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Ética y Semana Santa

Pablo Frade Perdomo

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La ética es el arte de vivir, y lo es porque no es fácil vincular nuestras ideas con nuestras actitudes, nuestros comportamientos y nuestras acciones. En el siglo XXI hora es ya de aplicar en la práctica lo que hemos aprendido de la historia, y más en una época de crisis y cambios profundos que nos exigen reflexionar críticamente sobre lo que somos y posicionarnos ante lo que nos pasa.

Vivimos, una vez más, la celebración de la Semana Santa, pero creo, honestamente, que ya es tiempo de modificar algunas actitudes desde el punto de vista ético.

En primer lugar, debo dejar patente mi respeto a las diferentes formas de vivir la Semana Santa, una, por convicciones religiosas o por tradiciones cimentadas en la historia a través de las procesiones y los diferentes ritos litúrgicos, postura que denominaremos “sacra”, y, por otra parte, otra que las aprovecha como unas pequeñas vacaciones de respiro laboral, para viajar y disfrutar de diferentes placeres en la playa o el campo, además del contenido cultural o gastronómico de unas fechas que invitan a recordar ciertas tradiciones, postura que podríamos llamar “profana”.

La celebración sacra de la Semana Santa pretende revivir simbólicamente mediante rituales religiosos unos hechos relativos a la vida pública de Jesús y a su pasión, muerte y resurrección; sin embargo, creo que existe, en la práctica, un total alejamiento: Según el Evangelio, creer es comprometerse, y Jesús nos invita, con su ejemplo, a desarrollar y potenciar nuestra conciencia y compromiso con los más pobres, con los económicamente débiles, con los perseguidos por la justicia, con los enfermos. En mi opinión, la celebración litúrgica está alejada de todo compromiso en la práctica; se exalta el sentimiento religioso, pero ello no conlleva ningún cambio acorde con el significado de la celebración, de hecho creo que se convierte en una anestesia que tranquiliza nuestra conciencia y nos evade del compromiso auténticamente cristiano. La iglesia como institución no es un buen ejemplo, y adopta posturas farisaicas: “Al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”, pero en estas fechas, a pesar del voto de pobreza, luce sus mejores ornamentos y los tronos lucen sus mejores galas, valorando por encima de todo la riqueza; la iglesia no renuncia a su relación histórica con el poder, aprovechando al máximo sus beneficios y privilegios, léanse propiedades, exención de impuestos, o enseñanza concertada con dinero público. Por otra parte, ¿dónde está esta iglesia, que no encontramos, cuando vivimos situaciones tan terribles como la inmigración en condiciones tan precarias? ¡Cuánto me gustaría ver a sacerdotes, obispos o cardenales junto a tantas víctimas de aporofobia, mientras el Mediterráneo se convierte en un triste cementerio de inmigrantes cuyo único delito es sobrevivir al hambre y a las guerras! ¿Dónde está la firmeza de la iglesia frente a los religiosos culpables de tantos delitos de pederastia que quedan impunes? ¿Cómo se puede entender la presencia de la Legión armada en las procesiones, cuando la figura de Jesús es totalmente contraria a la guerra?

Otra cosa muy distinta es esa parte de la iglesia, que hace su labor humanitaria en escenarios terribles, dando su vida, si es preciso, por sus ideas evangélicas; defensora en su testimonio y compromiso de la Teología de la liberación, que sí que se compromete, pero que permanece bastante desconocida, cuando no silenciada o perseguida, como el caso de los teólogos Hans Küng, Helder Cámara, Ernesto Cardenal, José Mª Castillo, algunos incluso asesinados por defender el evangelio como Monseñor Romero o Ignacio Ellacuría, y tantos y tantos…

¿En nombre de qué esos denominados “abogados cristianos” se escandalizan por los carnavales y no dicen absolutamente nada sobre las víctimas de pederastia o de abusos de poder por parte de personas religiosas?

Hay mucho trabajo por hacer en la iglesia, pero no precisamente de cara al exterior, porque hay que empezar por quitar la paja del ojo propio, no del ajeno, pues no resulta creíble ni ejemplarizante su mensaje; gran parte de la culpa de la secularización de la sociedad viene precisamente de estos ejemplos, que le quitan credibilidad y sentido.

La celebración profana de la Semana Santa, por otra parte, tiene su lógica natural en unas condiciones laborales y en una forma de vivir que pide a gritos un respiro; no es malo disfrutar del placer del cuerpo y del alma, ni de la diversión en los Carnavales; el ser humano busca la felicidad de muchas formas, y una de ellas, nada despreciable es el placer, mientras se procure para todo el conjunto de la sociedad, sin discriminación de unos sectores sobre otros, y con la búsqueda de la justicia.

Lo que no es coherente desde el punto de vista ético es vivir y actuar como si estuviéramos solos en este mundo, abusando de nuestros propios privilegios o del propio medio natural, sin pensar en lo que heredarán nuestros hijos y nietos. Se trata de una búsqueda de la felicidad tomando conciencia de nuestros actos y de sus consecuencias, no sólo a nivel social, sino en relación con el medio ambiente, pues todas nuestras decisiones de hoy tienen consecuencias en el futuro.

¿Y qué hay, pues, de la Semana Santa? Si algo debe tener conexión con la ética es el ejemplo de una persona que (creyendo o no que sea Dios), dio su vida por unas ideas de amor y de compromiso con los desfavorecidos, por la paz y no la guerra, por el espíritu y no por el dinero, y sobre todo por su coherencia en su forma de vida, que le llevó incluso hasta la muerte.

Pero si sirve de algo su recuerdo y celebración, debe ser para calar en nuestras conciencias y modificar nuestras acciones, para hacerlas más acordes con los Derechos Humanos tan olvidados, y que tan revolucionarios resultan hoy en día, a pesar de su promulgación en 1948, como dice el artículo 1:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

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