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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Una de piratas en un estado ¿fallido?

Adolfo Padrón

Las Palmas de Gran Canaria —

Todos los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento”. Nicolás Maquiavelo

Hay quien afirma que el repentino afloramiento de tal corrupción generalizada es, como tantas cosas, sólo una cuestión de percepción. Hay quien va más allá, para aseverar que el ser humano es corrupto “por naturaleza” y que lo que cabrea al personal no es más que el resultado de una inevitable comparación entre la propia situación -de forma extensiva desesperada- y la de unos desalmados que se lo llevan por el morro y blandiendo con altanería la montera; que la indignación ante tanto choricerismo al descubierto no es más que el resultado de la envidia que suscita en un contexto de crisis salvaje y que, por el contrario, arrancaría aplausos y y hasta admiración en una situación de bonanza económica. Estas explicaciones pseudo-sociológicas, aún llevando algo de razón -todo es cuestión de educación-, no persiguen otro objetivo que el de relativizar el hecho bochornoso en sí, pero las cosas son lo que son y la fetidez se expande como una nube tóxica.

Lo peor es la costumbre, el entumecimiento que termina produciendo el desparrame informativo con el goteo incesante de los datos: Aquí y allá; en todos los niveles de la vida pública y de representación política; desde los Pujol a los Granados, desde los “business” de los duques “ em--palmados” a la opacidad de las tarjetas de los directivos bancarios, pasando por los Bárcenas, los Fitonovo, los Gürtel, …, y una interminable y vergonzante lista que salpica todos los rincones de la geografía estatal y casi al completo su mapa institucional.

El efecto, una vez traspasado el umbral del dolor, es que muchos ciudadanos comparan las noticias relativas a esta lacra con las que genera los golpes al narcotráfico y llegan a la misma conclusión en ambos casos: “Lo que se muestra, no es más que la enésima parte de la realidad y en muchos casos fruto de una maniobra de distracción para que el grueso del alijo pase inadvertido por algún otro lugar”; “Lo que vemos, es sólo la punta del iceberg”, resumen otros. El caso es que somos sorprendentemente conscientes de que nos hayamos ante una ponzoñosa ciénaga, en cuyo fondo se acumula un espeso limo pestilente que progresivamente aflora a la superficie en época de sequía.

Es fácil generar la sensación de que se trata de un mal endémico, de una especie de marca de Caín impresa en el mismo ADN de todo hijo de vecino y que sólo es cuestión de estar en disposición de “tocar poder” para que aflore en cualquiera que lo consiga. “El poder corrompe de forma directamente proporcional a su magnitud” y “nadie está libre de pecado”. Este axioma resulta muy útil al sistema en un momento como el que vivimos, porque la consecuencia inmediata es fácilmente inducible en la mente de muchos: ¿Para qué cambiar las cosas, si las cosas no van a cambiar? O, lo que es lo mismo, no hay malo conocido, “sino malo por conocer”.

Lamentablemente, la Historia se empecina en demostrarnos que así ha ocurrido con demasiada frecuencia, pero también refleja que no se trata de una sentencia infalible. En todos los estados, en momentos claves de su evolución, han surgido movimientos absolutamente transformadores que, poniendo el énfasis en la urgencia del cambio, consiguen trascender más allá de la inmundicia, del acaparamiento y la codicia individual, para centrarse en el ser humano y sus necesidades -en la búsqueda del más amplio desarrollo individual y colectivo-. Esto viene a ocurrir, inequívocamente, cuando la situación histórica se torna insostenible: en contextos de insoportable opresión sobre los pueblos; en reacción al yugo de una potencia colonial depredadora; como respuesta de supervivencia frente a la degradación del modelo social imperante; … En estas condiciones, el esclavo toma conciencia de las cadenas que le atan a su amo y se reconoce en los demás esclavos, concluyendo que debe actuar sumando voluntades para alcanzar el bien común de la liberación.

Teniendo en cuenta que la súbita y creciente exibición de los niveles de corrupción que ha venido incubando nuestro modelo político, viene a convertirse en la gota que colma el vaso en medio de un estado generalizado de malestar e indignación ciudadana; teniendo en cuenta que se palpa en el ambiente que podemos estar viviendo uno de esos momentos históricos de urgencia transformadora; ¿resulta accidental que se nos muestre y con tal crudeza esta necrosis del sistema?

Puede ser que, simplemente, estemos asistiendo a una “inoportuna” manifestación de la efectividad e independencia de un poder judicial en entredicho, o a una desesperada huída al más puro estado gangsteril, con fuego cruzado entre todas las familias y clanes que se han venido repartiendo el cotarro; o, sencillamiente, que el propio sistema se muestra ya incapaz de mantener sellada por más tiempo la caja de las vergüenzas.

Cabe otra posibilidad: Que se actue, premeditadamente, como “Nerón quemando Roma”.

Si observamos los parámetros en base a los cuales se considera un estado “fallido”, el español parece cumplir con creces los requisitos. Una profunda crisis -sistémica, más allá de lo económico-, la recreación de un escenario de posible fractura territorial -tal y como se presenta el proceso soberanista catalán-, la posibilidad de un estallido social -como consecuencia del descontento y del hartazgo ciudadano-, la fuerte irrupción de una alternativa de cambio real -como se vislumbra PODEMOS- y la constatación de un clima generalizado de corrupción política e institucional, constituirían elementos suficientes para que se le aplicase tal calificativo.

En otros lares, en latitudes diferentes a la nuestra o aquí mismo, pero en épocas pretéritas, estos elementos serían esgrimidos como argumentos suficientes para justificar una intervención externa o un golpe “de timón” de los poderes autóctonos. En Europa y en pleno siglo XXI, la respuesta a estas situaciones se presenta a modo de intervención “comunitaria”, imponiendo “tecnócratas” -aparentemente asépticos y desprovistos de ideología y perfil político- en la dirección del navío, o justificando la necesidad de propiciar gobiernos de concentración nacional con la promesa de “salvar la patria” del desastre que se avecina.

¡Habrá que estar atentos!

El ejecutivo del Estado moderno no es otra cosa que un comité de administración de los negocios de la burguesía”. Karl Marx

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