Espacio de opinión de Canarias Ahora
Día 1 de la alarma
Día 1, domingo, decretado el estado de alarma.
A las siete de la mañana, con las primeras luces, no pasa la trabajadora que acude habitualmente al establecimiento hotelero cercano. Primera señal.
Desde el balcón, todas las cafeterías alrededor de la plaza están cerradas. Por eso sale un ciudadano con una bebida caliente en las manos de una de esas cabinas permanentemente abiertas. Poco antes de las ocho, pasan a escasa distancia dos personas, una de las cuales dice algo así como que está todo tranquilo, que no se ve a nadie. “No hay ni misa”, afirma la otra. Una mujer pasea su perrito con aire despreocupado.
Suenan las campanadas horarias mientras algunos empleados de las cafeterías se marchan porque no van a abrir. Sí abren sus puertas una pequeña panadería que tiene compradores. Alguno prueba también con café o similares y los llevan, quizá para desayunar en casa o en compañía. Una pareja de policías locales motorizados pasa mirando a diestra y siniestra, sin observar movimientos extraños. Abren el quiosco de prensa. Minutos después, los primeros clientes de la farmacia ya están inquiriendo. Nadie sale con mascarillas, deben seguir agotadas.
Pasan los primeros viandantes extranjeros. Caminan, se paran, miran arriba, miran a todos lados... y como que no entienden nada. El sonido de un receptor radiofónico es, junto con las descritas, la única señal de actividad. Bueno, y la de los trabajadores del gran establecimiento de la plaza que están recogiendo enseres y mobiliario que luego blindan con los bastidores acristalados que lo rodean. Los minutos y las horas, desde las siete, van discurriendo lentos, con apenas sonidos, tal es así que se perciben las conversaciones entre los turistas que se sientan en los bancos libres alrededor de la farmacia. Hasta las melodías o los avisos sonoros de los dispositivos móviles cobran cierta intensidad.
Ya es casi mediodía cuando después de comprobar que no hay misa en la parroquia matriz, accedemos a la panadería donde hay una cola de apenas cuatro personas. Apenas hay gente en el muelle y sus proximidades. Las calles están desiertas. Alguien saluda desde su balcón. Es un domingo sin voces, sin niños, sin patines ni bicicletas. Las páginas del periódico ofrecen toda la información de un sábado intenso y expectante a medida que se demoraba la comparecencia mediática del presidente del Gobierno. Una unidad de la policía local estaciona en los exteriores de los edificios y se adentra en las peatonales para emitir desde su megafonía los mensajes (también en idiomas) que sugieren el cumplimiento de las disposiciones del decreto gubernamental para saber cómo hay que conducirse una vez declarada la alarma. Curiosos y curiosas aparecen en los balcones.
A primera hora de la tarde, unas cuantas personas hacen cola en el exterior de una pizzería. Tratan de llevar comida a sus casas, puede que a sus hoteles. Se escucha el trino de los pájaros refugiados en los laureles y las palmeras. Llovizna. Y miren por donde, un sentimiento de alegría embarga al menos a quienes vienen implorando desde enero. Es una nota, un do mayor en medio de tanta incertidumbre, de tanto silencio, de tanta quietud.
Telediarios y sobremesa. Hay personas que descansan en los bancos de la plaza, alguno con evidentes desperfectos. Lecturas pendientes, limpieza de guasaps y correos amontonados. Aprovechamiento del tiempo. Ha dejado de lloviznar. La tarde avanza igual de lenta, sin sobresaltos. Con frío. Son las palomas las que pululan en las terrazas vacías porque nadie las ahuyenta. Debe haberse agotado el pan, ya cierran. Otra unidad móvil, ahora no policial, expande sus mensajes por megafonía. Dentro de un rato se hará de noche. Solo quedan los aplausos de gratitud a los sanitarios desde ventanas y balcones. Porque la música en vivo no se escuchará a la hora de cenar y hasta la medianoche. Igual alguien la echa en falta. Nos envolverán las sombras y el silencio. Punto final a la primera jornada en una ciudad cualquiera. Mañana será otro día.
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