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Lo de Islas Airways y un par de buñuelos
Quienes estamos a favor de la presunción de inocencia y en contra de juicios paralelos vía mediática, debemos esforzarnos en mantener compostura, guardar silencio y reservar nuestras opiniones, desinteresadas y bien informadas, a la espera de “lo que diga el juez”.
Con Islas Airways se tuvo la ilusionante oportunidad de resolver el gravísimo problema de conectividad aérea del que adolecemos en esta tierra, porque una compañía nueva ejerciese competencia en favor de los usuarios. Pero la frustrada gestión empresarial dio al traste con toda posibilidad de futuro y volvió a dejarnos indefensos ante una palmaria realidad.
Suele darse el caso de empresarios sin conocimiento suficiente, que se lanzan con arrojo a la aventura del negocio aeronáutico. Meritorio alarde de valor. Pero un ámbito tan especial y específico no admite la rudimentaria filosofía de la rentabilidad a ultranza y ganancias rápidas e inmediatas. La gestión de un servicio público como el transporte aéreo, con características de elevado rango, exige la calidad operativa como prioridad sobre las demás consideraciones. Los beneficios deben ser consecuencia de la excelencia por buena praxis. El desconocimiento de dicha especifidad, indefectiblemente desemboca en fracaso, como el cuento de la lechera. Con el agravante de que el estrépito del batacazo puede arrastrar unas connotaciones de gravedad incalculable.
Ejemplo a no seguir fue el ínclito Gerardo Díaz Ferrán, paradigma entonces del empresariado español –aclamado presidente de la CEOE–, propietario de la desaparecida Viajes Marsans y de la también quebrada compañía aérea Air Comet. Fue quien dijo, en plan lumbrera, que para salir de la crisis “había que trabajar más y cobrar menos”; y que “no se atrevía a volar en su propia compañía porque no confiaba en los tripulantes por cuestión de seguridad”. Tal era el maltrato laboral que les prodigaba. No fue extraño que el individuo terminase en la cárcel donde todavía sigue.
La agonía de empresas aéreas en malas manos, suele culminar con la precariedad laboral de varios meses en que los trabajadores dejan de percibir sus salarios, con la angustiosa amenaza del cierre inminente y el desasosiego por una penosa situación, incompatible con la estabilidad emocional y equilibrio psíquico, imprescindibles en una actividad profesional que exige plenitud de facultades en nombre de la seguridad aérea.
En análisis aparte convendría considerar los múltiples parámetros que se concatenaron en el accidente de Spanair, y en qué porcentaje influyó la lamentable situación laboral que estaban sufriendo aquellos empleados de una aerolínea a punto de desaparecer.
No es el caso que nos afecta ahora por presunto delito de fraude, cuya gravedad dilucidará el juez. Pero el traumático epílogo de esta aventura empresarial demostró una vez más, como principio consolidado, que la seguridad aérea está garantizada por quienes vuelan y hacen que el avión vuele; no por los directivos que gestionan en términos económicos el componente vocacional de profesionales, que tiene mucho que ver con principios deontológicos y valores morales, desconocidos para la Administración y para algunos gestores empresariales.
En cuanto a la campaña orquestada por quienes tratan de justificar lo indefendible con cuentas infantiloides de porcentajes y cantidades “en favor del usuario”, quede claro que las subvenciones son dinero público, pagadas por todos nosotros. Triste favor le están haciendo al imputado (perdón: investigado) los adláteres bien intencionados, a poco que los receptores del torticero mensaje lo razonen con lógica y sentido común. Al parecer, hay pretenciosos comunicadores que osan vilipendiar a algún prestigioso periodista –este de verdad– que fehacientemente les ha desmantelado su beligerante discurso. La falta de clase y los improperios nada tienen que ver con el periodismo de calidad.
Si la mediocridad se macera en majado de autobombo barato, se sazona con la salmuera de intrigas mediáticas y se embadurna con ambiciones espurias de baja estofa, el rebozado resulta un grotesco e indigesto buñuelo.
La agresividad verbal es consecuencia de la frustración. Convendría hacérselo mirar para controlarse complejos. No sea cosa que, por exceso de celo, vayan a perjudicarle la estrategia de su defensa al patrón.
Este artículo fue publicado en www.elrincondelbonzo.blogspot.com
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