan a sus semejantes con tal de no perder su parcela de poder. Al final se trata de imponer las ideas de unos pocos, ya sea con las palabras, con las influencias, con los conocimientos o, llegados a nivel máximo de degeneración, con el uso de las armas.

Llevo una semana pensando que no se trata de tener razón, hace tiempo que no se trata de eso. Se trata de condicionar, de asustar, de amedrentar a quien te rodea, privándolo de un trabajo digno, un salario justo, una formación adecuada y, llegados al nivel máximo de degeneración, de la propia vida.

Cada vez estamos más inseguros, más débiles, más frágiles. Miramos a nuestro alrededor con desconfianza, mientras vemos que unos pocos engordan, engordan, engordan, mientras la sociedad adelgaza. Dudamos si expresarnos con claridad, con libertad, no sea que nos escuche alguien que conoce a nuestro superior, a nuestro jefe, a quien paga ese salario del miedo, cada vez más escaso, pero igualmente necesario. Con esa baza juegan quienes manejan los dineros, las influencias, los mimbres de una sociedad cada vez más corrompida, caduca e incapaz de reaccionar antes quienes la están esquilmando de una forma indecente.

Ése es el integrismo del primer mundo, mucho más higiénico que el integrismo que se practica en el segundo y el tercer mundo. Allí no permutan bibliotecas por chalets, ni se construye en contra de las leyes vigentes, sino que se utilizan las pocas bibliotecas que han sido construidas para masacrar a los escolares en sus pasillos, moneda de cambio habitual de ese integrismo bárbaro y asesino.

Sólo que, de tanto en tanto, quienes actúan como “escuadrones de la muerte” -parapetados tras una deriva religiosa que nada tiene que ver con la religión que ellos proclaman defender- se dejan ver por el primer mundo y nos demuestran cuál es la realidad. Es, entonces, cuando la fuerza de la razón que posee un fusil de asalto entona su macabra serenata y nada ni nadie puede hacerle callar. Son los solistas de la locura, los tenores del extremismo que lo mismo mata a un policía tendido en el suelo o a un dibujante de ochenta años cuyo mayor pecado era el contar aquello que los demás no tenemos las agallas de contar, por lo menos, con la misma fuerza que lo hizo él.

La excusa de los asesinos: ¡Acabar con la sátira blasfema! Y evitar, de paso, que alguien se pueda hacer preguntas, se pueda cuestionar los dogmas, o llegue a vulnerar el status quo vigente, tan del gusto de unos pocos. Porque, al final, se trata de eso mismo; es decir, de no vulnerar un status que protege a los mismos de siempre, sin importar las consecuencias que todo ello acarree. Es una reducción al absurdo que nos ha llevado hasta donde estamos y que amenaza acogotar las pocas libertades que aún nos quedan.

Si se acaba con la sátira los poderosos vivirán muy tranquilos, nadie les afeará el comportamiento. Con la sátira, son ellos lo que se ríen, con esas carcajadas propias de los asnos mal instruidos o de los primates más histéricos. ¡No! Pongamos barreras a la libertad, al precio que sea, y no dejemos que nadie se salga de la línea trazada, aunque por ello deban morir personas. Es el precio que hay que pagar si se quiere perpetuar el integrismo que parece perseguir a nuestra sociedad, por más que ésta pugna por ser más plural, más rica, más diversa. Con la globalización y las autopistas de la comunicación, irónicamente, el mundo está cada vez más hermético, más cerrado, más obtuso y demencial.

Hace una semana le tocó el turno a la redacción de un semanario satírico, cuyo pecado, de lesa humanidad, fue ejercer su derecho a decir lo que pensaba y de la única forma en la que sabía hacerlo. Nos gustará su forma de hacerlo o no, pero estaban en su derecho, tal y como lo estamos nosotros a no estar de acuerdo y a exponer nuestras razones. Si, por el contrario, se recurre a la fuerza que proporciona un arma, una cuenta bancaria, una ideología o un credo para subyugar, para amedrentar o para condicionar nuestro derecho a la libre expresión, el mundo estará entrando en una espiral que terminará por tragarnos en un sumidero de indecencia del que nunca nos podremos recuperar.

Mañana, cualquiera de nosotros podrá ser el blanco de la demencia, de la intolerancia, de la prepotencia de una clase sobre las demás y la historia se volverá a repetir, una y otra vez. Y quienes piensen que escondiéndose debajo de una piedra –o no significándose- están a salvo, vayan aceptando que su bola está en el bombo, al igual que la mía, aunque a mí no me importe decir lo que pienso y a ellos, sí.

Llevo toda la semana pensado y, por lo menos, sí sé quién soy.

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