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La coherencia de un artista que nunca se cansó de buscar caminos nuevos

El artista Sergio Gil y el diputado del Común Jerónimo Saavedra. (ALEJANDRO RAMOS)

José Juan Santana Quintana

Me acerco a esta tarea con evidente reserva, con la precaución de alguien que jamás se ha atrevido a analizar la obra de un artista más allá de la reflexión interna, solo expresada con la mano delante de la boca y jamás vertida sobre papel.

Hablaré del arte de Sergio, porque sí puedo afirmar que lo que veo es arte, dado que su obra me conmueve y me hace pensar, y esa emoción se genera desde la pura intuición, desde la percepción más subjetiva, en parte por lo que veo y en parte por lo que conozco del  autor.

Pero también se vertebra desde el afecto al Sergio que conozco desde la primera parte de los años setenta, aquel que compartió en Tunte el amanecer a la transición democrática, al desarrollo de diversos fenómenos sociales en una comunidad cerrada y arcaica,  y  que supo valorar esa naturaleza dura, bella, violenta a veces, pero siempre arrebatadora, de la Caldera de Tirajana.

También mantengo la imagen de Sergio Gil en los años más recientes, el que ha madurado con su obra; el que ha ido dejando la impronta de su trabajo artístico en diversas localidades de nuestra isla y fuera de ella; el que dedica su tiempo a observar, pensar y crear movido por el deseo de trascender, no solo con su creación pictórica sino también con la investigación botánica, con la entomología y no sé con cuántas cosas más. Y  todo ello sin hurtar  tiempo al cultivo de la amistad y la solidaridad con conocidos y desconocidos.

Mi primera impresión sobre la obra que se expone es la de ver en ella a alguien que tiene una mirada especial hacia la naturaleza y hacia todas sus manifestaciones, y sus matices.

Veo a Sergio Gil observando desde un imaginario microscopio las transformaciones que se producen en nuestro entorno, pero no aquellas que se manifiestan a través de los cambios sociales, sino las de los seres más simples, los primigenios,  aquellos que están en permanente evolución y que son captados reiteradamente por el sensible pincel: me recuerdan a las células en permanente mutación, las rocas con sus infinitos matices y aristas, la naturaleza en su diversidad o las tonalidades del arco solar. En otras palabras, los lienzos que Sergio Gil nos pone delante y atrapan la manifestación abstracta de pequeños instantes de la evolución, y el inexorable y permanente cambio que modifica a nuestro entorno y a nosotros mismos.

Sobre el papel está desplegada la metáfora, pero también tiene presencia el color. Colores potentes, colores que producen impacto, colores que atrapan la pupila y que jamás se asoman indiferentes al espejo de nuestras propias emociones.

En cada cuadro el artista nos roba la mirada, nos conduce como en un microscopio por el ocular y el tubo hacia lo que el objetivo de su ensoñación nos insinúa, regalándonos con sus trazos lo que nuestros ojos, en circunstancias normales, son incapaces de ver.

Estoy seguro de que tanto los que han seguido la trayectoria de este polifacético y preclaro artista, como los que se acerquen a su obra por primera vez, no escatimarán elogios ante sus propuestas creativas y ante su compromiso con el arte y con la propia vida.

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