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¡Más orfidal, por favor!

Ana Tristán

Padezco, desde que recuerdo, un insomnio galopante y absolutamente improductivo. No me ocurre a mí como a esas insignes figuras a quienes la vigilia intempestiva arrastraba a momentos de explosión artística y social nocturnidad. Yo, por el contrario, puedo alargar la madrugada haciendo pelotillas de papel hasta las tantas en una especie de Asperger transitorio que me impide relacionarme con el mundo exterior. Puedo ver pasar las horas repanchingada en mi poltrona mientras pienso, por ejemplo, que si dirigiera el mundo abriría con mi llave maestra todas las puertas de todas las naves y edificios en desuso; crearía una ciudad paralela y gratuita para las personas sin recursos, hoteles de lujo y especulosas urbanizaciones para uso y disfrute de la gente sin hogar.

Casi todas las personas que conozco tienen periodos en los que adolecen de esta vampírica condición. El insomnio, como la ansiedad, el estrés y la depresión es un malestar de lo más democrático, moderno y occidental. Afecta (¿por igual?) a las clases altas como a las bajas, a los deportistas de élite y a los peones de albañil, a los parados y a los que jamás pueden parar. Sin embargo, por muy y mucha democracia, no es lo mismo sufrir ansiedad en un chalet con piscina y una cuenta bancaria llena de ceros que padecerlo desde la sombra de un bajo derecha en riesgo perenne de desahucio policial. Los ricos también lloran y sufren y padecen, pero disfrutan de métodos mucho más sofisticados para el consuelo y la superación. El estrés diario del hogar y la familia se lleva mejor con asistenta y un fin de semana a cama hecha en los Alpes suizos es algo que relaja una barbaridad.

En esta tómbola que dicen que es la vida hay situaciones sociales más determinantes que otras para la aparición del insomnio, véase firmar una hipoteca, enfrascarse en una tesis doctoral, iniciar los trámites de algún divorcio o ser llamado por el departamento de Recursos Humanos para hablar de una cosa un momentín.

Mi cercanía física y abstracta con los trastornos del sueño, los nervios y de la cabecita así en general me ha permitido descifrar ciertos patrones de conducta y vías de superación personal y colectiva. Como norma general, el empastillamiento químico es la piedra angular del vademécum farmacológico universal, amén del alcoholismo, el fumeque y las drogas profanas en general. Para comprar una dosis adecuada de Tranxilium, Orfidal, Alprazolam, Lormetazepam o cualquier otro inductor del sueño uno no tiene más que acercarse a su médico de cabecera y conseguir una receta que, previo paso por la farmacia, adormezca sus sentidos y obnubile en un plácido sueño su malestar. La drogadicción legal se ha convertido en la receta milagrosa para las enfermedades mentales y otros trastornos del desarrollo psicosocial. Eso sí, el consumo de sustancias que no vienen empaquetadas desde las grandes y millonarias industrias farmacéuticas es visto como algo conflictivo y asocial, una cosa de adictos infraseres enganchados a la evasión y los canutos.

Sin haber estudiado medicina, aprobando química por los pelos (y eso que soy de la LOGSE), soy capaz de entender que el insomnio, como el estrés o la ansiedad, son síntomas cuya etiología es menester descubrir para ir a la raíz, a la causa primera que permita reducir paulatinamente los efectos sintomáticos. Dicho en cristiano: atiborrar a la gente a pastillas sin analizar el origen del malestar es un bucle infinito de efectos secundarios, tolerancia y contraindicaciones.

España es el país europeo que más ansiolíticos consume. España es la fiesta del Valium y el Prozac, de Trankimazín para la cena y Citalopram de desayuno. Los cientos de miles de millones de turistas que pasean año tras año sus enrojecidos torsos por nuestra abarrotada costa no son conscientes de que visitan un país de insomnes, depresivos, ansiosos e histéricos medicados. No se les ocurre pensar, que el vacacional decorado del que disfrutan es una farsa de cartón pluma, falsas paellas, autónomos de pegote, precarios amontonados y lujos de garrafón. Mientras millones de guiris -inmigrantes de bien- broncean su obeso aburrimiento de resort en resort, los oriundos de esta España tan española, hacen fila en la cola del paro y engrosan las columnitas de colores en las estadísticas de exclusión social. El último informe sobre exclusión y desarrollo social en España, elaborado por la Fundación Foessa, recoge que 8,5 millones de personas se encuentran en situación de exclusión social, lo que supone un 18,4% de la población.

Si lo desea pida usted hora a su psicólogo en la Seguridad Social, con suerte para 2050 le habrán dado cita y ya no tenga cerebro, salud, ni problemas que tratar.

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