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El cuento del rey moro y el rey cristiano

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Érase una vez un rey moro y un rey cristiano que se querían como hermanos. El primero nadaba en oro negro y quería un caballo de hierro para unir La Meca y Medina. El segundo, espoleado por sus cortesanos más codiciosos, pidió a su hermano el rey moro que eligiera su oferta de un tren AVE que, como un halcón peregrino, uniría las dos ciudades sagradas más rápidamente que cualquier otro pájaro o caballo de hierro del mundo.

Llevado por su amor fraterno, el rey moro aceptó la oferta del AVE en perjuicio de todas las demás, pero le puso una condición a su hermano, el rey crisitiano, para llevarla a efecto: a cambio de elegir su AVE este debería organizar en la capital de su reino, Magerit, una gran conferencia religiosa en la que el buen rey moro pudiera demostrar al mundo incrédulo que, frente a todas las calumnias y campañas de difamación que los enemigos de la auténtica fe habían organizado en su contra, la verdad resplandeciente era que en su reino imperaba la tolerancia y el respeto hacia los derechos humanos.

Acabado con gran éxito el encuentro multirreligioso que, haciendo justicia a la causa, lavaba la imagen deteriorada del país del oro negro, el hermano cristiano, por si fuera poco, concedió a su querido hermano moro la máxima distinción del viejo reino cristiano: el vellocino de oro. Conmovido por el gesto fraterno el piadoso monarca moro, conociendo las penurias a las que condenaba a su hermano un régimen político desconsiderado y mezquino, puso a su disposición la modesta suma de 100 millones de dólares en señal de eterno reconocimiento. A nadie le amarga un dulce, pues, como decía Voltaire “en cuestiones de dinero todos somos de la misma religión” y, por consiguiente, su majestad católica, y por no hacer tampoco un desaire a tan generoso hermano, aceptó el dinero llevándolo inmediatamente al paraíso que más aman los verdaderos creyentes, el paraíso fiscal.

¿Se supo algo de toda esta historia en el reino cristiano? El rey no dijo ni una palabra, después de todo como declarara un antepasado suyo, “l´etat c´est moi”, y así lo reconocía prácticamente la constitución del país al proclamarle inviolable.

Más tarde se supo algo de la historia, no a través de los medios de comunicación del reino, naturalmente, que nunca quisieron hacer un uso abusivo de la libertad de expresión, sino, como de costumbre, a través de la envidiosa prensa extranjera, fiel heredera de quienes en el pasado denigraron, por medio de la leyenda negra, a los ínclitos monarcas y al mismo cristianísimo país que siempre tuvo la fortuna de contar con monarcas ejemplares. 

¿Cual es el desenlace de este cuento? ¿Habrá finalmente alguna acusación de corrupción o de blanqueo de capitales contra el emérito monarca?

Podéis imaginarlo, triunfará la presunción de inocencia, que solicita para él su antigua Mano del Rey Filipo el hispalense, o juzgado benévolamente, el rey es muy campechano, se cumplirá aquello de que la ley es igual para todos, pero las sentencias no. 

Postcuento

En fin, en toda historia ejemplarizante no hay que perder de vista que se corre el riesgo de hacer fácil e hipócrita el final. Del árbol caído todo el mundo hace leña, dice el refrán, por eso añado que tengo por seguro que en la secreta y bien guardada lista de corruptos y blanqueadores de capitales del reino, al campechano monarca le aventaja un buen puñado de avisados bribones con muchos más merecimientos que él, ¿Sabremos alguna vez sus nombres?

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