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José Luis Sampedro, joven nonagenario

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-“Acabo de leer una novela fascinante, La sonrisa etrusca”? Era el curso 1985-86 en un descanso entre clase y clase, me lo decía una compañera con la que compartía descubrimientos literarios. -“Préstamela, por favor”? Y al día siguiente me fui con el libro a casa.

Después de comer y descansar un rato, me senté en mi mesa de trabajo dispuesta a corregir exámenes no sin antes echarle una somera mirada a aquella novela, y quizás, a lo más, leer su primer capítulo. Leí la reseña de su autor, leí el primer capítulo, leí el segundo, el tercero? Miré con cierto remordimiento la tonga de exámenes al otro lado de la mesa esperando mi trabajo. -“Voy a leer otro capítulo más y los corrijo”? Empecé a conocer al viejo Salvatore Roncone. Su llegada a Milán desde Calabria, su tierra de nacimiento. La espera a su hijo en la Villa Julia observando la sonrisa arcaica de las figuras de una pareja en un sarcófago. Sonrisa ingenua, estereotipada, del arte etrusco, que el autor eligió para dar nombre a esa historia. Sentí los exámenes reclamando mi atención con insistencia. -“Sigo sólo otro capítulo más”?, pensé tranquilizando mi conciencia. Sufrí con el cáncer de aquel viejo cascarrabias, con el choque de sus dos mundos tan diferentes, el urbano y burgués de Milán, acabado de encontrar y el recio y machista de su pueblo calabrés, el de toda su vida... Continué. Fui emocionándome percibiendo la transformación que iba creando en el protagonista la relación con el pequeño Bruno, su nieto de trece meses?Y pasé de los exámenes -“Mañana será otro día”. Seguí y seguí y no paré hasta casi la hora de la cena, cuando le di fin a esas páginas que me habían hipnotizado.

Aquella tarde yo me enamoré de José Luis Sampedro, idilio que fue creciendo mientras más lo conocía y terminó de consolidarse en los primeros años de 1990, cuando tuve la suerte de conocerlo personalmente y hablar un rato breve, pero algo es algo, con él en el teatro Guiniguada. Vino, nunca se lo agradeceré en demasía a la Viceconsejería de Cultura y Deportes del gobierno de canarias de ese momento, a dar una conferencia dentro del ciclo “Los escritores frente al fin del siglo”.

Intelectual comprometido, luchó hasta su último momento por el ser humano y terminó siendo un joven nonagenario, que a pesar de los avatares, no perdió nunca el interés ni el sentido del humor ni la humildad suficiente para reconocer que en el año 2012 le fueron concedidos dos regalos muy gratificantes. El primero, cuando su Sonrisa etrusca “como una mariposa tras su metamorfosis, reaparece en una creación viviente y animada sobre las tablas de la ilusión teatral”. El segundo, cuando estalló el movimiento de los Indignados, el 11M. “Gracias por iluminar el final de la vida de un viejo”, les dijo con entusiasmo.

Tenía una facilidad admirable para trasmitir incluso comentando economía, materia tan ardua y complicada. “Tenemos la obligación de vivir” animaba, y desde su cátedra y desde su autoridad intelectual aconsejaba a los jóvenes que aprendieran a hacerlo, a ser más personas, a ser más conscientes de lo que se es.

En la conferencia aludida anteriormente, José Luis Sampedro expresó que durante el siglo XIX se extendieron por toda Europa y América los ideales de la Revolución francesa, “Libertad, igualdad y fraternidad”. A partir de ahí, el Liberalismo (Capitalismo) apostó por la libertad a costa de la igualdad; el socialismo (Marxismo) apostó por la igualdad, a costa de la libertad; en cambio, por la fraternidad ninguna doctrina, ningún país ha optado todavía. Sin embargo, en un mundo que hace aguas por todas partes, es la fraternidad, llamémosla cooperación, solidaridad, el único valor que puede ser la tabla de salvación.

Su sueño era “el estado de felicidad para la sociedad”, y en su recuerdo y en la orfandad en que nos ha dejado, yo formulo estas preguntas, ¿Tan difícil será que su ilusión se pueda cumplir? ¿Es del todo imposible que algún día las relaciones del género humano se organicen en torno a la fraternidad, a la solidaridad?

Ojalá tengamos en cuenta las palabras de Olga Lucas, ahora ya su viuda, en el momento de su despedida: “Que se le llore lo menos posible, y que se siga luchando lo máximo posible”. Ojalá. Y ojalá su obra y su memoria permanezcan como ejemplo y acicate para las personas de buena voluntad que quieran cambiar el mundo.

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