Espacio de opinión de Canarias Ahora
Mujer y palabra
Con motivo de Día de la mujer, el 8 de marzo, no he encontrado mejor forma de homenaje que comentar la exposición de Berbel de Canarias en el Museo Poeta Domingo Rivero, recomendando con entusiasmo su visita.
En la foto que escogió para la invitación nos comunica cual es la pretensión de su trabajo: “La dignificación de la mujer como ser humano y el rechazo contra la violencia de género”. Y para ello Berbel retrata a la mujer.
Y la retrata tal cual es, niña, adolescente, joven, madura, anciana. En su momento de formación, de plenitud y de decrepitud. Una mujer que desde su comienzo inconsciente, va creciendo hasta reflejar el cansancio de todo el peso de los años, del trabajo y de la desigualdad con que tiene que lidiar en este mundo.
Y no se queda en la superficie, escudriña en su vida, en sus formas, en sus anhelos, en sus preocupaciones, en sus alegrías, en sus tristezas. Y ahonda en todas las formas de mujer que existen, bajo distintas perspectivas y circunstancias tanto sociales como culturales.
Y la retrata a través de la imagen y de la palabra, en una conjunción simbiótica de fotografías que sin voz son a su vez poemas, y de versos que forman un canto lírico ágil y profundo, dotados de tanta significación, que, sin trazos ni colores son también retratos, de tal manera que si pudiéramos leerlos con los ojos cerrados, casi reproduciríamos en nuestra mente a la mujer que representan.
Nos presenta actitudes, bajarse en una estación, apearse del vehículo, comparando la vida con un viaje en tren con sus distintas paradas, cambios de andén, bienvenidas y despedidas. A veces con una visión borrosa, como una pesadilla de una mujer que en sus sueños encierra todos los anhelos de su niñez, o desdibujada, casi inexistente, frente a un contrato que firmó sin pensar en sus últimas consecuencias. Otras muy clara pero de espalda, con los ojos perdidos en un río, otro símil de la vida. Mujeres tristes, sufridoras, pero también la sanadora o la joven que mira el porvenir con ojos sonrientes después de haberse sacudido el pasado. Mujeres atrapadas en la piedra tal y como las distintas religiones quisieron inventarlas, o liberadas del arte eterno como la escultura de la Menina, que se ha salido del cuadro, que se le ha escapado a Velázquez y se rebela y se resiste a los cantos de sirena de los halagos y del lujo para ser su propia soberana. Mujeres que, tirando sus ojos por los suelos, cargan con el fracaso y la injusticia simplemente por serlo. La mujer artesana que lleva todo en su saca, toda su vida a rastros, todo lo luminoso y lo oscuro, lo alegre y lo triste, la felicidad y el infortunio, la compañía y la soledad. O la mujer que espera la tranquilidad de la tarde para leer la carta de su amor emigrante llegada del otro lado del océano. La ramera o la modelo, o la travestida reina de un anochecer sin luna. La mujer con velo, arrastrando los siglos en sus espaldas y la mujer occidental, rubia, con sus rasgos de displicente seguridad. La mujer empoderada representada en una policía municipal, guardia de tráfico, imbuida de la autoridad que le confiere su uniforme, y la fortaleza de una mujer sin brazos, que frente a un salón de belleza como trágica paradoja, lujosamente ataviada de la muerte, teje con unos garfios. La mujer niña, “enana” como con cariño la apoda en uno de sus versos, muchas veces sola y abandonada en la mayor de las injusticias, o la adolescente con un volcán de sueños, desgraciadamente, envueltos en costumbres grises, frente a la anciana que arrastra en sus manos con que cubre la cara, secas, sarmentosas, todos sus pasados y unos cuantos funerales, o la mayor que de espalda muestra su cabellera, que un día fue de brillante azabache, blanca recogida en una larga trenza.
Tan solo en una imagen Berbel prescinde de la modelo femenina para trocarla por la escultura de una especie de camaleón, quizás metáfora de la mujer tantas veces mimetizada e invisible para su pareja que, despreciándola, busca cruelmente en otras la mujer que ella es.
Toda la muestra está envuelta en una constante que es el tiempo, y el paso de las horas y la vida. Constante reflejada en los ojos, profundos, insondables como el mar, como el océano, con miradas a veces perdidas y otras muy fijas. Constante expresada en las manos y en los cabellos, y en las espaldas como alegoría de los sufrimientos que han cargado las mujeres que nos precedieron en el tiempo para que nosotras podamos vivir de sus rentas, pero también las muchas que todavía hoy siguen soportando todo el trabajo de la existencia, día a día, las vidas de sus hijas, de sus nietas, sin ver un horizonte.
Berbel sólo ambiciona reflejar a la mujer. No pretende un alegato contra el hombre, para nada. Solamente se refiere a él en dos ocasiones, como inventor de costumbres grises y como señor de la guerra, y lo hace porque su cita es ineludible queriendo, como ha querido, expresar el complejo universo, con frecuencia doliente, en que se mueven las mujeres en nuestro planeta.
En contextos grises, pardos, de hierros y cemento unas veces, luminosos de colores rientes que brillan al sol otras, con mujeres abiertas, seguras, alegres, o marginadas, esquinadas, fracasadas que quisieron ser y no fueron, a través de las imágenes y las palabras Berbel traza una semblanza profunda y definitiva del sentir de la mujer, de su papel en el mundo como madre, como trabajadora, incluso como mujer objeto, de su lucha y su entrega. Una semblanza potente y respetuosa de mujer con mayúscula que ocupa un punto transcendente en el engranaje de la humanidad. No en balde ella es la dadora de vida y en última instancia también la educadora.
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