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Conspiratio inter tres civiates principes

Israel Campos

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Son muchos los historiadores de la Antigüedad que no acaban de ponerse de acuerdo de cuándo y en qué circunstancias empezó a gestarse la descomposición de la república romana. Un periodo que se suele describir en términos generales como la “Crisis de la República” y que tiene claramente un punto final, cuando Octavio se queda con todo el poder al eliminar a su último enemigo fuerte: Marco Antonio, aliado con la famosa Cleopatra de Egipto. Sin embargo, para buscar un momento histórico en el que el sistema de gobierno surgido tras la expulsión a finales del siglo VI a.C. – la fecha simbólica es el año 509 – del último de los reyes romanos, Tarquinio el Soberbio, empezó venirse abajo se suelen ofrecer diversos episodios: la crisis de los Graco, los consulados de Cayo Mario, las diferentes guerras civiles del siglo I a.C. Pero si queremos destacar un instante preciso en el que se pudo percibir claramente que ya no se podría dar marcha atrás a los acontecimientos que acabarían con la República para dar paso al gobierno personalista del Imperio, ese fue cuando tres hombres con trayectorias políticas diferentes unieron sus destinos y sus intereses. Los nombres son largamente conocidos por los sucesos que protagonizaron después, pero aquel año 60 a.C. Cneo Pompeyo, Marco Craso y Julio Cesar tenían trayectorias políticas muy diferentes que les permitían estar en las condiciones más adecuadas para hacer un pacto con el que repartirse de forma indirecta el manejo de todos los entresijos del gobierno de la tambaleante República. Que tres personajes que se arrogaban ser los representantes de las diferentes sensibilidades políticas de Roma consideraran que era perfectamente lógico y asumible que en aras de evitar enfrentamientos entre ellos, era preferible un acuerdo político con el que controlar al Senado y al gobierno, nos da una perfecta radiografía de cómo de debilitado se encontraba un Estado que había alcanzado cotas de poder y control territorial enorme, pero que en ese mismo proceso se había manifestado como inadecuado para hacer frente a las nuevas realidades que se le habían presentado con el paso de los años.

Lo interesante de este episodio conocido como el Primer Triunvirato (los tres hombres) es que cada uno arribaba a él con intereses y situaciones bien diferentes: Pompeyo, ya conocido entonces como el Grande, venía de ser la cabeza visible de la facción política de los optimates, los conservadores que consideraban que las tradiciones había que conservarlas y que la plebe debía estar satisfecha con las decisiones que el Senado tomaba por el “bien” de todos; sin embargo, su poder no acababa de consolidarse y necesitaba afianzar su figura como “Primer hombre de Roma”. Marco Craso era para entonces el hombre más rico de Roma, su trayectoria política era un tanto limitada – su mayor éxito era haber acabado con la revuelta de esclavos liderada por Espartaco – y representaba los intereses del grupo de los caballeros, quienes desempeñaban todos los lucrativos negocios que habían surgido al amparo de la expansión imperialista de Roma desde el siglo III a.C. Por último, un Cayo Julio César que recién empezaba su carrera política, contaba como principal capital tener el respaldo de las masas populares que estaban cansadas de que los senadores gobernaran pensando en sus intereses y que veían en César al hombre que haría las reformas para que Roma volviera a ser grande de nuevo.

El acuerdo entre estos tres personajes no tenía un plan de gobierno con vistas a introducir reformas específicas, leyes concretas o mejoras notables. En su origen, tal y como señala Tito Livio, era hacerse con el control de la república (captante rem publicam invadere conspiratio inter tres civitates principes facta est), de tal manera que entre ellos se repartían los cargos más importantes de gobierno y qué provincias estaban bajo el mando de cada uno. Lo que la historia nos enseñó de este primer triunvirato es que César, que llegaba al pacto con menos que ofrecer y con menos capital político, acabó ensombreciendo a los otros dos. Años más tarde, Plutarco describió esta “conspiratio” en los siguientes términos: “fue la ruina del Senado y la disolución del pueblo, no tanto hizo mayores a los otros cuanto por medio de ellos mismos consiguió quedarles superior”. Craso acabó muriendo en su empeño por protagonizar hazañas militares que le pusieran a la misma altura o superior que los demás. Pompeyo quedó liderando en solitario el bando optimate, pero no le sirvió de nada cuando finalmente Cesar cruzó el Rubicón. Aquel acuerdo que se había firmado ese año 60 a.C., sentó las bases no solo para un reparto del poder con el que controlar el gobierno de Roma y su imperio territorial. También fue el punto de inflexión para que una figura como Julio César, que hasta ese momento había tenido una carrera política un tanto azarosa, ya que carecía de los medios suficientes como para poder destacar en el Senado romano, encontrara la plataforma adecuada para jugar sus bazas y afianzarse en el panorama político del momento.

En los últimos años, se ha puesto de moda desarrollar modelos alternativos a la historia, lo que se ha conocido como “historia contrafactual”. No deja de ser un ejercicio retórico, pero permite lucubrar posibles escenarios surgidos de realidades paralelas a la ocurrida. No sabemos qué hubiera ocurrido con la historia de Roma de no haberse firmado aquel primer acuerdo entre estos tres personajes. Lo que sí parece evidente es que el ascenso político de Julio César hubiese sido diferente, más lento o incluso irrelevante. No deja de ser importante que nos planteemos en estos días, cuando somos protagonistas de nuestra propia historia, qué posibles consecuencias a corto y medio plazo podrá llegar a tener otro tipo de acuerdos “triunvirales”, a través de los cuales algunos personajes que aún no han alcanzado su desarrollo en la política española van a poder encontrar su propia tierra de las Galias que conquistar y así acudir a Roma a reclamar todo el poder para su persona.

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