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Si fuese un hombre

Iñaki Lavandera

Un hombre joven, preparado, con una trayectoria brillante pese a su juventud, admirable porque compagina un trabajo con un horario de veinticuatro horas al día los siete días de la semana con su vida familiar.

Además acaba de ser padre -aunque su vida privada tampoco interesa tanto- y está tan comprometido con su deber como representante público como con su necesidad (ya no obligación, porque no lo es) de estar con su familia. Se muda temporalmente de domicilio para darle los primeros biberones al bebé; deja el que es su hogar para estar cerca de su trabajo. No es el primero que lo hace, aunque nadie lo sabe porque nunca ha sido éste un dato llamativo para el resto del mundo. Está haciendo lo imposible para armonizar ambas labores sin desatender ninguna. Es perfectamente consciente del papel que ha asumido y consecuente con ello.

Es como él siempre ha sido, nadie le exige cambiar. “Menudo padrazo estás hecho”, le dicen todos. Sus nuevas responsabilidades no le hacen cambiar su forma de ser, de pensar, de sentir, de relacionarse, de comportarse o de vestirse. Sería ridículo. Continúa siendo la misma persona y precisamente eso es visto por los demás como una de sus mayores virtudes. Conserva la misma frescura.

Ahora pongamos que no es un hombre, sino una mujer:

Ya no es prometedor, sino novata. Ya no está preparado, sino que ella puede “llegar a” si le pone empeño. Ya no es una trayectoria brillante, sino un precalentamiento. Ya no es un padre ejemplar, sino una madre caprichosa cuya vida personal centra todos los focos hasta llegar a anular su labor profesional. El cambio de residencia temporal –en este caso para hacer posible la lactancia materna- sí es ahora la noticia del siglo. Ella no es consecuente; es una inconsciente.

Ya no puede ser como ha sido siempre: se le exige que cambie, que reformule su discurso en forma y en contenido, su manera de relacionarse, de hablar, de reírse, incluso su vestuario. Es una mujer y se le exige esto y muchísimo más, tanto que la ceguera de quien lo hace no le deja ver cuanto ha hecho, está haciendo y puede hacer. Los méritos desaparecen.

Esta situación la sufren, en mayor o menor medida, muchísimas mujeres cada día. Nos llenamos la boca con palabras como igualdad, feminismo, derechos, conciliación familiar, lucha o respeto, pero la realidad dista mucho de todo esto. Hombres y mujeres que se autodeclaran defensores de la igualdad son los mismos que se retratan por sus miedos. Sí, miedo: miedo porque su preparación les supone una amenaza, miedo porque es valiente, miedo porque es transparente, miedo porque trae aires nuevos, miedo porque ha dicho que es capaz de hacerlo y miedo porque lo está haciendo. Miedo, mucho miedo, porque es una mujer.

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